EL PESO DEL TIEMPO
Hallábame admirando las bellas obras “arquitectónicas” que exponían los agricultores, en una de esas ferias que proliferan en los pueblos vascos, que pretenden mostrar cuanto tiene que ver con nuestras gentes del campo. Antes había admirado los más variados productos: pimientos gigantescos, patatas de formas caprichosas, gallinas autóctonas con plumas hasta en las patas, quesos artesanos, panes sabrosísimos, flores vistosas junto a flores menos vistosas, txacolis de todos los colores y setas que complacen el paladar más exigente compartiendo lecho con otras tan letales como una leve sospecha del inspector Gachet. Hallábame en ese trance cuando le ví cruzar la plaza con un bastón oscuro envuelto aún en un plástico transparente.
Conozco a ese Hombre desde hace poco menos de medio siglo. Por eso me sorprendió verle con el bastón sin estrenar en la mano. Si hubiera sabido de sus intenciones, le hubiera regalado uno de los veinte bastones, -algunos de ellos, artísticos-, que integran mi humilde colección. Conozco bien la integridad de ese Hombre, su sentido de la hombría, su fortaleza e incluso esa debilidad que casi todos los humanos ocultamos tras un falso halo de fiereza y valentía. Conozco bien su austeridad, rayana con la tacañería, que no le hubiera permitido jamás comprar un bastón para una colección ni siquiera para adornar un rincón de su casa. Por todo esto me sorprendió verle con el bastón empaquetado cruzando entre los mirones sin mirar a nadie.
El ha conocido el doble de calendarios que yo. Su cuerpo delata este detalle nada accesorio. Por eso a casi nadie sorprendía que, dada su vejez, cruzara la plaza encorvado, pero no cabizbajo, y ensimismado en sus pensamientos, pero no taciturno. Pero a mí sí me sorprendió, porque mientras yo he ido madurando él ha ido acorchándose; mientras yo he ido haciendo méritos para presentarlos no sé dónde, él ha ido reuniendo los méritos hechos como si supiera ya donde tiene que presentarlos. De pronto la visión de ese Hombre apoyado en el bastón golpeó mi conciencia y alertó mi sensibilidad. ¡Cómo no pude comprender antes que un casi nonagenario podría necesitar cualquier día de un bastón sólo para transportar tanta vida, tanto sudor, tanto esfuerzo y tantas vivencias!. ¡Cómo he podido olvidar que un bastón es, sobre todo, un instrumento que ayuda a soportar el peso del paso del tiempo, aunque pueda ser artístico y coleccionable!.
En mi colección de bastones hay varas de mando, cachavas de monte, cayados de pastor, porras de vaquero montañés y estilizadas piezas propias de aristócratas caprichosos. Cualquiera de ellos hubiera evitado que ese Hombe austero se viera obligado a un dispendio de más de mil pesetas que, surgidas de su cartera, le habrán dolido también en el alma...., pero la vida pesa y las piernas que trasladan cada humanidad precisan complementos. Además ese Hombre austero no desea ya mandar, ni subir al monte, ni cuidar ganado, ni presumir de gentleman. Sólo desea vivir, apoyar sus ochenta kilos sobre el bastón y, de vez en cuando, desperezar un sueño sobre la curvatura de la manija acompañándose de sus manos y sus recuerdos... Y porque sólo precisaba eso, su bastón es clásico, nada complicado.
Aún no les había dicho que ese Hombre es mi padre.
Mi hija, que apenas acaba de acceder a la vida de los adultos con sus 19 años, no dedica un sólo segundo a mirar ó admirar mis bastones. Es lógico. El bastón de su abuelo es, a su vez, lógico para ella. “Si lo necesita y anda mejor con él...”, suele desdramatizar. Y yo que estoy en el espacio intermedio en que empieza a ennegrecer el futuro y la vida a convertirse en alarmante rutina, comienzo a reflexionar en torno a dos inquietudes: ¿Será mi colección de bastones una provocación ante el paso del tiempo?. ¿Será el bastón de mi padre una premonición para mí?. Entre la vacuidad de un lujo (mi colección de bastones lo es) y la plenitud de una necesidad (el bastón de mi padre representa eso precisamente), el peso del paso del tiempo me hace reflexionar sobre la realidad que nos va encorvando y desluciendo hasta que no reflexionamos más y apoyamos toda nuestra humanidad en un bastón de cerezo, de brezo o de caoba que nos convierte en aristócratas auténticos.
JOSU MONTALBAN