DOCTOR AREILZA, EL MEDICO DE LOS MINEROS
“Los personajes de los mejores retratos están en su mundo,
en su tiempo, en aquellos años de nuestra amputada edad,
pero también en este, en el ahora mismo”
(Antonio Muñoz Molina, Diciembre 2007)
Mientras me documentaba para escribir el libro “El Doctor Areilza: el médico de los mineros”, -que forma parte de la cuidada y bella colección “Bilbainos Recuperados”, editado por Muelle de Uribitarte Editores, bajo el patrocinio de la Fundación Bilbao 700, del Ayuntamiento de Bilbao-, Muñoz Molina publicó un artículo en un diario nacional, del que destacaba el texto con que inicio este artículo, y también el libro recientemente publicado. La acertada precisión de Muñoz Molina me lleva a una inevitable pregunta respecto del personaje de mi libro: ¿qué tipo de personaje sería el Doctor Areilza en este tiempo, ahora mismo?
No son, ciertamente, éstos como aquellos tiempos en los que el Doctor vivió, quizás porque no es posible que los tiempos se repitan, pero el bilbaino Enrique Areilza hubiera estado presente en todos los ámbitos de la ciudad y de la sociedad como lo estuvo entonces, reconduciendo la filantropía de los acaudalados patronos mineros en beneficio de quienes, llegados de todos los lugares vascos y regiones españolas, pusieron su sudor, su fuerza, su integridad y su vida incluso, al servicio de aquellas fortunas. De ese modo estaban aportando cuanto estaba en sus manos al crecimiento de Bilbao y Vizcaya en una época en que se estaban fijando las bases de la Economía vizcaína y vasca que ha sobrevivido hasta hace bien pocos años.
El periplo vital del Doctor discurrió en tiempos difíciles. Las entrañas de la tierra tintineaban entonando la sinfonía de la avaricia. A la llamada de la fortuna acudieron los acaudalados de la Villa dispuestos a trepanar la corteza de la tierra vizcaína. Era muy antigua aquella llamada. Los tomos de la Historia Natural de Plinio relataban los signos de la abundancia en aquellos montes de Triano donde iba a ser instalado el primer Hospital Minero, justo al lado de las minas, para el que fue elegido el Doctor Areilza como Director. Era el comienzo de 1981 cuando partió desde su querido Bilbao a aquella tierra roja de Triano. Le esperaban veinte años de trabajos a las órdenes de aquellos patronos que, alertados por los excesivos accidentes producidos en los tajos y por sus consecuencias, sentían perjudicadas su economía y su moral en exceso.
Enrique Areilza inició su travesía con escasa experiencia. Recién llegado de París, donde había culminado sus estudios cursados en Valladolid, los patronos mineros le eligieron entre varios aspirantes, movidos por las alabanzas de algún profesor del Doctor por la intuición de que su inexperiencia se tradujera en la práctica en un director moldeable, maleable y fácil de manejar, pero Areilza no podía caer en tales errores después de haber vencido incluso la resistencia de su madre para aceptar el cargo. Ella, que era una mujer de carácter fuerte, quería un hijo de postín, quizás un honoris causa o un doctor que platicara en las conferencias y simposios internacionales, en lugar de un médico dispuesto a calzar sus botas para bajar a las entrañas de la tierra en busca de heridos poco avezados quizás o miserables.
Le habían llamado para curar a los accidentados, intervenir quirúrgicamente a los más dañados y ayudar a vivir posteriormente a quienes quedaban impedidos para el trabajo en las minas, pero sus reivindicaciones ante ellos siempre pusieron su acento en aspectos menos científicos, mucho más humanos. “Nuestros anhelos deben dirigirse a suprimir los trabajos intensivos y a aumentar los salarios”, repetía constantemente en las mesas de los patronos. Ciertamente sus conocimientos podían atenuar los rigores y consecuencias de un accidente pero había siempre un empeño previo en su mente: conforme comprobó que aquel Hospital se quedaba pequeño por la proliferación de heridos requirió con urgencia que había que humanizar las condiciones en que trabajaban y vivían aquellas personas.
Desde la ventana de su despacho, en lo más alto del hospital, veía como se iban desarrollando las faenas: los jornaleros picaban sin descanso apenas separados por un par de metros, apresurándose en exceso en llenar los vagones quienes trabajaban a tarea, extenuados por la fatiga los que llevaban demasiadas horas trabajando, quienes trabajaban sometidos a jornada laboral rígida. Desde la distancia sentía el agotamiento de aquellos forzados y el riesgo de morir víctimas de una voladura, un desprendimiento o el golpe del pico de algún compañero despistado. Las frases del Doctor Areilza empezaron a ser lapidarias para sus patronos: “¡Estos hombres vienen aquí a trabajar y a vivir! ¡No vienen a morir!”, repetía. Y alertaba a sus acaudalados protectores: “Con lo estudiado no basta. La Medicina puede curar los males y aliviar a los accidentados, pero no curará jamás ni la codicia ni las ansias desmedidas”.
No le bastaba al Doctor con observar desde su atalaya. Con frecuencia se calzaba sus botas altas (el calzado que utilizó con más frecuencia durante su estancia en Triano) y salía a caminar por los poblados mineros. En ellos veía las carencias más básicas, las condiciones higiénicas de aquellas viviendas insalubres en las que cualquier enfermedad encontraba su mejor hábitat: falta de agua, ausencia de retretes y excusados, “camas calientes” que permanecían ocupadas durante las 24 horas del día, hacinamiento, habitaciones compartidas por adultos, ancianos y niños sin discriminación de sexos. Su misión, más allá de la específica como médico, pasaba por la humanización de aquellos lugares. Por otra parte sus acendradas convicciones morales estaban basadas en una inquietud por la formación cultural que le llevó a crear una tertulia en la Fonda Arrien en la que se hospedaba, donde se discutía sobre todos los asuntos. Desde allí procuró mejorar las condiciones de vida de aquellas familias humildes atribuladas por la escasez y, por su fuera poco, por una epidemia de cólera que se extendió con especial virulencia en aquellos núcleos en que las condiciones de vida eran las más propicias para la epidemia.
Su fama como cirujano alcanzó niveles muy importantes. Además de su experiencia en el Hospital Minero sus múltiples viajes por el extranjero no solo le sirvieron para compartir conocimientos y perfeccionar nuevas técnicas, sino también para hacerse con la tecnología más avanzada, de la que se hacía sin contar con la decisión de los patronos, determinando que si ellos no estaban dispuestos a mejorar la dotación instrumental del hospital, sería él mismo el que corriera con los gastos.
A su afán viajero unió sus dotes como organizador y su autoridad. De todos los estamentos vizcaínos era requerido para poner en funcionamiento servicios y proyectos nuevos. Dirigió los trabajos de coordinación para aislar y erradicar la peste de cólera de Vizcaya y, posteriormente, encabezó el equipo de políticos y facultativos que instauró el Hospital de Basurto. Fue más tarde la creación del Sanatorio para Niños Tuberculosos en las dunas de Górliz. No llegó a materializarse en su totalidad la Escuela para lisiados y tullidos que diseñó por mandato de Indalecio Prieto. Sí, por iniciativa exclusivamente suya la creación del Sanatorio Bilbaino que más tarde cedería a sus compañeras infatigables, las Siervas de Jesús. Su gran espina fue no conseguir una Universidad pública para Bilbao. Muchas de sus iniciativas perseguían que eso fuera una realidad. Lo hubiera logrado fácilmente si hubiera renunciado a algunos de sus principios o los hubiera transgredido siquiera temporalmente. Durante la dictadura de Primo de Ribera fue llamado a ocupar la Alcaldía de su pueblo, Portugalete, pero rechazó el ofrecimiento. Algunos meses después recibió la negativa del gobierno para la creación de la Universidad pública en Bilbao.
He preferido hacer hincapié en el aspecto en que su actividad fue más eficaz, pero Enrique Areilza fue un bilbaino comprometido con su tiempo. Nada le era ajeno de aquella sociedad compleja en la que liberales y carlistas andaban a la greña. Educado en un hogar estricto en el que la tradición era una ley inviolable, vivió su niñez en el corazón del conflicto. San Francisco, donde nació y vivió, y Bilbao la Vieja daban cobijo a gentes llegadas de muy lejos a trabajar, o a vivir de los que trabajaban. Su madre y sus familiares más directos (tras la pronta muerte de su padre) solo le dictaban sentencias de sublime religiosidad para preservarle de la epidemia maketa que llegaba a trabajar en las minas y en la prostitución. La explosión económica traía consigo riesgos porque los obreros, faltos de disciplina familiar por vivir muchos de ellos desplazados, hacían su vida en los bares, nublados por el alcohol y enfervorizados por el sexo y la prostitución. La niñez del Doctor Areilza discurrió allí, en aquel ambiente que su madre Ramona detestaba.
De aquella confusión y aquella euforia ante la abundancia surgieron comportamientos e impulsos políticos. Los patronos quisieron dirigir los destinos políticos desde una formación paternalista llamada La Piña. Compraban votos y ocupaban puestos políticos con el único objetivo de hacer medrar sus empresas. Desde sus palacetes en el borde del mar, venían a las casonas del Campo Volantin bilbaino donde habían instalado sus oficinas, para dirigir sus negocios y ver los barcos que transportaban sus mercancías, a través de la ría, hacia Francia o Inglaterra. El nacionalismo vasco emergía de la mano de Sabino Arana, hijo de carlistas, que juzgaba como un peligro la invasión de aquellos llegados de fuera, tildados como maketos. Y Pablo Iglesias ya había atisbado que Vizcaya era el lugar ideal para extender el ideario socialista del PSOE que había fundado en Madrid. Perezagua , un toledano radical en ideas y formas, fue el enviado por Iglesias con tan encomiable misión.
Eran también tiempos de esplendor cultural de Bilbao. Cuando el Doctor Areilza abandonó Triano como lugar de residencia para instalarse en Bilbao, la villa bullía. Liceos, sociedades culturales, bancos, centros de negocios, asociaciones, cámaras y centros de todo tipo de relaciones sociales afloraron por doquier. Los Cafés, ornados con señorío y elegancia, cobijaron reuniones y tertulias que convirtieron Bilbao en una ágora. El Doctor Areilza fundó y mantuvo varias tertulias en las que participaban los bilbainos más ilustres, entre ellos, el Rector Miguel de Unamuno, con el que el Doctor mantuvo siempre una relación de amistad y rivalidad basada en equilibrios hábilmente calculados.
Da para otro artículo como éste referir buena parte de esa vida pública que hizo del Doctor Areilza uno de los bilbainos más insignes de su tiempo. (Seguro que en números posteriores de este BILBAO podré extenderme en esa faceta que completa mi libro). El Doctor Areilza escribió poco, principalmente en forma de cartas, pero su escritura firme y directa, alejada de parabienes y condescendencias, hace de sus cartas auténticos legados en los que queda patente su autenticidad.
Aunque las obras literarias dejan de ser de quien las ha escrito para ser de quien las lee, me permito advertir antes de soltar amarras al libro “Doctor Areilza, el Médico de los Mineros”, que nunca ha pretendido ser una biografía. Es más bien una recreación de un personaje insigne que me ha permitido abrir mi pecho y mi mente a los lectores mediante esa especie de disección de la vida del Doctor Areilza, que es el libro.
Fdo. JOSU MONTALBAN