EL HOMBRE CABIZBAJO
En mi pueblo vive un hombre cabizbajo. Su cerviz se ha ido encorvando hacia delante conforme sus ilusiones han ido decayendo y sus esperanzas han perdido la confianza. Nunca fue cabizbajo. Tampoco fue altivo ni altanero. Como tantos otros salía a la calle a comentar con los más cercanos las noticias de los telediarios, pero entonces las noticias no eran tan impactantes, no inquietaban. Ahora ya apenas habla de fútbol, ni de toros, ni siquiera de esas noticias de la prensa del corazón que llenan los programas de las tardes. El opio del pueblo no va con él ahora que le falta lo más básico.
Hace solo ocho años era un trabajador cotizado y optimista del que decían que en materia de instalación de aparatos de climatización y aire acondicionado para las viviendas, no había otro como él. En aquel tiempo trabajaba de sol a sol, según lo precisaran los muchos compromisos que en los tiempos del boom inmobiliario de la construcción hacían que los trabajos siempre tuvieran que realizarse de hoy para mañana. Ganaba más que lo suficiente y, además, la larga lista de trabajos pendientes, hacía que nunca le preocupara en exceso el futuro que se mostraba halagüeño, lleno de buenos presagios y felices esperanzas. Ni siquiera atisbó la nueva situación que le esperaba cuando empezó a tachar renglones de aquel listado de trabajos pendientes que siempre llevaba en su bolsillo.
Sí, por las calles de mi pueblo pasea un hombre cabizbajo. Su mentón se apoya en el pecho como si de ese modo soportara todos los impulsos que anidan en su corazón afligido. Ya son casi dos años de resignación ante la tozuda realidad que le impone vivir sin esperanzas. En las oficinas del paro, -desempleo, prefiere decir él-, la atenta chica que le atiende solo le habla del tiempo que hace, como si de ese modo estuviera señalando que la climatología, buena o mala, es lo único de lo que puede gozar ahora que está siendo considerado un “parado (desempleado) de larga duración”. Cuando le dijo que sólo le quedaba la posibilidad de cobrar el “subsidio”, sintió una rara sensación porque algunos días antes había visto un programa de televisión que entre los sinónimos de la palabra “subsidio”, uno de ellos es “socorro”, así que las palabras de la chica retumbaron en su interior. Salió de la oficina más abatido de cómo había entrado. Su camino de regreso a casa se le hizo eterno, la cabeza le pesaba en exceso y su mirada araba surcos de impaciencia sobre las baldosas de las aceras. En casa le esperaba un sillón amplio de mimbre, tapizado con dos cojines, que aún quedaba reservado exclusivamente para él, reminiscencia del tiempo en que llegaba a la casa contento aunque terriblemente cansado.
Aquel día le dijo a su mujer que aquel sillón preeminente ya no le correspondía a él, que ya se había convertido en una carga molesta para aquella familia, que el sillón debía ser ocupado por cualquiera de los niños que eran los que mantenían la ilusión de la casa. Se sentó sobre el sofá de tres plazas, mucho más acostumbrado a las estrechas posaderas de los pequeños, que a aquellas horas estaban en el colegio. La mujer le miró desde el centro del salón con un toque de conmiseración y una gran sonrisa. Se subió a horcajadas sobre sus piernas y le dijo al oído que le quería mucho más que cuando estaba trabajando y se sentía útil. Permanecieron durante bastante tiempo en aquella posición, mirándose a los ojos, contándose el cuento de dos cómplices pobres sumidos en una melancolía pasajera que, a pesar de todo, eran capaces de sentir la felicidad. Fue el día en que el hombre cabizbajo contó a su mujer un buen ramillete de secretos. Primero se complacieron el uno al otro, y luego fue desgranando aquella batería de secretos que tenía confinados en los escondrijos de la memoria. De ese modo descubrieron que había algo más que las benignidades de la climatología para hacerles felices: el placer que les conferían sus cuerpos y el amor que sentían el uno por el otro.
Había trabajado mientras estaba cobrando el paro: “Aquellos 600 euros que aparecieron bajo las ropas, ¿recuerdas?, que no sabías como habían ido a parar a aquel armario, -le dijo-, los cobré en aquellas tres mañanas que estuve pintando el taller de Germán”. “¡Tanto, en solo tres mañanas!”, le dijo la mujer quitando toda importancia a aquella transgresión. Los libros de los niños también procedían de una chapuza bien pagada, y no de una donación recibida de un amigo suyo. Pero había llegado un tiempo en que no salía ninguna chapuza que le proveyese algún dinero con el que engordar el subsidio. Desde entonces el subsidio se había convertido en un escueto socorro, como aquella sopa boba de la que le hablaba su padre que, cuando era muy niño, administraban los frailes a los más miserables del pueblo. Todos estos secretos apenas alertaron a la mujer que recomponía su vestido y ordenaba sus cabellos negros usando sus dedos como si fueran las púas de un peine. Como ocurría en casi todas las casas, en la casa del hombre cabizbajo también había una mujer sufriente y silente que hacía equilibrios sobre la tensa cuerda de la vida.
Sí, por las calles de mi pueblo deambula un hombre cabizbajo. De vez en cuando levanta la mirada y la posa sobre las paredes. En alguna de ellas distingue el número de su teléfono. Como no se ha atrevido a decírselo a su mujer puede que haya perdido alguna oportunidad de trabajar, porque ha puesto varios papeles anunciándose con su teléfono como reclamo: se pintan lonjas, se vacían desvanes, todo sin IVA… Seguro que alguien habrá llamado a casa cuan do él no ha estado, y habrá sido contestado con cajas destempladas. Recuerda que en una ocasión vació un desván y llevó lo que encontró en él a un anticuario que le amenazó con denunciar a las autoridades aquel intento de venta “fraudulenta”. Todo se mostraba adverso para aquel hombre al que la legalidad le cerraba todas las puertas y la ilegalidad se las abría, aunque con el factor añadido de poner un guardia ante su puerta. En otra ocasión tuvo que arrojarse desde un primer piso para que el inspector de trabajo no le descubriera. Se torció uno de los tobillos pero evitó acudir a la consulta del médico de la sanidad pública para no decir dónde se había producido la avería: los servicios de una masajista-curandera que le administró varios emplastos de nuez se llevaron el dinero que tenía pensado ganar en el empeño.
No podía hacer otra cosa que ser ilegal una vez que todo lo legal le había dado la espalda. Allí donde veía una excavadora se quedaba plantado para solicitar trabajo. Soñaba con un trabajo de especialista en climatización y aire acondicionado, pero estaba dispuesto a todo. Las excavadoras abrían zanjas pero no para cimentar y levantar edificios. Acudía con aire cabizbajo y se iba más cabizbajo aún después de que el encargado de la obra le dijera un “no” ladeando la cabeza. Una y otra vez obtenía la misma respuesta. Y siempre se decía en silencio “hay que seguir”, a la vez que apretaba los puños para que se aparecieran, como dibujados en el interior de su frente, los rostros de los niños y la sonrisa de la mujer que se sentaba a horcajadas sobre sus piernas cuando su abatimiento era excesivo. Conversaba con los teóricos que exponían previsiones de futuro en la televisión. Insultaba a los políticos, de cualquier tendencia, que prometían un nuevo paraíso. Arreciaba contra quienes mostraban signos de compasión hacia su situación. Y hubiera escupido a cualquiera de cuantos se atrevían a decir que la mayoría de los parados no querían trabajar porque estaban cobrando un montón de dinero sin madrugar, sentados en los sillones de sus casas. Menos mal que cuando los gritos del hombre cabizbajo retumbaban en exceso, aquella mujer capaz de cubrir su preocupación con una sonrisa acudía en su auxilio y le suministraba ese sencillo placer de evitarle el sufrimiento en soledad.
Cuando veo al hombre cabizbajo de mi pueblo, paseando o deambulando, aflora en mí el compañerismo hacia él. Más aún, siento que mi fraternidad hacia él me exige detenerme ante él para escuchar lo que quiere decirme, para compartir sus inquietudes y sus preocupaciones, para colaborar en que sus cuitas apenas le asedien. Va siendo tiempo de que toda competición entre humanos empiece a convertirse en colaboración mutua. Los abatidos parados, los cabizbajos desempleados y desesperanzados también tienen derecho a la luz, a levantar la cerviz para ver la claridad de los cielos en lugar de seguir doblegados viendo la oscuridad de los suelos. Los altivos gobernantes y los soberbios adinerados que, según pregonan ellos mismos, son los que crean empleos y trabajos, tienen el deber y la obligación de hacerlo para que los cabizbajos enderecen la cerviz y no se avergüencen de su situación. Si no lo hacen, por ineptitud o por codicia, merecen ser desposeídos de su poder y de sus bienes para que sean puestos al servicio de todos.
Se lo he planteado al hombre cabizbajo de mi pueblo. Me ha dicho que tengo razón. Incluso ha enderezado un poco la cerviz.
FDO. JOSU MONTALBAN