lunes, 4 de junio de 2012


EL  FÚTBOL

¡Oh, el fútbol! Mueve masas y, de tanto mover masas, ha dejado de ser un deporte para convertirse en un espectáculo. Como casi todos los espectáculos que no son improvisados ha incorporado como uno de sus objetivos la caja, es decir el dinero. Si no hay dinero suficiente no se pueden contratar jugadores virtuosos, peor aún, cuando surge algún malabarista del balón se ve tentado por quienes le reclaman con la añagaza del dinero y normalmente quiebra su voluntad para llevarle a mostrar sus malabarismos y habilidades a otros parajes. Sí, dirá que se va con pena, que está muy agradecido a todos los que le ayudaron a aprender, y se irá con la mano abierta apoyada sobre el pecho. Esa será su más ostensible muestra de agradecimiento.

El fútbol es un espectáculo total. Del mismo modo que en los circos romanos, el gradería es cerrado y circular. Da la impresión de que los asientos más costosos y mejor situados dan cobijo a los aficionados más medidos y educados, pero no. El fútbol transforma los comportamientos, y no es extraño que, por ejemplo, un pianista acostumbrado a mover los dedos con la máxima destreza sobre las teclas alineadas, siempre mostrando un rostro asequible de condescendencia y ternura, apriete los puños enarbolados mientras vocifera sin ritmo ni cadencia ante la injusticia de un penalty no pitado o la contrariedad de un gol errado cuando su delantero estaba en las mejores condiciones. El fútbol es un espectáculo democrático: sus reglas han de ser acatadas, los jueces no admiten que sus veredictos sean contradichos, los futbolistas –sean virtuosos u obreros del balón- han de rendir sus apetencias individuales al interés colectivo del equipo al que pertenecen, los hinchas pueden gritar con mayor o menor intensidad pero solo pueden hacerlo desde su asiento, y a la vez que contemplan el espectáculo se ven bombardeados por una publicidad halagüeña e inmisericorde que les agrede desde todos los rincones del estadio.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? A lo largo de mi vida, en buena parte dedicada al fútbol, he sido testigo de grandes cambios, no tanto en el fútbol entendido como deporte, como en el espectáculo en que se ha convertido. Al simple hecho de manejar un balón con los pies para introducirlo en un rectángulo debidamente señalado se le han ido añadiendo buena cantidad de aditamentos que, poco a poco, han justificado las astronómicas cifras de dinero que cobran los astros del balón. Sí, no faltará quien me diga que también hay equipos de fútbol en pueblos pequeños donde los futbolistas no cobran, incluso pagan, por jugar y competir. Pero no los habría si a pocos kilómetros no hubiera algún equipo considerado grande al que desear llegar; ni los habría si los televisores no se pasaran la mañana, la tarde y la noche mostrando las hazañas de los elegidos: los messys, los cristianos, los drogbas, los llorentes…

Pero el fútbol no fue eso. Las enciclopedias en las que se le describe se han olvidado de que antes de ser un espectáculo, y antes de ser un deporte, y antes de obedecer a un modo de ejercitar una actividad física, solo fue un entretenimiento. Imagino a un muchacho en cualquier lugar del Planeta, caminando cabizbajo, quizás sumergido en sus más recónditos pensamientos, que vio una piedra en el camino y la pateó. Le resultó divertido. Pateó después más piedras, desordenadamente, hasta que una de ellas fue a golpear en un lugar concreto con un sonido algo estridente que llamó su atención. A partir de entonces ya no pateaba las piedras desidiosamente sino con la intención de que golpearan en algún sitio concreto. Se lo contó a sus amigos, organizó sencillos concursos de puntería y pensó en que esos concursos podían enfrentar pacíficamente a muchachos de diferentes poblados, que reunieron a sus competidores, y así sucesivamente. El fútbol pudo haber sido eso mucho antes de ser lo que hoy es, aunque quizás tuviera otro nombre. El fútbol fue un simple juego, y sería bueno que volviera a ser tal. ¿Qué es sino un juego atrevido lo que desarrolla Messy zigzagueando, burlando a cuantos salen a su encuentro con sus hábiles piececitos, y engañando a ese último recurso al que se permite utilizar las manos, que es el portero, antes de meter el gol? ¿Qué es sino un juego de niños empecinados lo que ejecuta Cristiano cuando emprende desesperadamente el camino hacia el arco contrario, detrás del balón que previamente ha impulsado y controla con sus propios ojos desorbitados? ¿Qué es sino un juego infantil esa lucha titánica de Llorente para zafarse de obstáculos y agarrones, sin olvidar el único objetivo encomiable que es meter el gol?

Ya no. Ya el fútbol es un espectáculo en el que los bufones no son seres estrafalarios ni diezmados por la Naturaleza, sino potentados muchachos que cobran siempre en talones bancarios rellenos con extravagantes cifras. Los estadios no han sido construidos con ansia de posteridad, sino pensando que desde el primer instante han de servir para aposentar a cuantas más personas capaces de pagar su derecho a presenciar el espectáculo. Los estadios solo serán auténticos monumentos en boca de los fanáticos hinchas, pero no por la forma o estilo de sus columnas o arcos sino por las glorias que vivieron en ellos, por los goles que presenciaron o los gritos inconmensurables que profirieron en ellos.

Mientras sus ídolos vivían y protagonizaban ese “orgasmo del fútbol” que, según Eduardo Galeano, es el gol, ellos agitaron banderas, vocearon como posesos intentando amedrentar al árbitro y a los futbolistas del equipo contrario, si ello fuera posible. Mientras sus ídolos les liberan de las cargas y preocupaciones cotidianas, alzándoles a lomos de la victoria, ellos se saben protagonistas de un espectáculo estentóreo e incomprensible que trasciende los muros del estadio, se eleva en volutas hacia los cielos y desarbola la incierta cordura de los dioses que también han bajado a admirar la gloria.

Quienes escuchan las voces que se producen en el estadio están viendo también la contienda. No escuchan el pitido del árbitro que decreta el penalty, pero sienten la pena de quienes exhalan un suspiro de desasosiego, convencidos de que el penalty es un gol prematuro. No ven el gol, ni el brazo del juez que lo consagra, pero igualmente se entusiasman con ese grito redondo, “goool”, que se expande como una bomba. El fútbol es un juego entretenido, un deporte bello, una competición contundente y un espectáculo casi divino. No debería ser más cosas, aunque los vulgares quieran convertirlo en algo más. Su símbolo es un balón: redondo, sin esquinas, capaz de girar endemoniadamente, de botar y rebotar, sumiso y travieso, tierno al tacto, huidizo, planetario, tan fatal como genial…

Fdo.  JOSU  MONTALBAN