EN TORNO AL ÚLTIMO SUSPIRO DE LUIS BUÑUEL
Recién he acabado de leer el libro autobiográfico de Luis
Buñuel “Mi Último Suspiro” escribo este artículo obsesionado por una idea que
resulta contradictoria en su formulación: ¿es acaso el surrealismo la forma más
sincera y práctica de sentir y vivir el realismo?
A lo largo de las páginas en las que Buñuel recoge sus
pensamientos y las andanzas a las que le llevaron dichos pensamientos, va
desarrollando la crónica de un tiempo complejo en el que la sociedad española
vivía atribulada por una reata de cambios políticos, sociales y culturales que
obligaron a buena parte de los protagonistas a vivir en la provisionalidad,
huidos de su España, sometidos a modos de persecución sibilinos aunque
implacables que les llevaron a articular el movimiento surrealista, o a
adscribirse al movimiento surrealista europeo que les sirvió de protección. El
surrealismo se convirtió en un espacio protegido, una zona de reserva
habilitada a un lado de la realidad que entonces estaba teniendo lugar. Si el
realismo seguía las normas y principios que la realidad imponía, el surrealismo
era una forma benigna, creativa y artística de la rebeldía.
El libro de Buñuel recoge los avatares de su vida y andanzas.
A lo largo de sus 300 páginas reflexiona sobre sus trabajos, tanto literarios
como cinematográficos, tratando sobre temas controvertidos de su tiempo, y
siempre situado en los bordes de lo legalmente permitido, es decir, en
constante conflicto con los poderes políticos y económicos de aquel tiempo.
El
surrealismo aquel fue un un movimiento efímero como tal, pero dada su condición
de “movimiento artístico con planteamientos ideológicos orientados en contra de
las teorías tradicionales sobre estética, ética y política, y en favor de
nuevos símbolos y mitos alejados del racionalismo”, duró a lo largo de casi
todo el siglo XX, pues no en vano fue un siglo de gran inestabilidad política y
social en España. Los “gurus” del surrealismo se dejaban llevar por sus
impulsos, movidos por cierto automatismo mental, que se expresaban desasistidos de cualquier control de la razón
y alejados de modas y usos generalizados en el tiempo.
Si aquellos que se autoproclamaban surrealistas no hubieran
mostrado claramente sus “productos”, en las diferentes disciplinas, habrían
sido tachados de “ajenos” a su tiempo y al sistema en que les tocó vivir. No
tanto porque fueran “pobres” o “desposeídos”, sino porque se hubieran visto
obligados al adocenamiento enrevesado y zafio al que muchos inquietos de
entonces se vieron abocados. Pero la verdadera razón que me mueve a escribir
este artículo es recoger algunos trozos literales que permiten constatar de qué
modo un genio como Buñuel se vio obligado a atemperar su impulso
revolucionario. Al final, la conclusión que me ha quedado es que, a pesar de su
vida convulsa e inquieta, vivió momentos de calma en los que hacía lo mismo que
cualquiera otro de su tiempo: asumir su realidad como una consecuencia
inevitable del destino.
Por ejemplo, cuando se refiere al cuadro pictórico “Guernica”,
de Picasso, al que el tiempo ha vestido de una especie de admiración y respeto
excepcionales dice “De él me desagrada todo, tanto la factura grandilocuente de
la obra como la politización a toda costa de la pintura… Comparto esta aversión
con Alberti y José Bergamín, cosa que he descubierto hace poco…A los tres nos
gustaría volar el Guernica, pero ya estamos muy viejos para andar poniendo
bombas”. ¿Imagináis, queridos lectores, a alguien que se atreviera a decir algo
parecido en nuestro tiempo? Y sin embargo, ved que los tres implicados són nada
menos que Buñuel, Alberti y Bergamín, tres figuras emblemáticas en el exilio y
en la lucha antifranquista.
La obra de Buñuel contiene párrafos extraordinarios. En uno
de ellos subraya cuál era la visión que los surrealistas generalizaron sobre el
trabajo como “valor sacrosanto” para la sociedad burguesa, de qué modo fue el
surrealismo el que denunció a aquella
idea del “trabajo liberador” como una auténtica falacia: en ese sentido recoge
un texto de “Tristana” que dice, “Pobres trabajadores. ¿Cornudos y apaleados!
El trabajo es una maldición, Saturno. ¡Abajo el trabajo que se hace para
ganarse la vida! Ese trabajo no dignifica, como dicen, no sirve más que para
llenarles la panza a los cerdos que nos explotan. Por el contrario, el trabajo
que se hace por gusto, por vocación, ennoblece al hombre. Todo el mundo tendría
que poder trabajar así. Mírame a mí: yo no trabajo. Y, ya lo ves, vivo, vivo
mal, pero vivo sin trabajar”
Por fin su surrealismo parece sucumbir cuando se propone
hacer recuento y balance de su vida: “Me sentí muy impresionado por el
testamento de Sade, en el que pide que sus cenizas sean arrojadas en cualquier
parte, y que la Humanidad olvide sus obras y hasta su nombre… Desearía poder
decir lo mismo de mí… Encuentro falaces y peligrosas todas las ceremonias
conmemorativas, todas las estatuas de grandes hombres… ¿Para qué sirven?...
Viva el olvido… Yo solamente veo dignidad en la nada” (Capítulo titulado “A
favor y en contra”. En casi veinte páginas va recogiendo, a modo de slogans o
mandamientos principios e ideas que fueron esenciales durante su vida. En ese
capítulo desarrolla todo un examen de conciencia, superficial, que tanto da
valor a su obra señalando cuanto de valioso tuvieron sus ideas y la lucha
derivada de ellas, como critica aquella ideas que, mientras vivía, consideró
sus verdades absolutas. Pocas veces un libro autobiográfico recoge críticas de
este tipo, puntos de desacuerdo con la propia vida de biografiado, pero Buñuel
se muestra implacable consigo mismo, convencido de que a la vida sucede la
muerte, que a la presencia en la vida, que los presentes consideramos siempre
insustituible e imprescindible, sucede la ausencia, siempre inevitable e
imprevisible.
Y por fin, en el Capítulo que titula “El Canto del Cisne”
desarrolla una loa al tiempo último que vivimos, el tiempo que precede a la
muerte. Como si se tratara de un cisne en los instantes previos a su muerte, se
despide con un “adiós” que no admite ningún tipo de excepción ni de explicación
superior. Aunque el texto es anterior al último cuarto del siglo XX, nos deja
un análisis de la situación de entonces que constituye una denuncia pública
sobre cuanto el Progreso nos ha dejado: “Según las últimas noticias, poseemos
en la actualidad bombas atómicas suficientes no solo para destruir toda vida
sobre la Tierra, sino también para hacerle a esta Tierra salirse de su órbita y
enviarla a perderse, desierta y fría, en las inmensidades. Me parece espléndido
y casi siento deseos de exclamar: ¡Bravo! Una cosa es ya cierta: la ciencia es
la enemiga del Hombre. Halaga en nosotros el instinto de omnipotencia que
conduce a nuestra destrucción. Una encuesta reciente lo demostraba: de
setecientos mil científicos altamente cualificados que en la actualidad
trabajan en el Mundo, 520.000 se esfuerzan por mejorar los medios de muerte,
por destruir a la Humanidad. Solo 180.000 tratan de hallar métodos para nuestra
protección”
Se trata de una última genialidad, del mismo modo que
resultan geniales sus explicaciones sobre los últimos instantes de la vida:
“Hace tiempo que el pensamiento de la muerte me es familiar…Desde los
esqueletos paseados por las calles de Calanda (de donde era natural) en las
procesiones de Semana Santa, la muerte forma parte de mi vida, nunca he querido
ignorarla, negarla. Pero no hay gran cosa que decir de la muerte cuando se es
ateo como yo. Habrá que morir con el misterio. A veces me digo que quisiera
saber, pero saber ¿qué? No se sabe ni durante, ni después. Después del todo la
nada. Nada nos espera, sino la podredumbre, el olor dulzón de la eternidad… Tal
vez me haga incinerar para evitar eso”
¿Se trata de un último intento de retorno a la realidad?
Culmina su libro con una ocurrencia: “Una confesión: pese a mi odio a la
información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años,
llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos… No pediría nada más… Con
mis periódicos bajo el brazo, pálido, rozando las paredes, regresaría al
cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir
satisfecho en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Bello final. Yo también me apunto a ese final, a ese toque
surrealista de “Mi Último Suspiro” de Luis Buñuel.
FDO. JOSU MONTALBÁN