EL PROGRESO NO ERA ESTO…
Con mi buen amigo Pedro Vigara, -hombre sagaz y perspicaz,
capaz de opinar con propiedad y sacar conclusiones con diligencia-, comentaba
la actualidad, debidamente acompañados por dos copas de vino blanco y fresco,
para contrarrestar el rigo del caluroso mediodía. Alrededor de una copa de vino
la amistad parece más fructífera porque la conversación se hace más distendida,
y como ambos dos somos a la vez los que disertamos y escuchamos, el diálogo
ordenado permite acrecentar la riqueza tanto en los criterios esgrimidos como
en los matices.
Yo llevaba unos recortes de periódicos en el bolsillo en los
que el titular más destacado era “España sufre el mayor ciberataque de su
historia”. Puntualizaba que “el ciberataque afectó a una docena de operadores
estratégicos”. Y ahí nos quedamos porque mi amigo Pedro , que es versado en la
materia, intentó explicarme algo de los entresijos de la noticia, pero no
estaba yo receptivo en aquel momento ni en aquella materia. Sin embargo la
conversación derivó hacia un concepto mucho más amplio, etéreo y, por eso,
abstracto: el progreso. ¿El progreso era esto? Esta fue la pregunta que nos
hicimos los dos, alrededor de aquella noticia que con tanta intensidad nos
trasladaba a un espacio imperceptible, infinito e indeterminado en el que están
almacenados tantos pasajes de nuestras vidas: nuestras señas de identidad, la
relación de lo que hemos estudiado y de lo que somos, los trajines de nuestros
teléfonos fijos o móviles, los paseos que nos damos por todos los confines a
través de nuestros ordenadores, los ficheros en los que constan nuestros
expedientes policiales o nuestras vinculaciones políticas o nuestros
historiales médicos… Lo cierto es que la conclusión no pudo ser más
desalentadora porque, al parecer. Cualquier estudioso o experimentador furtivo
que opera en un garito miserable (uno de esos que se llaman “hacker”) puede
hacer desaparecer tus datos del archivo en que debieran obrar, debidamente
custodiados.
¿Qué ha pasado Amigo Pedro?, le preguntaba yo, y cuando
intentaba explicármelo con mucha mayor propiedad que la que yo tenía para
escucharle, yo le cortaba porque creía que me hablaba de fantasmas, de ese
espacio apocalíptico en el que yo no deseo instalarme por más que el ensayista
e intelectual indio Pankaj Mishra me lo haya propuesto en las reflexiones de su
libro “La Edad de la Ira”. La verdad es que, a veces, soy un plagiador de las
ideas ajenas cuando tales me parecen buenas. Por eso le dije a mi amigo Pedro
que el futuro ha dejado de ser sinónimo de “progreso”, y plagiando a Mishra le
referí que la ira que nos agobiaba en ese momento era consecuencia de la
desesperanza, incluso de la desesperación: “Confiábamos en que el futuro sería
mejor… De ahí viene nuestra ira… Con la modernidad llegó la promesa de igualdad
y prosperidad… La democracia liberal y capitalista iban a procurárnoslas… Todos
creímos en esa utopía, pero solo las elites disfrutaron de esa bonanza”.
Es decir, que el progreso que nos prometieron no es esto que
hemos alcanzado. Peor aún, no hay soluciones en el horizonte que nos permitan albergar
esperanzas porque lo que hemos potenciado, aquello que hemos venido
construyendo y hemos aceptado como si se tratara de una meta halagüeña, ha
devenido en una trampa en la que irremisiblemente vamos cayendo. Una de las
formas del “progreso” era la globalización. Ella nos traería tiempos dichosos,
tiempos mejores en los que podría llegar a cumplirse el anhelo recogido en la
Internacional Socialista: “la Tierra será un paraíso, la patria de la
Humanidad”. Pero este anhelo ha sucumbido frente a una evolución dañina que ha
aniquilado el elemento aglutinador de la familia como grupo social y humano,
propio de los países del sur de Europa, para dar paso al individualismo propio
de los países anglosajones, basado en la competencia e interferido de forma brutal
por la tecnología. “La globalización ha igualado los deseos de la gente, y eso
ha hecho que se generalice la frustración” (Pankaj Mishra).
El Planeta está siendo esquilmado brutalmente, víctima de la
invasión tecnológica que no se detuvo en sí misma, ni fue consecuente con la
finalidad que debía perseguir. A ese proceso imparable responde el ciberataque que
ha puesto en riesgo a España y a 74 países más de los cinco continentes. De
cuanto ocurrió en dicho ciberataque no es fácil hacernos una idea. Ni siquiera
mi amigo Pedro, que conoce la materia, ha encontrado las palabras precisas, las
frases esclarecedoras, de modo que uno lee la noticia y siente algo de miedo
ante las consecuencias que puede traer consigo. Veamos, el relato habla de
57.000 ataques simultáneos que afectaron a una infinidad de organizaciones,
algunas de ellas tan sensibles y delicadas como la Red de Hospitales del Reino
Unido, afectada en 16 Centros que se vieron obligados a paralizar sus servicios
de urgencias. Los “hackers” son seres “superdotados”, no tanto porque sus
inteligencias sean superiores a las de los demás, sino porque se han
especializado en “ser peligrosos” y disponen de informaciones privilegiadas.
Curiosamente la condición de “capturadores” de los hackers, una vez que sus
eficacias hayan sido contrastadas, les convierten en elementos codiciados y,
por eso, también muy cotizados.
Todo estaba previsto, pero el ciberataque se produjo con la
mayor virulencia. Hace dos meses, a mediados de Marzo, Microsoft había
distribuido parches que tenían como finalidad enfrentarse a la intensidad del
virus, además y según advertencias de la Ciberseguridad española (CCN, CERTSI,
Centro Nacional para la Protección de las Infraestructuras Críticas y el
Instituto Nacional de Ciberseguridad) “los piratas eran especialmente
peligrosos porque estaban usando la información de una filtración que en Marzo
había desvelado las tácticas de la CIA”. Mientras tanto el hacker Chema Alonso,
que se define como “informático en el lado del mal” en su Blog personal, y ha
sido contratado con un sueldo millonario por Telefónica para gestionar los
datos de la multinacional y sus riesgos, ha echado balones fuera y no ha hecho
declaración alguna en contra de los provocadores y artífices del Ciberataque.
Nos las prometíamos muy felices, primero con la Informática y
luego con la Cibernética que muestra en medio de sus utilidades un ramillete de
peligros, sobre todo un futuro lleno de oscuridad en el que apenas fulgen
algunas luces de esperanza. El progreso no era esto. Cuando los luditas
(partidarios del ludismo) se rebelaban contra la mecanización, destruyendo las
máquinas que habían sido inventadas para sustituir a la mano de obra humana, no
estaban tan desencaminados. Las máquinas fueron sustituyendo a los trabajadores.
Los brazos de hierro suplieron a los brazos de carne y hueso. A aquel modo de
lucha el historiador Eric Hobsbawn considero una forma de “negociación
colectiva por disturbio”. Por tanto aquella rebelión contra la evolución, que
sustituía las penalidades del trabajo físico por las máquinas obedeció a una
causa noble, no así esos ciberataques que solo son una muestra de la maldad que
adorna a quienes usan la inteligencia “en el lado del mal”, como el hacker que
contrató Telefónica.
Habrá otras ocasiones para hablar de “hackers”, de
ciberataques y de la maldad que esconde el término “progreso”. Escribió el
poeta Angel Guinda en su libro “Crepúsculo Esplendor”, en los principios de la
década de los ochenta un aforismo que viene al caso: “Hemos ido tan lejos / que
no nos es posible regresar”. Yo no sé si la única respuesta que debemos dar a
estos excesos que nos impone el progreso mal entendido es “regresar”, pero en
todo caso somos rehenes de un Progreso mal utilizado, que detesto, que nunca
valoraré como demasiado positivo, porque el Hombre no es su fin y objetivo más
importante, porque es inhumano en buena parte de sus facetas.
El cantautor brasileño Roberto Carlos cantó al Progreso con
sencillez. Yo quiero, para terminar, recoger uno solo de los versos de su
canción, que tiene un gran valor porque fue escrito hace cuarenta años: “Yo
quisiera ser civilizado como los animales”.
Fdo. JOSU MONTALBAN