EL FÚTBOL
¡Oh,
el fútbol! Mueve masas y, de tanto mover masas, ha dejado de ser un deporte
para convertirse en un espectáculo. Como casi todos los espectáculos que no son
improvisados ha incorporado como uno de sus objetivos la caja, es decir el
dinero. Si no hay dinero suficiente no se pueden contratar jugadores virtuosos,
peor aún, cuando surge algún malabarista del balón se ve tentado por quienes le
reclaman con la añagaza del dinero y normalmente quiebra su voluntad para
llevarle a mostrar sus malabarismos y habilidades a otros parajes. Sí, dirá que
se va con pena, que está muy agradecido a todos los que le ayudaron a aprender,
y se irá con la mano abierta apoyada sobre el pecho. Esa será su más ostensible
muestra de agradecimiento.
El
fútbol es un espectáculo total. Del mismo modo que en los circos romanos, el
gradería es cerrado y circular. Da la impresión de que los asientos más
costosos y mejor situados dan cobijo a los aficionados más medidos y educados,
pero no. El fútbol transforma los comportamientos, y no es extraño que, por
ejemplo, un pianista acostumbrado a mover los dedos con la máxima destreza
sobre las teclas alineadas, siempre mostrando un rostro asequible de
condescendencia y ternura, apriete los puños enarbolados mientras vocifera sin
ritmo ni cadencia ante la injusticia de un penalty no pitado o la contrariedad
de un gol errado cuando su delantero estaba en las mejores condiciones. El
fútbol es un espectáculo democrático: sus reglas han de ser acatadas, los
jueces no admiten que sus veredictos sean contradichos, los futbolistas –sean
virtuosos u obreros del balón- han de rendir sus apetencias individuales al
interés colectivo del equipo al que pertenecen, los hinchas pueden gritar con
mayor o menor intensidad pero solo pueden hacerlo desde su asiento, y a la vez
que contemplan el espectáculo se ven bombardeados por una publicidad halagüeña
e inmisericorde que les agrede desde todos los rincones del estadio.
¿Cómo
hemos llegado hasta aquí? A lo largo de mi vida, en buena parte dedicada al
fútbol, he sido testigo de grandes cambios, no tanto en el fútbol entendido
como deporte, como en el espectáculo en que se ha convertido. Al simple hecho
de manejar un balón con los pies para introducirlo en un rectángulo debidamente
señalado se le han ido añadiendo buena cantidad de aditamentos que, poco a
poco, han justificado las astronómicas cifras de dinero que cobran los astros
del balón. Sí, no faltará quien me diga que también hay equipos de fútbol en
pueblos pequeños donde los futbolistas no cobran, incluso pagan, por jugar y
competir. Pero no los habría si a pocos kilómetros no hubiera algún equipo
considerado grande al que desear llegar; ni los habría si los televisores no se
pasaran la mañana, la tarde y la noche mostrando las hazañas de los elegidos:
los messys, los cristianos, los drogbas, los llorentes…
Pero
el fútbol no fue eso. Las enciclopedias en las que se le describe se han
olvidado de que antes de ser un espectáculo, y antes de ser un deporte, y antes
de obedecer a un modo de ejercitar una actividad física, solo fue un
entretenimiento. Imagino a un muchacho en cualquier lugar del Planeta,
caminando cabizbajo, quizás sumergido en sus más recónditos pensamientos, que
vio una piedra en el camino y la pateó. Le resultó divertido. Pateó después más
piedras, desordenadamente, hasta que una de ellas fue a golpear en un lugar
concreto con un sonido algo estridente que llamó su atención. A partir de
entonces ya no pateaba las piedras desidiosamente sino con la intención de que
golpearan en algún sitio concreto. Se lo contó a sus amigos, organizó sencillos
concursos de puntería y pensó en que esos concursos podían enfrentar
pacíficamente a muchachos de diferentes poblados, que reunieron a sus
competidores, y así sucesivamente. El fútbol pudo haber sido eso mucho antes de
ser lo que hoy es, aunque quizás tuviera otro nombre. El fútbol fue un simple
juego, y sería bueno que volviera a ser tal. ¿Qué es sino un juego atrevido lo
que desarrolla Messy zigzagueando, burlando a cuantos salen a su encuentro con
sus hábiles piececitos, y engañando a ese último recurso al que se permite
utilizar las manos, que es el portero, antes de meter el gol? ¿Qué es sino un
juego de niños empecinados lo que ejecuta Cristiano cuando emprende
desesperadamente el camino hacia el arco contrario, detrás del balón que
previamente ha impulsado y controla con sus propios ojos desorbitados? ¿Qué es
sino un juego infantil esa lucha titánica de Llorente para zafarse de
obstáculos y agarrones, sin olvidar el único objetivo encomiable que es meter
el gol?
Ya
no. Ya el fútbol es un espectáculo en el que los bufones no son seres
estrafalarios ni diezmados por la Naturaleza, sino potentados muchachos que
cobran siempre en talones bancarios rellenos con extravagantes cifras. Los
estadios no han sido construidos con ansia de posteridad, sino pensando que
desde el primer instante han de servir para aposentar a cuantas más personas
capaces de pagar su derecho a presenciar el espectáculo. Los estadios solo
serán auténticos monumentos en boca de los fanáticos hinchas, pero no por la
forma o estilo de sus columnas o arcos sino por las glorias que vivieron en
ellos, por los goles que presenciaron o los gritos inconmensurables que
profirieron en ellos.
Mientras
sus ídolos vivían y protagonizaban ese “orgasmo del fútbol” que, según Eduardo
Galeano, es el gol, ellos agitaron banderas, vocearon como posesos intentando
amedrentar al árbitro y a los futbolistas del equipo contrario, si ello fuera
posible. Mientras sus ídolos les liberan de las cargas y preocupaciones
cotidianas, alzándoles a lomos de la victoria, ellos se saben protagonistas de
un espectáculo estentóreo e incomprensible que trasciende los muros del
estadio, se eleva en volutas hacia los cielos y desarbola la incierta cordura
de los dioses que también han bajado a admirar la gloria.
Quienes
escuchan las voces que se producen en el estadio están viendo también la
contienda. No escuchan el pitido del árbitro que decreta el penalty, pero
sienten la pena de quienes exhalan un suspiro de desasosiego, convencidos de
que el penalty es un gol prematuro. No ven el gol, ni el brazo del juez que lo
consagra, pero igualmente se entusiasman con ese grito redondo, “goool”, que se
expande como una bomba. El fútbol es un juego entretenido, un deporte bello,
una competición contundente y un espectáculo casi divino. No debería ser más
cosas, aunque los vulgares quieran convertirlo en algo más. Su símbolo es un
balón: redondo, sin esquinas, capaz de girar endemoniadamente, de botar y
rebotar, sumiso y travieso, tierno al tacto, huidizo, planetario, tan fatal
como genial…
Fdo. JOSU
MONTALBAN