“MIERDA!” (Gabriel
García Márquez)
(Los últimos acontecimientos vividos en mi formación política
(PSOE) han tenido demasiado ocupado mi pensamiento. En los últimos días tomé la
decisión de huir, al menos durante unas horas, para solazarme en la lectura del
libro que suelo usar para descender a la realidad cuando algunas impresiones
fatuas e irreales me ascienden a volar sobre las nubes provisto de dos alas
gigantescas de algodón blanco y deslumbrante. Ese libro es “El coronel no tiene
quien le escriba”, de Gabriel García Márquez).
El coronel había sido, como todos los de su gremio, un hombre
valeroso al que no le amedrentaban los riesgos derivados de la guerra. Tuvo la
suerte de sobrevivir a todas las contiendas en que participó, pero tras sentir
la enorme grandeza de su supervivencia empezó a sentir los rigores de su
declive y su miseria.
En la casa de aquel coronel jubilado, que guardaba entre sus
recuerdos las hazañas protagonizadas y las victorias conseguidas, quedaban
pocas cosas de valor y, en todo caso, no de valor suficiente ni siquiera para
mantener con dignidad y en buen uso sus condecoraciones, sus gorras de campaña,
sus correajes o sus jarreteras. Menos aún sus botas de caña, que había ido
acomodando a sus necesidades pero no habían resistido al tiempo, a los quince
años que llevaba jubilado, recluido en su casa junto a su esposa, y junto a un
gallo de pelea que estaba destinado a prevenirle de la miseria.
Desde la primera línea del libro (“El coronel destapó el
tarro del café y comprobó que no había más que una cucharadita”), hasta la
última (“-Mierda”), el texto está lleno de esperanza, aunque también contenga
pasajes en los que aflora una fe falta de convencimientos. Al coronel le bastan
las señales aunque se le muestren faltas de consistencia, pero su esposa ve la
realidad con toda su crudeza y vive las vicisitudes en toda su dimensión. Bien
cabe pensar que el coronel aun siente un poder tan efímero como es el del
guerrero al que la valentía le llega por el contacto con las armas. Pero se ve
igualmente que vive resignado, sin otra esperanza que la del tiempo que pasa
inexorable, apenas unos meses, hasta que el gallo de pelea empiece a competir y
le saque de la miseria. Hasta que eso ocurra, a hurtadillas para que su esposa
no le vea, el coronel raspa el fondo del tarro para sacar de él las últimas
raspaduras del polvo del café. Mientras hurga en su propia miseria le asiste la
esperanza de ese gallo que duerme a los pies de la cama todas las noches,
debidamente atado, para que nadie le pueda desposeer de él.
Su esposa sí pisa la tierra. Una y otra vez responde a las
ilusiones del coronel contrastándolas con sus desilusiones, mucho más cercanas
a la realidad. Mientras el coronel espera su esposa desespera. El coronel solo
ve virtudes en el gallo, y detrás de tales virtudes ve gloria, y ve dinero, y
ve como el gallo les va a cambiar la vida a los dos. Ella, desde su visión
práctica, le pregunta al coronel sobre lo que comentan los hombres en la
cantina respecto del gallo, y el da rienda suelta a su ilusión: “Están
entusiasmados, todos están ahorrando para apostarle al gallo”. Pero ella
intenta devolverle a la realidad, en todo caso al ápice de duda inherente a la
esencia de nuestras vidas: “No sé qué le han visto a ese gallo tan feo: tiene
la cabeza muy chiquita para las patas”.
A la esposa, dotada de una practicidad mucho mejor asentada
que la ilusionada ficción de su esposo, no le caben dudas. El coronel no para
de hacer cábalas sobre el futuro en que el gallo les dará las alegrías de los
triunfos y les sacará de la miseria (“Ya vale como cincuenta pesos”), pero la
esposa no cesa en su empeño de hacer aterrizar al coronel en la realidad a
pesar de que el gallo sea una especie de reliquia que recuerda a ambos que
tuvieron un hijo, el que administraba al gallo, que había sido acribillado a
balazos por distribuir información clandestina. Ni siquiera aquel recuerdo
ablanda a la esposa del coronel, que considera excesivamente cara aquella
ilusión que relaciona al escuálido gallo con la memoria de su hijo asesinado.
La esposa es práctica: “Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con
nuestros hígados”.
El coronel vive aferrado a sus recuerdos, como todos los
milicianos. De pronto su esposa le sorprende ensimismado, enterrado en sus
propias y viejas vivencias. Y él le cuenta cómo ocurrió todo, de qué modo
acontecieron las cosas, cuáles fueron los errores cometidos, qué deberían haber
hecho para que el resultado hubiera sido otro. Su esposa le retorna a aquella
realidad angustiosa porque el futuro halagüeño, que dependerá de los logros del
gallo cuando pelee, no está asegurado. "Es “pecado quitarnos el pan de la
boca para echárselo al gallo”, le espeta la esposa. Y mientras tanto el coronel
la consuela: “Nadie se muere en tres meses”. Pero insiste la esposa: “Y
mientras tanto qué comemos”. Y, por fin, la complacencia del coronel, como
todas las complacencias, infundada: “Si nos fuéramos a morir de hambre ya nos
hubiéramos muerto”.
El coronel acude a la oficina de correos asiduamente para ver
si ha llegado la carta en la que le notifican la concesión de la pensión
vitalicia que le han prometido los organismos oficiales. Lo viene haciendo
desde los quince años anteriores, un tiempo suficiente para haberse hecho
anciano. Y siempre vuelve sin nada en la mano, convencido que ha de ser el
gallo enrabietado el que le permitirá vivir con suficiencia. Apenas van a ser
unos meses hasta que empiecen a programarse las peleas, pero durante esos meses
el gallo tiene que comer, lo que le obliga a vender un viejo reloj de época y
una máquina de coser… Ninguna buena venta, ninguna venta ventajosa ha tenido su
inicio en la desesperación, de modo que cuando el coronel comprueba que su
reloj no suscitaba demasiadas adhesiones brillaron sus pupilas y se armó de
responsabilidad. “Te propongo una cosa”, ofrece el coronel a el posible
comprador del reloj que regatea con él por el precio: “Le regalo el gallo…
desde hace días tengo la impresión de que ese animal se está muriendo”. Pero al
fin prima lo sentimental cuando la visión del gallo le recuerda a su hijo
muerto a balazos: “Dese cuenta de las cosas coronel, -le dice-, lo importante
es que sea usted quien ponga en la gallera el gallo de Agustín (su hijo)”.
El gallo se convierte en la gran razón de la vida del
coronel. Cuando algunos caritativos se comprometen a alimentar al gallo saben
que el coronel y su esposa compartirán mantel con el gallo. La esposa, en una
sobremesa placentera, da cuenta al coronel que disfruta saboreando un plato de
mazamorra. “¿De dónde salió esta mazamorra?”, pregunta el coronel. Del
gallo,…los muchachos le han traído tanto maíz que decidió compartirlo con
nosotros… así es la vida”, respondió ella. Y el coronel suspira: “La vida es la
cosa mejor que se ha inventado”.
Tenía razón el coronel, pero la vida no es una ficción que se
ejecuta caprichosamente, sino una realidad insoslayable. Cuando la obra culmina
vuelven a enfrentarse la ilusión del coronel con la realidad de su esposa.
Justamente cuando se avecina la fecha en la que el gallo les puede sacar de la
miseria según las especulaciones del coronel: “El veinte por ciento (del
premio) lo pagan esa misma tarde”. Y otra vez la esposa realista y aguafiestas:
“¿No se le ha ocurrido que el gallo pueda perder?... todavía quedan cuarenta
días…”. Y otra vez le embarga la resignación cuando la esposa le espeta
insistente: “Y mientras tanto qué comemos… Dime, qué comemos”. Y el coronel,
por fin, se arma de insolencia, y tal como lo expresa García Márquez “se sintió
puro, explícito, invencible, en el momento de responder: ¡Mierda!
Epílogo: ¿Cuántos son los que viven hoy en día amarrados a un
hilo de esperanza casi imperceptible, como si se tratara del coronel que no
tiene quien le escriba? ¿Cuántos de los atenazados por la escasez, la pobreza o
la miseria no tienen ni un gallo de pelea que les vocee “quiquiriquis” de
esperanza?
Fdo. JOSU MONTALBAN