viernes, 19 de enero de 2018

EL ESTADO DEL "ESTADO" (DEIA, 18 - 01 - 2018)




EL ESTADO DEL “ESTADO”

Una pátina, aunque espesa, de nieve cubre la realidad en esta España nuestra que renquea víctima de la desidia y las perversas inclinaciones del Gobierno del PP, incapaz de convertir el Estado, como Institución máxima en lo social, en lo económico y en lo político, en un baluarte que proteja a sus ciudadanos. Mientras la Providencia, casi siempre impredecible, ha adornado nuestras montañas con nieve en unas fechas inoportunas, pues siempre lo son para eso las que marcan el fin del periodo vacacional navideño, los españoles hemos asistido a una vorágine difícil de interpretar y, por ende, bastante más difícil aún de resolver.

No son pocos los asuntos que nos atribulan, pero sobre todo son demasiadas las dudas e incertidumbres que, dispradas desde diferentes flancos, nos producen miedo y hacen que nuestra visión del futuro sea oscura, casi negra. Veamos los flancos que tenemos abiertos.

El sistema público de pensiones ha necesitado inyectar 15.000 millones de euros para poder hacer a los pagos correspondientes al año 2018. La pobreza de los hogares españoles más precarios aumenta a pasos agigantados. El amago de acuerdo para aumentar el salario mínimo (SMI) en los próximos años choca con las condiciones drásticas en que debe moverse nuestra Economía que, si no llegan a cumplirse, dejarían este acuerdo en agua de borrajas. La precariedad del empleo genera en los trabajadores, -en su mayoría temporales y eventuales-, inquietudes que merman su eficacia y provocan inseguridad en quienes trabajan de ese modo. La proliferación de los episodios relacionados con diferentes tipos de corrupción ha provocado una desconfianza perversa para el sistema, que hace que la Política y los políticos sean vistos como los generadores de los problemas en lugar de ser los llamados a resolverlos. La distribución de las rentas, es decir de la riqueza, es tan desigual que ya amenaza al orden público, con barrios excesivamente depauperados que lindan con grandes y lujosas urbanizaciones. Las Rentas de Garantías (en otro tiempo llamadas Ingresos mínimos de Inserción), -que no son realmente “rentas” por su escasez y cuantías, y que no garantizan casi nada-, aún siguen vistas con recelo por los dirigentes políticos, cuyas ideologías sociales y económicas permanecen aletargadas en sus idearios impresos y casi nunca leídos ni deshojados. Nada está ocurriendo que permita a los más humildes alentarse a sí mismos y albergar esperanzas solventes.

Sin embargo resulta realmente preocupante la crisis por la que pasa el Estado, como Institución que debe aglutinar y proteger a los ciudadanos, y cuyos órganos de gobierno han de ser tan soberanos como resistentes. Ahora mismo España es un Estado que está mostrando signos de flaqueza, quizás como consecuencia del principio y el viejo tiempo del que procedemos (régimen franquista, casi cuarenta años), y del oportunismo interesado de las nuevas formaciones políticas, que ha debilitado nuestra Democracia aprovechando todas y cada una de las crisis que hemos padecido últimamente. Nadie puede poner en duda que los líderes emergentes (Rivera, Iglesias), a derecha e izquierda, no alcanzan siquiera  los más básicos niveles de aptitud y solvencia de aquellos que recuperaron la Democracia en España (Suarez, González, Carrillo, Arzallus, etc) en los tiempos de la Transición, pero la conquista del poder, aunque sea usando añagazas y criterios ideológicos de escasa consistencia, se ha convertido en un fin, un objetivo en sí misma: quítate tú para que me ponga yo… Urge, pues, recuperar un Estado fuerte que muestre un rostro convincente y demuestre en cada trance, favorable o adverso, que está basado en unas estructuras firmes y que tiene soluciones para cada uno de los problemas que se presenten. La Democracia muestra su máxima eficacia cuando va de la mano de un Gobierno solvente y, sobre todo, tan justo como poderoso.

El comportamiento del Gobierno español en el “procés” catalán sirve para constatar de una vez la debilidad del Estado como Institución, y el miedo de la clase política que teme que servirse de la contundencia del Estado para resolver los contratiempos pueda ser interpretado como una muestra de déficit democrático. Curiosamente, los partidos políticos muestran energías y convicciones mucho más contundentes cuando se trata de resolver las indisciplinas de sus militantes en su propio seno, que cuando la rebeldía tiene lugar entre los ciudadanos y el Estado. (Por ejemplo, en el “procés” catalán no han faltado los líderes de otras formaciones y latitudes españolas que han mostrado su deseo de que la Justicia no actúe con rigor, incluso dejando libres y a su antojo a los rebeldes “sublevados”). La consecuencia es un Estado pacato y remiso que no se atreve a imponer leyes y normas que nos hagan a todos más iguales y, sobre todo, que el Estado tantas veces vilipendiado como “opresor”, deje de ser valorado como protector.

España, como Estado, atraviesa una profunda crisis de la mano de un Gobierno, corrupto en su herencia, que no quiere comprometerse con los españoles, sobre todo con los más humildes. No es el problema territorial el importante, aunque sea tan urgente resolverle mediante una financiación que no solo distribuya mejor y más equitativamente los fondos, sino que controle los gastos excesivos para que no tenga que aplicar medidas de emergencia. Es su déficit más importante, la asignatura pendiente que aún sigue sin ser aprobada porque a ninguno de los sucesivos Gobiernos españoles se le ocurrió siquiera presentarse al examen. Para cubrir el expediente, cuando España se erigió en Estado de las Autonomías, alguien pensó que las Comunidades Históricas (Euskadi, Cataluña, Galicia, etc…) bien podían dar pie a la consideración de tal de otras diez o doce más en la geografía española, pero mientras Euskadi partía de unas estructuras históricas y una vocación firme de autogobierno, muchas de las otras no lo hicieron en la misma medida porque estrenaban un estatus que nunca habían tenido.

No se trata de un Estado fallido, como los detractores antidemocráticos y populistas quieren proclamar, pero sí atraviesa un estado de crisis que reclama cambios, sobre todo uno esencial, que le fortalezca, que silencie lo antes posible las voces de protesta de los dirigentes regionales, que se alertan sin motivo formal ante los acuerdos del Cupo y Concierto vascos, y que culmine con entereza y templanza el mapa autonómico. Es necesario un Estado que no se tambalee porque Cataluña (o cualquier otra) toque a rebato, sino que responda con la Ley en la mano, el Estatuto respectivo en el pecho y los oídos bien abiertos. Pero, ¡cuidado!, la Ley es por el momento lo que nos iguala a todos los españoles y nos hace responsables y corresponsables de la libertad de todos.

El Estado ha de ser el que fije nuestras obligaciones, nos ampare y proteja, articule y afiance las medidas pertinentes para dulcificar nuestras vidas… Es evidente que la ideología de los gobernantes influye en los modos de vida de los gobernados, que los partidos políticos han de ser garantes de los principios ideológicos que rijan la Política en cada momento, pero el Estado debe erigirse en una Institución solvente y poderosa que garantice la Democracia que con tanta fruición se asoma a nuestras bocas.

Fdo.  JOSU  MONTALBÁN        

martes, 16 de enero de 2018

PROCÉS CATALÁN: ¡NI EL APUNTADOR! (El Diario Norte, 15 - 01 - 2018)




PROCÉS CATALÁN: ¡… NI EL APUNTADOR!

La obra que se ha venido representando ha sido “El procés catalán”. ¿Se trata de una comedia, una tragedia, quizás una tragicomedia, un drama, o se ha quedado en una especie de opereta bufa, un sainete, o un sencillo entremés? ¡Qué más da! Lo cierto es que la sala teatral en la que se ha venido celebrando la sesión está siendo abandonada incluso por quienes resultan imprescindibles en la representación. El elenco de actores está quedándose en una sencilla muestra del que fue en el inicio de la obra, cuando se alzó el telón. El attrezzo o utilería permanece allí, pero tan desocupado como inútil. Las bambalinas cuelgan aún, ocultando lo poco vistoso y oscuro, y dando vistosidad a los colores (principalmente el amarillo) que dan un sentido especial a la obra. Todo permanece, pero el libreto está ahora mismo cerrado a cal y canto, como si esperara que alguien viniera a escribir en sus páginas los diálogos y guiones de la obra. Aunque se trata de una obra que se ha intentado representar en ocasiones anteriores, da la impresión de que algunos factores “extraños” han cubierto de moho las páginas a la vez que una pátina de olvido ha cubierto la memoria de los actores.

¿Y el público? El público permanece en sus butacas, algo asustado y muy poco esperanzado. Asiste ya sin entusiasmo porque la escena inicial es ahora un escenario abandonado y huérfano, con un proscenio deshabitado y la concha del apuntador vacía de bisbiseos y palabras orientativas. El gran teatro, llamado a acoger una obra de gran trascendencia com es “El procés catalán”, es un océano de dudas, un espacio vacío en el que los espectadores se miran cada vez que los actores del elenco, uno a uno, van saliendo a escena para anunciar a los asistentes que abandonan la representación. Es bien cierto que el autor, o los autores de la obra, la pergeñaron a modo de ensayo como si se tratara de llevar al teatro una quimera imposible en su culminación, pero el público no para de mostrar su estupor ante unos actores que huyen despavoridos de la escena y toman el camino de la calle sin detenerse siquiera a saludar al respetable público ni ofrecer disculpas a los asistentes al magno acontecimiento.

Primero fue el cartel de “no hay billetes” en las taquillas, pero ahora ha quedado exhibido otro cartel que reza que “no hay función” en el centro del escenario. Los espectadores más atrevidos silban. Hay quienes únicamente hacen mohines de extrañeza que son, a la vez, interrogaciones. Y hay también quienes se contentan con advertir a sus compañeros y compañeras de butaca que “esto ya lo veía venir yo”.

¿Cómo es posible que actores, tan aguerridos como obstinados, hayan renunciado a la representación? Sabían que la obra era controvertida, que despertaba tanta curiosidad como peligro suscitaba, porque el teatro de la vida también está sujeto a normas, y quien las transgrede corre el peligro de no ser capaz de resistir ni sus propios impulsos heroicos. Poco a poco los actores han ido saliendo de la escena tras prometer con la debida solemnidad que nunca más prestarán sus voces ni sus presencias a unos diálogos inquietantes que puedan llegar a sembrar discordias y organizar disputas excesivas en las inmediaciones del teatro. Por si fuera poco el actor principal, el protagonista de la obra, está a varios miles de kilómetros, paseando por las calles de Bruselas, mientras el resto del elenco no para de declarar en los Tribunales de Justicia, tan cercanos al teatro en que se anunció la función. Allá, en la capital europea, cualquier frase que se diga por parte del protagonista sirve para empavonarle aún más. Y más aún se empavona cuando recibe a los mismos compañeros suyos a los que previamente dejó abandonados, que acuden a solicitar su amparo y a hacer patente la ridiculez que está contenida en el libreto que representan. El argumento es bastante descabellado; la puesta en escena constituye un desordenado trajín de personajes indecisos y cobardes; el desenlace no puede ser otro que un fracaso absoluto. El Teatro de títeres de Puigdemont no da más de sí. Es una pena que el huracán provocado por la farsa se vaya a llevar a Junqueras por delante, porque Oriol, a pesar de los pesares, no es Puigdemont.

Ya solo queda que asome su cabeza el apuntador tras la correspondiente concha ubicada en el escenario. Cuando lo haga, y vea el escenario hueco y el patio de butacas vacío se cerciorará de que la obra “El Procés Catalán” ha terminado. Entonces podrá coger sus bártulos y marchar a su casa… Y si alguien le pregunta que qué queda de la maravillosa obra, podrá responder con absoluta propiedad: “¡Nada… Ni el apuntador!”

FDO.  JOSU MONTALBÁN  

jueves, 4 de enero de 2018

"NUEVA POLÍTICA: ¿NUEVOS CONCEPTOS?", DEIA (04 - 1 - 2018)




NUEVA POLÍTICA: ¿NUEVOS CONCEPTOS?

Ahora mismo los ciudadanos vivimos inmersos en un tiempo “nuevo” administrado y dirigido por lo que ha venido en llamarse “nueva política”. La nueva política ha sustituido a la “vieja”, la está sometiendo a un revisionismo implacable sin haber hecho un balance previo que sea, a la vez, exigente y sopesado. La nueva política busca más la eficacia de la acción pública puntual que la transformación de la sociedad, aquejada de desigualdades y atiborrada de injusticias. Revisar el pasado no siempre ayuda a conformar un futuro más justo. Las modas, siempre pasajeras y sin ansia de pervivencia, también están presentes en el debate político, y aunque los tiempos cambiantes suelen pedir que la acción y el pensamiento político se modifiquen, hay conceptos inmortales cuyo significado trasciende al tiempo, a los usos y las costumbres.

Ya son muy pocos los líderes políticos que usan las “viejas” palabras que nos hacían reaccionar y llenaban el debate político de sanas inquietudes. Apenas se habla de “justicia”, salvo cuando se afronta el difícil capítulo de la corrupción, claro está que en clara referencia a los Tribunales de tal, pero lo justo y lo injusto son fácilmente distinguibles cuando nos referimos a la situación de las personas en lo referente a sus economías, a sus derechos y a sus deberes. Se habla de “igualdad”, pero no se determina su alcance; se concreta que todos somos iguales ante la Ley, pero las posibilidades de desarrollo y de definir nuestras vidas parten de situaciones que impiden que un trato “igual” (igualitario, más bien) llegue a hacernos realmente iguales a todos. Y se habla de “libertad”, como si la libertad fuera poquito más que ejercer el libre albedrío y, del mismo modo que nos aproxima a la dicha cuando vivimos en la abundancia, nos lleva a la tristeza y el dolor cuando vivimos en la escasez. Es difícil escuchar el bello término “fraternidad” con que los viejos revolucionarios se expresaban para familiarizar (nunca mejor dicho) la igualdad. Porque los hermanos (los “fraternos”), aunque nunca son totalmente “iguales”, viven en las mismas condiciones y se sienten más comprometidos entre ellos. Se habla algo más del viejo concepto de la “solidaridad”, pero de una solidaridad cuyo ejercicio obliga a pocos esfuerzos, y en muchos casos se queda (o confunde) en un mero acto caritativo que tranquiliza las conciencias pero no resuelve globalmente las situaciones injustas que atribulan a la sociedad.

¿Cuáles son los nuevos conceptos? Principalmente se trata de términos que huyen del antiguo argot, que devino en discurso político en manos de los grandes ideólogos. Capitalismo, Socialismo, Comunismo, Anarquismo, Socialdemocracia, o Liberalismo fueron palabras sublimes cuyos ecos retumbaban en las mentes de inquietos estudiosos e ideólogos cuyo empeño estaba dirigido a transformar el Mundo, a derrotar a las élites económicas, y aunque en el debate unas teorías se situaran en el eje “horizontal” (izquierda-derecha), sus efectos reales tenían una finalidad, como era disminuir las distancias entre los ricos y los pobres y “fraternizar” a la sociedad. Es cierto que la batalla ideológica se mostró siempre endiablada porque planteaba cambios tan drásticos que requerían levantamientos armados por parte de los más humildes (por tanto los más vulnerables) y revoluciones de los más diferentes formatos.

Fracasaron casi todas las revoluciones, pero no porque no estuvieran debidamente fundamentadas en razones contrastadas desde el punto de vista teórico, sino porque la preeminencia de los ricos “derecha) siempre se mostraba implacable con los más pobres (izquierda). Sin embargo los grandes ideólogos de la izquierda han dejado su impronta, y no dudaron en plasmar su visión de la realidad de su tiempo, -casi siempre tan crítica como inconformista-, al lado de sus estrategias sociales, políticas, e incluso militares, para subvertir el orden e invertir las estructuras de la sociedad capitalista. Frente a los capitalistas, entendidos individualmente y adscritos a una clase social eminente, el Capital administrado por un Estado poderoso, y dispuesto a servir a todos sus ciudadanos por igual, no como súbditos sino como personas partícipes de todos los derechos y responsables de todos los deberes.

Pues bien, ahora nos enfrentamos a un nuevo tiempo en el que una nueva hornada de españoles, que ejercieron la desidia o el desentendimiento en el proceso de la Transición, se empeñan en pedir cuentas a quienes lucharon contra el franquismo, y pusieron su honor y empeño en fraguar una nueva sociedad alejada de venganzas y fobias gratuitas. No obstante, este revisionismo con que se hacen hueco a codazos los nuevos libertadores de Podemos e, incluso, de Ciudadanos, es gratuito y, sobre todo, propio de este nuevo cuño de políticos que surgieron aprovechándose de una crisis económica y social que afectó negativamente a los ciudadanos. Con un aparato propagandístico desmesurado llenaron la Puerta del Sol en Madrid de añagazas que hicieron temblar los cimientos de las viejas ideologías y formaciones políticas. Los nuevos, siempre sados, se atrevían a vocear que los partidos que se esmeraron en la Transición “no les representaban”. Según palabras de alguien que ahora ocupa un cargo institucional en representación de Podemos, “la mayoría social estaba dispuesta a organizarse para asaltar las instituciones y arrebatárselas a la élite privilegiada” (Gil de Santos, de Podemos Andalucía).

De modo que debemos aceptar ese lenguaje impostado por los “nuevos revolucionarios” que se atreven a afirmar que “la cultura de la Transición está en transición…¿Hacia dónde?...Eso dependerá de cómo evolucione la interacción de los protagonistas del juego político, -ciudadanos, partidos y medios de comunicación-“. Sí, es verdad que han asaltado las Instituciones que surgieron tras la Transición, que quizás no fue tan modélica como pregonan sus protagonistas pero, en todo caso, está siendo mucho más útil y eficaz que lo que vocean sus torpes detractores.

Queridos Lectores, la revolución (incruenta y pacífica) no será posible. Entre otras cosas porque las ideologías se han mostrado remisas y pacatas… Pero estos nuevos predicadores, que percuten en la calle sin repercutir apenas en la vida real, no saben qué hacer con el diagnóstico, porque se han quedado en lo más superficial, y porque sus terapias solo responden a sus teorías insulsas y desarmadas de rigor. Son burgueses disfrazados de revolucionarios, soldados que han huido de los campos de batalla, ideólogos de la destrucción de las viejas ideas, revisores de cuentas que no están dispuestos a revisar sus propias cuentas… Anhelan el poder en tal medida, y con tanta prisa, que corren el riesgo de tener que huir despavoridos por su propia impotencia y falsedad.

FDO.  JOSU MONTALBAN