viernes, 3 de febrero de 2012

MIRALLES


Miralles es el viejo, -así le nombro porque así se nombra él-, que protagoniza los últimos pasajes de la película “Soldados de Salamina”, que reproduce aquella realidad de la Guerra Civil española. Concretamente el hombre que, siendo miliciano que apoyaba al gobierno legal, perdonó la vida al falangista Sánchez Mazas. ¿Se la perdonó? No. Tal como relata la película  (y el libro de igual título de Javier Cercas), el miliciano Miralles iba por el bosque impartiendo justicia, -que en tiempo de guerra es lo mismo que matando-, a sus enemigos. Y vio entre unas jaras a Sánchez Mazas y no le disparó, incluso cuando fue requerido por sus compañeros, “¿hay alguien por ahí?”, respondió con un “no, aquí no hay nadie”. He dicho que no le perdonó la vida, porque haberle matado en aquella situación hubiera sido un abuso, una miseria moral, una atrocidad. La importancia de aquella actitud de Miralles está basada en su gesto virtuoso, producido en medio de una guerra que siempre es un abuso, una miseria, una inmoralidad y una atrocidad.

En mitad del absurdo debate en torno a la llamada “memoria histórica” es importante resaltar cuanto tiene de noble esta actitud de Miralles, porque da la impresión de que ni los partidarios ni los adversarios de tal memoria están actuando con nobleza y generosidad.

Miralles es nombrado en muchas ocasiones a lo largo de la película, pero la figura aviejada aparece en los últimos diez minutos, con la misión de contar cómo fue aquel momento en que dos enemigos se miran a los ojos y sienten conmiseración. Pero el tiempo real ha pasado y la conmiseración de aquel instante en que Miralles no quiere matar a su “enemigo” Sánchez Mazas se ha convertido en indiferencia. Cuando Miralles ya se siente viejo y, por eso, no persigue gloria ninguna la guerra ha acabado, la vida ha continuado y no hay odio ni ansias de venganza en su interior. Cuando Ariadna Gil, que es una escritora empeñada en descifrar la vieja memoria, pregunta a Miralles que “por qué no le mató”, refiriéndose a Sánchez Mazas, él le responde con un “¿y por qué iba a matarle?”.

Con esta frase sentencia la irracionalidad de aquella guerra en la que murieron más de un millón de españoles, en la que, pasado el tiempo no encuentra ni una sola razón para matar. Nada, ni el amor desenfrenado a su patria, que mostraba bailando el pasodoble “Suspiros de España” abrazado a su fusil y vestido de miliciano, justificaba aquella guerra tras el paso del tiempo y su arribada a la sabia vejez.

Ninguna guerra parece justificada después de que el paso del tiempo la condene al olvido, o la obstinación de la memoria la rinda a los recuerdos. Quizás por eso sea necesario aceptar los hechos con la naturalidad del tiempo pasado. Quizás por eso sea bueno diagnosticar lo ya pasado desde la experiencia desapasionada de la grandeza de ánimo. En esto nadie podrá superar al Miralles de los “Soldados de Salamina”.

La escritora ha ido a buscar su testimonio a Dijon, la bella villa francesa donde vive Miralles en una residencia de ancianos. Tiene el pelo blanco, largo en exceso para su edad, y se apoya en una muleta para desplazarse por los paseos, bajo los álamos altos en cuyas ramas entonan sus melodías los estorninos. La escritora espera que aquel viejo le cuente los pasajes del resentimiento, de la fatiga, con la voz de los derrotados, pero Miralles ya solo es un viejo que ve pasar la vida, un existencialista que sentencia: “lo único importante es estar vivo”, mientras observa a un enjambre de niños que juegan sobre la hierba. Nada más importa que estar vivo. Nada importa más que estar vivo.

Miralles ha abandonado sus anhelos de victoria, ya no le encandilan ni el poder ni la gloria. Espera que el tiempo pase y desea que nunca deje de pasar. Quiere vivir cuanto más, que es lo mismo que querer morir cuanto menos, en suma, no desea morir nunca. Aquel asilo se ha convertido en su baluarte. En él ha ido olvidando casi todo y, aunque mira a la escritora que le interroga con cierta curiosidad, no desea narrar absolutamente nada de cuanto aconteció en aquella dolorosa contienda entre hermanos. Espera que llegue la muerte, la siente cercana cuando se la relata a la curiosa escritora, -“el olor a verdura hervida, a medicinas, a viejo enfermo; el olor de la muerte, el puñetero olor de la muerte”-, pero quiere llevarse consigo todos sus secretos. “Qué cree usted que pensó”, pregunta la escritora refiriéndose a Sánchez Mazas cuando él evitó matarle. “Nada, nada”, responde él como queriendo decir que pensó “todo” lo que puede ser pensado en una situación tan extrema.

Miralles nos muestra un tierno ejemplo de la atribulada alma de los perdedores de la guerra civil. Tristes, melancólicos, derrotados, la mayoría de ellos prefirieron olvidar aunque se hallaran exiliados o perseguidos. Miralles era uno de aquellos que añoraban el abrazo de sus familiares o de sus paisanos: el abrazo de la reconciliación. Cuando la escritora le recuerda el pasaje de aquel miliciano que bailaba el pasodoble “Suspiros de España” agarrado a su fusil y le conmina con un tierno interrogante “¿era usted?”, sus ojos cansados se ocultan tras un velo de lágrimas. Después se planta ante ella y afirma con tristeza: “Hace más de un año que no abrazo a nadie”. Arroja a un lado la muleta y la abraza con efusión.

Afloran entonces la Historia y la Memoria, que son dos diosas inseparables. Nada se echan en cara, nada se reprochan, porque no pueden existir la una sin la otra. Quien no olvida conoce la Historia del mismo modo que quien conoce la Historia la acepta con tanta naturalidad que no está dispuesto, ni predispuesto, a olvidarla. Miralles, que no quiere hablar de la Guerra Civil es en “Soldados de Salamina” la memoria viva de aquella guerra. Javier Cercas y David Trueba han bordado con hilos de oro esos diez minutos ejemplares e inolvidables.

FDO. Josu Montalbán