PROCÉS
CATALÁN: ¡… NI EL APUNTADOR!
La obra que se ha venido representando ha sido “El procés
catalán”. ¿Se trata de una comedia, una tragedia, quizás una tragicomedia, un
drama, o se ha quedado en una especie de opereta bufa, un sainete, o un
sencillo entremés? ¡Qué más da! Lo cierto es que la sala teatral en la que se
ha venido celebrando la sesión está siendo abandonada incluso por quienes
resultan imprescindibles en la representación. El elenco de actores está
quedándose en una sencilla muestra del que fue en el inicio de la obra, cuando
se alzó el telón. El attrezzo o utilería permanece allí, pero tan desocupado
como inútil. Las bambalinas cuelgan aún, ocultando lo poco vistoso y oscuro, y
dando vistosidad a los colores (principalmente el amarillo) que dan un sentido
especial a la obra. Todo permanece, pero el libreto está ahora mismo cerrado a
cal y canto, como si esperara que alguien viniera a escribir en sus páginas los
diálogos y guiones de la obra. Aunque se trata de una obra que se ha intentado
representar en ocasiones anteriores, da la impresión de que algunos factores
“extraños” han cubierto de moho las páginas a la vez que una pátina de olvido
ha cubierto la memoria de los actores.
¿Y el público? El público permanece en sus butacas, algo
asustado y muy poco esperanzado. Asiste ya sin entusiasmo porque la escena
inicial es ahora un escenario abandonado y huérfano, con un proscenio
deshabitado y la concha del apuntador vacía de bisbiseos y palabras
orientativas. El gran teatro, llamado a acoger una obra de gran trascendencia
com es “El procés catalán”, es un océano de dudas, un espacio vacío en el que
los espectadores se miran cada vez que los actores del elenco, uno a uno, van
saliendo a escena para anunciar a los asistentes que abandonan la
representación. Es bien cierto que el autor, o los autores de la obra, la
pergeñaron a modo de ensayo como si se tratara de llevar al teatro una quimera
imposible en su culminación, pero el público no para de mostrar su estupor ante
unos actores que huyen despavoridos de la escena y toman el camino de la calle
sin detenerse siquiera a saludar al respetable público ni ofrecer disculpas a
los asistentes al magno acontecimiento.
Primero fue el cartel de “no hay billetes” en las taquillas,
pero ahora ha quedado exhibido otro cartel que reza que “no hay función” en el
centro del escenario. Los espectadores más atrevidos silban. Hay quienes
únicamente hacen mohines de extrañeza que son, a la vez, interrogaciones. Y hay
también quienes se contentan con advertir a sus compañeros y compañeras de
butaca que “esto ya lo veía venir yo”.
¿Cómo es posible que actores, tan aguerridos como obstinados,
hayan renunciado a la representación? Sabían que la obra era controvertida, que
despertaba tanta curiosidad como peligro suscitaba, porque el teatro de la vida
también está sujeto a normas, y quien las transgrede corre el peligro de no ser
capaz de resistir ni sus propios impulsos heroicos. Poco a poco los actores han
ido saliendo de la escena tras prometer con la debida solemnidad que nunca más
prestarán sus voces ni sus presencias a unos diálogos inquietantes que puedan
llegar a sembrar discordias y organizar disputas excesivas en las inmediaciones
del teatro. Por si fuera poco el actor principal, el protagonista de la obra,
está a varios miles de kilómetros, paseando por las calles de Bruselas,
mientras el resto del elenco no para de declarar en los Tribunales de Justicia,
tan cercanos al teatro en que se anunció la función. Allá, en la capital
europea, cualquier frase que se diga por parte del protagonista sirve para
empavonarle aún más. Y más aún se empavona cuando recibe a los mismos
compañeros suyos a los que previamente dejó abandonados, que acuden a solicitar
su amparo y a hacer patente la ridiculez que está contenida en el libreto que
representan. El argumento es bastante descabellado; la puesta en escena
constituye un desordenado trajín de personajes indecisos y cobardes; el
desenlace no puede ser otro que un fracaso absoluto. El Teatro de títeres de
Puigdemont no da más de sí. Es una pena que el huracán provocado por la farsa
se vaya a llevar a Junqueras por delante, porque Oriol, a pesar de los pesares,
no es Puigdemont.
Ya solo queda que asome su cabeza el apuntador tras la
correspondiente concha ubicada en el escenario. Cuando lo haga, y vea el
escenario hueco y el patio de butacas vacío se cerciorará de que la obra “El
Procés Catalán” ha terminado. Entonces podrá coger sus bártulos y marchar a su
casa… Y si alguien le pregunta que qué queda de la maravillosa obra, podrá
responder con absoluta propiedad: “¡Nada… Ni el apuntador!”
FDO. JOSU MONTALBÁN