LO QUE
DISUADE….
Cada vez que escucho en algún medio de comunicación, o leo en
algún periódico, alguna noticia que se justifica por su carácter “disuasorio”,
me pongo a temblar. Porque a mí no me disuade ni dios (válgame la licencia), en
todo caso acepto que la autoridad me prohíba hacer cosas y me obligue a
comportarme de algún modo concreto. Ante las prohibiciones no me queda otro
remedio que procurar abolirlas, aunque siempre acatándolas mientras están
vigentes. Pero las medidas “disuasorias” siempre me han parecido algo cobardes
y trileras. Cuando la autoridad me amenaza subiendo el precio de los fusiles
(por ejemplo) hasta cifras inalcanzables por casi todos, para evitar que
alguien pueda asesinar sirviéndose de dicho tipo de arma, me enfurezco porque
eso quiere decir que aunque es más que cierto que serán muy pocos los “asesinos
con fusil propio”, no serán tan pocos los “asesinos con fusil ajeno o cedido”,
es decir los sicarios que actuarán armados por quienes puedan costearse el
fusil asesino.
Viene esto a cuento de algunas propuestas que se han lanzado
para “tantear a la opinión pública”, concretamente la tasa a abonar por los
vehículos que entren en Bilbao, o la tasa turística que se propone como una de
las posibles medidas a aplicar en San Sebastián. Nada de todo esto es nuevo
porque lo de cobrar por la entrada de vehículos en las ciudades y capitales
europeas, y la tasa turística, está vigente en otros lugares. Eso sí, esta tasa
turística se aplica con la máxima discreción, integrada en las tarifas que se
aplican en los servicios turísticos, hoteles y demás parafernalias.
Prohibir es feo. Imponer, a secas, también. De lo que se
trata es de prohibir sin usar ninguna palabra que implique negación. Para
prohibir, está prohibido decir “no”, valga la redundancia. Tampoco se puede ni
debe “imponer” nada. Como mucho se puede “proponer”, que solo es manifestar lo
que uno está dispuesto a hacer, de modo que si se trata de intenciones o
medidas que baraja un responsable público en el ejercicio de sus funciones y
autoridad, tales puedan ser contestadas o rechazadas. De modo que no a
prohibiciones y no a imposiciones. La palabra de moda es “disuasión”. En sí
misma la palabra no es nada perversa, porque uno puede disuadirse y cambiar de
opinión como consecuencia de que haya reflexionado libremente, pero cuando la
disuasión responde a amenazas o a estrategias arteras, se convierte en una arma
agresiva, o como poco en un instrumento nada inocente. Para disuadir se
desaconseja, que es tanto como aconsejar algo pero en sentido contrario.
En el ejercicio de la Política activa los responsables
públicos adoptan sus posiciones con tanta cautela que sus empeños se ven
frustrados por una simple opinión en contra, y si tal no se produce juzgan que
su proposición es tan justa como idónea. Apenas les afecta que la propuesta no
sea fiel a sus principios ideológicos, en todo caso sopesan si los favorables a
la medida propuesta son más o menos que los detractores, y obran en
consecuencia, de modo que el rigor, en la mayoría de los casos, responde exclusivamente
a los resultados de las consultas demoscópicas. La supeditación de la ideología
a las apetencias ciudadanas constituye un hándicap en cualquier intento de
transformar la sociedad y hacerla más humana. Los Departamentos de Prensa
constituyen auténticos “bunker” desde los que se deciden muchas políticas,
desde los que se pergeñan planes de relación con la ciudadanía, desde los que
se ahorman las doctrinas políticas y las ideologías. Es mucho más importante, y
por tanto debe cuidarse mucho más, el modo de decir las cosas que lo que se
dice realmente. Y es esto precisamente lo que convierte la disuasión en un
instrumento infalible, tan infalible como inefable.
Sí, inefable, porque yo no soy capaz de comprender que se
quiera imponer un canon a los coches que entren en una ciudad. ¿Por qué? Si se
trata de evitar un alto grado de contaminación, habrá que hacer una medición
meticulosa de ella, y prohibir la entrada de todos los coches, y no solo la de
quienes, por tener menos recursos económicos, no pueden hacer uso del coche si
tienen que abonar un canon para hacerlo. Si la ciudad, -el espacio urbano-, no
da para más por su reducido espacio, habrá igualmente que prohibir el acceso,
pero haciendo aparcamientos en los accesos a dichas ciudades, a poder ser gratuitos.
Si, sencillamente, se opta por una ciudad sin coches, se habilitarán las
consabidas barreras para impedir la entrada de vehículos, dejando libre acceso
a aquellos vehículos que presten servicios imprescindibles. Cualquier medida
que establezca condiciones discriminatorias (a favor) en el uso de vehículos en
las ciudades sólo debe responder a aspectos cualitativos, es decir, los
servicios comunitarios, y nunca a lo cuantitativo, es decir el poder
adquisitivo de los posibles usuarios.
En el caso del famoso canon o tasa turística ocurre algo
parecido. El Turismo es una fuente de riqueza para las ciudades, -y para sus
habitantes-, que reciben muchas visitas. San Sebastián es una de esas ciudades
que recibe a muchas personas en los periodos estivales. De ello se benefician
sus establecimientos hoteleros, sus bares y restaurantes, sus calles, sus
espectáculos, sus comercios y sus pobladores, que sienten cómo es valorada la
ciudad y pueden relacionarse con gentes de otros lugares del Mundo. Todos estos
beneficios tienen su correlato en el crecimiento económico de la ciudad, en la
generación de riqueza y empleo que redundará en mejorar las vidas de sus
ciudadanos. ¿A qué viene aplicar una tasa a los turistas que, por cierto, no
solo se aplica a los turistas propiamente dichos, sino a todos los que viajan a
esa ciudad por cualquier posible razón? ¿Se trata de disuadir o se trata de
cobrar y de recaudar? ¿Acaso algún español deja de ir a Roma (donde se aplica
dicho canon turístico) por el mero hecho de que se cobre? ¿Acaso a quien decide
viajar a Roma, o a San Sebastián, le disuade de hacerlo el hecho de que su
factura del Hotel tenga una sobrecarga asequible?
En realidad lo que mueve a camuflar tras una tasa turística o
un canon de entrada de vehículos en una ciudad, no es otra cosa que el afán
recaudatorio. Porque ya casi nadie se atreve a equilibrar la riqueza mediante
impuestos, directos o indirectos, es que se han inventado las tasas y cánones
que se cobran a cambio de prestaciones que debieran ser públicas y gratuitas.
Solo los remisos y cobardes disuaden mediante este tipo de
triquiñuelas. Los gobernantes valientes, sobre todo si son de izquierdas, no
deben poner cargas a quienes solo desean disfrutar del paisaje y del clima, de
los monumentos y la historia, de la belleza. Cobrar por el acceso a una ciudad
(espacio público), lo mismo que hacerlo por hacer turismo, es propio del más
puro reaccionarismo de derechas. (Es mi opinión).
Fdo. JOSU MONTALBAN