LOS TRABAJADORES OCIOSOS
Bien mirado sólo existen los trabajadores, sin más. El trabajo es el único bien que libera económicamente y redime moralmente. Pero para que esto ocurra el trabajador ha de estar pagado suficientemente y ha de trabajar en unas condiciones saludables y seguras. Si no se dan ambas condiciones el trabajo constituye un castigo divino, -“ganarás el pan con el sudor de tu frente”, dijo Dios a Adán como respuesta a una falta cometida que nada tenía que ver con incumplimientos laborales anteriores-, o un suplicio mundano que atosiga por igual a unos y a otros solo porque las normas que se aplican al trabajo las elaboran los patronos y no los trabajadores.
Sin embargo el trabajo parece ser lo único que legitima a los humanos. Quienes huyen del trabajo, quienes lo evitan voluntariamente, son indignos como personas humanas: sus conductas merecen el descrédito más absoluto, el escarnio público. No solo son ociosos sino que son holgazanes y vagos que en otro tiempo incluso merecieron una Ley que les castigara, la famosa Ley de Vagos y Maleantes. Sin embargo, habrá que modificar nuestras impresiones y convicciones respecto a quienes “no trabajan”, porque son muchos, demasiados, los que no trabajan porque no tienen dónde, y porque son aún muchos más los que trabajan en condiciones indignas e inhumanas, percibiendo salarios de miseria, ocupándose durante jornadas interminables, no dotándose de las suficientes medidas de seguridad que eviten riesgos y accidentes, o desprovistos de todo plan de ahorro o previsión que les ampare cuando lleguen a la edad provecta o de jubilación.
Urge, en principio, modificar el catálogo de las definiciones. Sobre todo cambiar aquellas definiciones que son usadas con cierto sentido subliminal y destinadas a conseguir objetivos, en buena medida, espurios. Porque si “vago” era según el diccionario “una persona sin oficio ni beneficio”, bien se ve que a sensu contrario serán los más trabajadores, -o los menos vagos-, quienes obtengan los mayores beneficios. ¿Es esto cierto? ¿Acaso no hay personas con copiosísimas fortunas, y por tanto abundantísimos beneficios, que viven holgando, a lomos de lujosísimos yates que navegan los mares de la Tierra y, por tanto, no trabajan? ¿Son vagos, acaso, esos activos aventureros que por todo esfuerzo solo culminan el de atar los cabos de sus embarcaciones de recreo a la llegada de cualquier puerto del Mediterráneo, mientras esperan las noticias de sus agentes financieros? Es decir, que hay vagos acaudalados e, incluso, que la forma menos escandalosa de ser vago es la de los que tienen dinero para poder pagar y ocultar su holgazanería.
Habrá también que definir de otro modo el término “maleante”, porque ya no se pueden unir indefectiblemente la idea de “desempleado” y “perverso”, que es la acepción más normal del término “maleante”. No cabe aceptar que los casi seis millones de españoles que acuden a las oficinas del paro en demanda de ayudas, subvenciones o subsidios sean vagos, porque si acuden lo hacen, precisamente, porque desean abandonar esa situación que no les depara otro beneficio que su pobreza y su miseria. Y menos aún tacharles de perversos, malos o malignos, ni siquiera aunque se diera la circunstancia de que recurrieran a la picaresca para mitigar el excesivo rigor de sus carencias. No obstante, los acomodados no cejan en achacar a los parias una parte muy importante de responsabilidad en sus mismas desventuras. Los más atrevidos, cuando conversan con osados como ellos, se permiten criticar gratuitamente a los ociosos, a los que tachan de flojos o de poco ambiciosos, de acomodaticios y de asumir su situación con resignación e, incluso con delectación.
La misión de este artículo no es abordar ese que los políticos y los economistas se empeñan en considerar el problema más crucial de nuestros días, es decir, el paro. Pero sí es atajar otra cuestión, como es la lectura que muchas personas hacen del comportamiento de quienes sufren el paro, a las que en muchas ocasiones se les suele tildar de descuidados como poco. Muchas veces se les imputa la terrible falta de no buscar con suficiente intensidad un nuevo trabajo, de alargar sin límite el cobro de los subsidios, de huir del trabajo. A quien no trabaja le caen sobre el lomo todas las imputaciones: vago, perezoso, holgazán, haragán, remolón, zángano, indolente, negligente… Y por si un fuera suficiente se da un paso adelante y se le imputan otros comportamientos nefastos que les convierten en delincuentes, malvados, malignos, bribones y granujas, Tampoco faltan los que acusan a los holgazanes de comportamientos incívicos que dan un mal ejemplo a los demás. Como quiera que no tienen nada mejor que hacer, salvo buscar un lugar en el que trabajar (y esos lugares nadie sabe realmente dónde encontrarlos), suelen ser personas que vagabundean sin otro objetivo que dejar pasar el tiempo, contemplar el paisaje o autocomplacerse compartiendo con un vaso de morapio sus tristes cuitas. ¡Ay! Esa es la perdición. Cuando los parados recurren a entretener sus preocupaciones y su tedio apoyando los codos en el mostrador de una taberna para dar cumplida respuesta a sus tribulaciones y pensamientos, es cuando firman su sentencia: son vagos.
Como cuando fue promulgada la famosa Ley de Vagos y Maleantes, allá por el año 1933, cada vez es más patente ese rebaño de gentes que abarrotan las plazas, que van y vienen, que pasean sin rumbo ni destino, esperando que el tiempo pase sin agobiarlos en exceso. Curiosamente la evolución de los tiempos va ubicando a cada cual en su lugar. Ahora que los líderes políticos, económicos y sociales saben que un parado ocioso lo es porque el sistema es no solo imperfecto, sino profundamente inhumano, guardan silencio y evitan culpabilizar a los parados de su ocio, pero no se esmeran demasiado en definir el paro como lo que es en realidad, la actividad de los que no trabajan, o mejor, el ejercicio noble de quienes no cobran por trabajar. ¿Acaso dar vueltas en la mente a las preocupaciones no es un trabajo, no es una penalidad? La Ley de vagos y maleantes fue aprobada por consenso de todos los grupos políticos durante la Segunda República, y tenía la condición de Ley preventiva cuyo objetivo era evitar que los ociosos mendigasen o delinquiesen. Pero los tiempos han cambiado, y solo treinta años después la ley abordó unas nuevas disciplinas y adoptó un nuevo nombre: ley de peligrosidad y rehabilitación social, aunque estaba destinada al mismo colectivo y al mismo tipo de comportamientos.
¿Y hoy qué? Hoy que no hay trabajo para todos, que el trabajo disponible no se reparte equitativamente entre todos; hoy que las muestra más importante de éxito social consiste en ganar cuanto más trabajando cuanto menos, porque eso es a la postre la más evidente muestra de productividad, conviene educar a las generaciones futuras para que tengan una actitud respetuosa y convencida de que la vida es noble y respetable al margen del trabajo que se desarrolle o del ocio que se disfrute. En España hay más de cinco millones de parados o desempleados que merecen ser mirados con aquiescencia y no con rechazo, en todo caso, serán ellos los que rechacen su propia situación pero en modo alguno deben sentir sobre su espalda los dardos de quienes les acusen de vagos y perezosos, cuando no de perversos y maleantes.
Ahora mismo son los que no trabajan, es decir los “vagos”, los más dignos paseantes de las calles y plazas de nuestros pueblos, porque llevan a cuestas una desgracia que ellos no han provocado. Esa laxitud que en tantas ocasiones se les achaca por soportar su estado, es la coartada que usan los poderosos para justificar de algún modo su ambición desmedida, su codicia, su insensibilidad y su insolidaridad. En su fuero interno está la convicción de que se trata de conseguir los más copiosos beneficios recurriendo al menor número de operarios, entre otras cosas para no tener que repartir el pastel entre demasiados comensales.
Fdo. JOSU MONTALBAN