jueves, 31 de mayo de 2012


UN SARAPE DE MORTAJA
(Para Chavela Vargas)


Llovía mucho. A raudales. Por eso, quizás, la noche era más noche. En la radio sonaba una canción desgarradora. Las palabras caían como piedras despeñadas y en el alma se amontonaban las lascas desprendidas y esos granos de polvo que nos pasan desapercibidos. Cantaba Chavela Vargas.

...Y empezó a interesarme su vida tanto como su voz, porque su voz quebrada auspiciaba una vida completa; porque el hondo eco de su carraspeo anunciaba unos atardeceres turbulentos y unas noches tumultuosas entre multitudes conservadas en alcohol. Empezó a interesarme su vida porque el hondo erotismo de su canción me transportó al templo oculto de mis aberraciones, al que aún nadie ha accedido. Empezó a interesarme su cuerpo porque su ansiedad pedía a Macorina que posase su mano en un “aquí” que era todos los lugares de su morena piel. “Ponme la mano aquí, Macorina”, repetía resbalando la última “a” sobre su lengua rasposa. ¡Ay, cómo me hubiera gustado entonces conocer a Macorina!. ¡Oh, cómo me gustó, algunos años más tarde, conocer a Chavela!.

Desde entonces no he perdido ninguna oportunidad para encontrarme con Chavela. La he escuchado siempre que he podido y, cuando no la he escuchado durante bastante tiempo, no podía imaginar que estuviera bebiendo, sumergida en las ondas transparentes y temblonas del alcohol y la pesadez del sueño. Pero, ¿para qué hurgar en la miseria pasajera de una vida llena de sensibilidad y grandeza?. Ya lo ha dicho la propia Chavela: “¿Por qué no dicen que he cantado en los mejores teatros, que ya no bebo y que ahora soy un modelo de virtudes?”. Sin embargo, la vida deja secuelas en la piel de aquellos instantes que deseamos olvidar y que, por visibles, provocan que todo y todos nos recuerden el sufrimiento que desembocó en dolor.

Ahora Chavela deja de cantar en directo, pero el eco de sus interpretaciones vagabundea de un lado a otro buscando brazos ardorosos, besos extraviados, manos de Macorina que le trasladen a lechos de placer y felicidad. Ella ya espera la muerte mientras agota la vida. A nada teme ya, vencidos tantos trances amargos y difíciles. Ahora, aún está dispuesta a enriquecer su alma con esas cosas bellas que tanto abundan y tan poco se aprecian. “Ahora enriquezco el alma con el canto de los pájaros, el lloro de un niño y el vuelo de las mariposas”, ha dicho. ¿Y la muerte?. “La muerte debe ser muy bella porque nadie se ha devuelto de ella”. Bella y simple reflexión de quien ve a la muerte como un trance, cercano ó lejano, pero inevitable. Sana ocurrencia de una mujer que se sabe mortal pero no moribunda. Dulce afirmación de quien se anima a sí misma y está de vuelta de casi todo.

Chavela se siente avizorada por dos señoras lujosas y graves. La Vida y la Muerte se acechan mientras Chavela enriquece su alma y, como ellas, espera. Ella es la tercera en discordia. Ama a la Vida y no odia a la Muerte. Tal vez también ama la Muerte porque en algún tiempo asqueó la Vida. Lo seguro es que las tres viven empeñadas en cerrar un triángulo mágico en el que brotan los recuerdos y refulge la memoria. “Ahora la vida está esperando que la muerte llegue, y la muerte está esperando que la vida se vaya”, ha resumido Chavela.

La recuerdo con su sarape de colores chillones algunos meses después de aquella noche en que llovía tanto. Abría los brazos bajo las luces ardorosas del escenario y desplegaba las rayas de su sarape, de lanas saltarinas y ásperas. En lo alto del sarape brillaban sus ojos blanquecinos en medio de su tez cetrina y arrugada. Bajo la frazada de lana revoloteaban, certeras, las manos de Macorina posándose en las convexidades y concavidades de su cuerpo. Recuerdo que el escenario estalló en luz y el sarape alcanzó su plenitud cromática justo cuando Chavela apuró la voz, mandando a Macorina “ponme la mano ¡aquí!”. Inclinó la cabeza y salió a los camerinos a abrazarse con Macorina.

Pero ahora que conozco sus deseos, pido a la Providencia o al destino que sean fieles a sus palabras. Ella ha dicho de sus sarapes: “... esos morirán conmigo. El día que me entierren me los ponen. Me los ponen... ¡de mortaja!”. Pido a las divinidades que busquen en la memoria de mis ojos aquel sarape... ¡Pónganselo de mortaja!.

JOSU MONTALBAN