FÚTBOL
Hablemos de fútbol, amigos. Es imposible sustraerse a hacerlo
porque ocupa demasiado tiempo en nuestras vidas. No solo como espectáculo o
entretenimiento, también es un deporte, y una competición, y una actividad de
masas, y un juego, y sobre todo un negocio. Además está sirviendo para que
hablemos tanto de él que apenas nos queda tiempo para hablar de otra cosa. Las
pantallas de las televisiones que presiden los espacios públicos retransmiten
constantemente partidos, siempre para ofrecer divertimiento a enfervorizados
hinchas que no ven lo que está aconteciendo realmente sino lo que les gustaría
que aconteciera. Pero el fútbol no es lo que debiera ser. Convertido en un
revulsivo de la economía y de ciertos negocios que muy bien pueden ser asimilados
al tráfico de humanos, lo que menos aprecian los espectadores es la belleza del
juego, ni la fortaleza y habilidad de quienes lo protagonizan, ni la
conjugación del equipo que convierte a los once componentes en piezas de un
engranaje, de una máquina compleja a la que se opone otra máquina igualmente
compleja.
El fútbol necesita que todo cuanto forma parte del
espectáculo funcione al unísono, y que cada elemento cumpla su cometido a la
perfección. Cuando esto no ocurre el fútbol deja de ser un arte para convertirse
en una serie de movimientos alrededor de un punto, el balón, que se mueve
impulsado por quienes, virtuosos o no, lo practican desde la obsesión sana de
conseguir la victoria. Pero el “match” que se desarrolla en el estadio también
tiene lugar en otros ámbitos: en las calles, principalmente en las que rodean
al estadio, en las gradas en las que se agolpan los hinchas ataviados con
bufandas coloreadas y fetiches, en las páginas deportivas de los diarios en
donde los comentaristas no exhiben tanto la imparcialidad como el forofismo, en
las tertulias radiofónicas en las que los especialistas intentan ejercer de
hinchas y los hinchas de especialistas, en los corrillos que forman los
jubilados en las plazas y parques,… en cualquier insospechado lugar el fútbol
llena todos los espacios, incluso llena los sueños.
Dice Eduardo Galeano en su libro “El Fútbol a Sol y Sombra”
que “la historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber”. Los
futbolistas, cuando eran niños, “jugaban” al fútbol, más bien jugaban con una
pelota, o con cualquier bulto esférico o similar al que se pudiera patear
dirigiéndolo hacia un objetivo en el que finalizaban su utilidad y su
trayectoria. Pero el fútbol deja de ser un juego demasiado pronto para
convertirse en un compromiso formal, en un deber que supedita las vidas y
convierte su práctica en una añagaza para los jóvenes que empiezan a verle no
ya como un “modus vivendi” sino como la forma más rápida de enriquecerse. Pero,
¡ay!, los cuerpos fornidos y atléticos de los futbolistas comienzan su declive
demasiado pronto víctimas del “envejecimiento”, y de las lesiones sufridas, que
someten a los deportistas a terapias que curan aquí y deterioran allá. Todo
esto convierte el proyecto de vida de los futbolistas en una carrera muy
apresurada de no más de doce años en los que tienen que conseguir un capital
suficiente para vivir más de la mitad de sus vidas.
Y bien, ya nadie piensa que el fútbol sea un juego, ni
siquiera un deporte, sino un negocio que mueve millones y millones de divisas
por el Mundo. Para ello ha sido necesario invertir importantes cantidades de
dinero en su divulgación y en la propaganda publicitaria que utiliza los
acontecimientos y los estadios como soportes. El fútbol actual reúne a sus
protagonistas principales, los jugadores, con los espectadores, distribuidos en
categorías, como hinchas, forofos, partidarios o meros curiosos alertados por
la belleza y la espectacularidad que afloran en los estadios. Sin deportistas,
sin futbolistas y sin espectadores no habría fútbol, al menos no habría
fútbol-espectáculo. Y es más que probable que tampoco habría fútbol-juego. En
el caso del fútbol, y también en otras actividades deportivas, la condición de
espectáculo y negocio, a partes iguales, es la que prevalece. Salvo honrosas
excepciones, -nuestro Athletic, Real Madrid, Barcelona…-, los equipos de la
Primera División española se han visto invadidos por magnates orientales y
adinerados con ansia de riqueza que han puesto casi todo su esfuerzo en sacar
el máximo provecho a su inversión dineraria sin que el deporte les importara un
bledo. A ellos no les obsesionan, ni siquiera les inquieta, el deporte, sólo el
negocio. Del traspaso de sus jugadores obtienen dinero, pero se desentienden
inmediatamente del futuro de quienes son traspasados, salvo que lleguen a la
gloria y el éxito, en ese caso hacen alarde de que conquistaron tal éxito
gracias también a sus esfuerzos.
Sin embargo conviene subrayar que no es oro todo lo que
reluce en el fútbol tal como ahora forma parte de nuestras vidas. ¿A quién
hemos de adjudicar su responsabilidad? Veamos de qué modo se presenta el
espectáculo, y veamos de qué modo se desarrollan los acontecimientos. Los
multimillonarios futbolistas salen al terreno de juego cogiendo la mano de
niños de menos de doce años, entusiasmados ellos, principalmente los niños, y
de sus infantiles manos llegan hasta el centro del campo, allí se desentienden
de la infantil compañía para dar cumplida presencia y fe al espectáculo. Suenan
los himnos, si es menester, y muestran sus parabienes los contendientes y el
juez que tendrá la sublime misión de arbitrar la contienda conforme a los
pertinentes reglamentos. Las reglas que rigen la contienda futbolística no solo
las conoce el árbitro, sino que también las conocen los futbolistas, de modo
que la figura del árbitro debiera ser la más innecesaria, porque unos
futbolistas honrados evitarían cometer faltas e incurrir en incorrecciones que
deberían aparejar sanciones. El árbitro, por tanto, solo debería interpretar
aquellas actuaciones trasgresoras y valorar las intenciones de sus artífices.
Tras el pitido inicial que da comienzo a la “pelea” –que
curiosamente se llama “encuentro” de fútbol- el espectáculo se abre a todo tipo
de especulaciones. Es verdad que no son pocas las acciones virtuosas que
provocan aplausos y ayes de elogio en el graderío, que se producen situaciones
que provocan tanta sorpresa como admiración, que la pasión llena los pechos de
aire presto a inflar gritos de ánimo para los propios y pitos airados para los
contrarios, que la fortaleza, la resistencia y la habilidad componen escenarios
en los que los magos del balón construyen la gloria realizando goles dignos del
máximo elogio… sí, es verdad. Pero en medio de las virtudes afloran los vicios:
los insultos sin razón, las brusquedades de los contendientes, la violencia
excesiva, los desaires que se administran unos a otros sin advertir ni admitir
que son colegas de oficio que mañana pueden ser compañeros de equipo, las
silumaciones e imitaciones que buscan engañar al juez y árbitro de la
contienda…
Y todos los empeños de los futbolistas para engañar a todos,
provocando favores del árbitro y ánimo improcedente de sus forofos, terminan
por convertir el noble deporte del Fútbol en una reunión de previsibles reaccionarios
incapaces de valorar desde la imparcialidad y la neutralidad ese juego sublime
que es el Fútbol, en el que la habilidad, la fortaleza, la rapidez y la nobleza
han de ponerse de acuerdo para llevar el balón a la cesta, que es la portería,
donde un cancerbero se la ve y desea para que los forofos nunca lleguen a
gritar “¡goool!”.
FDO. JOSU MONTALBÁN