JORGE MARIO BERGOGLIO. EL PAPA FRANCISCO
Queridos Lectores, me he hecho forofo incondicional del Sumo
Pontífice Francisco. Así, como suena. Ya ha pasado todas las pruebas a las que
le he sometido: es simpático, es cercano, es dicharachero, es risueño, le gusta
besar y acariciar a los niños como muestra de cariño y compromiso humano, es
comprometido, es certero en sus aseveraciones y es atrevido. Pero, no os
equivoquéis conmigo porque no soy cristiano ni católico. Admiro al Papa
Francisco. Ahora mismo es su mano la mano humana que más me gustaría estrechar,
y el rostro humano que más me gustaría besar es el suyo. Desde que abandoné la
práctica religiosa, -no digo la fe porque aquella actitud mía, que confundí con
la fe, me había sido impuesta a base de palo y tentetieso-, siempre he estado
buscando motivos para criticar a esa institución omnipresente pero molesta para
mí, que es la Iglesia. Pues bien, queridos lectores, ya no siento la misma
animadversión hacia ella pero, lejos de que me haya podido abducir a costa de
sus misterios, ha sido la figura de Bergoglio la que ha provocado que el clergyman ya no me provoque rechazo. A
tal prenda no llegaba a acostumbrarme porque siempre sentí gran simpatía por
aquellos curas obreros que elegían como indumentaria las camisas de cuadros
mejor que aquellos cuellos redondos y rígidos. Y resulta que el Papa Francisco,
que viste con riguroso clergyman, habla
como obrero y como persona humilde, se mete en el pellejo de los humildes y
exhorta a los insolidarios para que dejen de serlo en todos los lugares a los
que acude.
Me acecha esta pregunta: ¿Por qué la Iglesia ha elegido a
Jorge Mario Bergoglio como Papa? ¿Por qué, después de haber tenido cuatro
Pontífices anodinos y, por una u otra razón, controvertidos? ¿Por qué
justamente después de un Papa polaco y otro alemán, ha sido elegido un
argentino? ¿Por qué, más justamente aún, después del que fue complicado
cardenal Ratzinger? A estas preguntas me lleva el nuevo tiempo y, aunque no
tenga enjundia como única respuesta, creo que su condición de jesuita, -como
alguna vez me ha apuntado mi amigo Marcaida-, además de sus cualidades, puede
servir para justificar el volantazo que supuso mudar a Ratzinger, hombre de
rostro incómodo y acre semblante, por este otro que parece más humano y muestra
un semblante mucho más entrañable.
Ya he dicho que no soy religioso ni soy adicto a ninguna fe,
ni siquiera a la Fe con mayúsculas. De muy niño, en la catequesis parroquial,
aprendí aquello de que “la fe sin obras es fe muerta”. Muchos de los Pontífices
anteriores al actual escribieron
encíclicas brillantes, pero muy pocos salieron por el Mundo a llamar la
atención sobre los tormentos de los pobres que sufren, sobre la injusticia
inherente a la existencia de una opulencia desmesurada y grosera en un Mundo en
que 1000 millones de personas viven en una pobreza extrema. Y fueron
precisamente aquellas actitudes las que me alejaron de aquella Iglesia altiva y
soberbia que no aplicaba al completo el dicho popular de “a Dios rogando y con
el mazo dando”. De modo que si ahora me muestro forofo convencido del Papa
Francisco no es porque crea en Dios sino porque creo en el Hombre. En cuanto a
dioses, si alguien me fuerza a definirme, me inclino por el Agnostos Theos de los antiguos griegos:
el “Dios Desconocido” que prestó auxilio en la antiquísima Atenas a los
agnósticos o ateos, que es como yo me defino.
En muy pocas ocasiones he visto a Jorge Mario Bergoglio
representar a un dios concreto. Apenas se le escucha pronunciar la palabra
“dios”, y es eso lo que vulgariza sus palabras para que lleguen a cuantas más
personas. Tanto las vulgariza como las engrandece, porque el Mundo está lleno
de gente vulgar y corriente, incluso todos somos vulgares y corrientes, que nos
definimos como “seres vivos que nacen, crecen, se multiplican y mueren”. Lo
otro, es decir las fatales diferencias que tanto cultivamos y defendemos para
justificar posibles privilegios, castas y clases sociales, son apósitos que nos
deprecian como personas y nos deshumanizan.
¿Para qué va a hablar en nombre de Dios si habla de cosas tan
humanas como las guerras brutales, o el hambre, o los abusos sexuales, o el
sufrimiento de los niños abandonados a su suerte, o la precariedad de las vidas
de los parados, o el abandono de los ancianos, o la soberbia de los poderosos,
o de la paradoja que supone la tragedia de las migraciones para los que emigran
y la importante aportación con que pagan los inmigrantes la acogida en el país
de llegada, o las injusticias que han hecho que la vida sea un itinerario tan
arduo atravesando un valle de lágrimas que, por fortuna, es finito.
La gota que ha desbordado mi vaso ha sido la visita que ha
realizado a Cuba, a Estados Unidos y a las Naciones Unidas. A pesar de que en
tales visitas, en que se ha fotografiado con sus Presidentes, no se hayan
firmado compromisos formales, los discursos de Jorge Mario Bergoglio han
ocupado los espacios estelares en todos los noticiarios del Mundo. ¿Acaso no ha
sido mucho más eficaz y humano el encuentro del Papa con Obama que el que ha
tenido poco tiempo después Obama con el
Presidente chino Xi Jinping? Porque, cada vez que dos líderes políticos se
juntan para un fin concreto, quieren ser tan exactos en fijar la parafernalia
de la puesta en escena del encuentro, que el documento que resulta de la
reunión adolece de inexactitudes que convierten los compromisos en papel
mojado.
Las palabras del Papa Francisco han sido contundentes, sobre
todo después de que el Secretario General de Naciones Unidas, Ban Ki-moon
dijera que “este es un encuentro decisivo para la historia de la humanidad… la
agenda es una promesa de los países miembros con los ciudadanos de todo el
mundo para acabar con la pobreza en todas sus formas”. Sin embargo, las
palabras del Papa constituyeron una reconvención ante los incumplimientos del
documento de la ONU “Objetivos del Milenio”, cuyo retraso es más que alarmante.
Es cierto que tal documento no es de estricto y obligado cumplimiento, pero se
apoya en reglas y cánones obligatorios que el Papa recordó a los más de 150
jefes y presidentes que acudieron. En un discurso acusador dijo: “Si se respeta
y aplica la Carta de Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin
segundas intenciones, como un punto obligatorio de justicia y no como un
instrumento para disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de
paz”. ¿Cuáles son esos intereses espurios que denunció Bergoglio? Pues son los
que permiten que haya un 15% de personas en el Mundo que viven con menos de
1,25 dólares al día; que no se haya reducido apenas la mortalidad infantil
(mueren aún 43 menores de cinco años de cada mil niños por causas prevenibles);
que aún no se haya logrado el acceso universal a la salud y apenas se haya
reducido la mortalidad materna. Estas, y algunos más, son fracasos en el
cumplimiento de los Objetivos del Milenio.
Ban Ki-moon admitió que un mundo mejor es posible. El Papa
Francisco denunció la situación con datos y se mostró airadamente en contra del
actual sistema económico mundial que se ha impuesto sobre la Política y domina
a los gobiernos de todos los países del Mundo, cuyos líderes estaban oyendo sus
palabras. Primero afirmó que dicho sistema ha demostrado con sus hechos y con
los resultados obtenidos que fomenta la desigualdad, siempre injusta, y luego
rechazó la “sumisión asfixiante” a los organismos internacionales de los
mandamases del Mundo. Es de suponer que muchos de los más de 150 dirigentes del
Mundo, allí presentes, se sentirían denunciados, y quizás avergonzados.
Acabo, queridos lectores. No me veréis en la iglesias salvo
para admirar el arte que contienen en sus interiores, pero he incluido a Jorge
Mario Bergoglio, Papa Francisco, en el anaquel en que conservo y muestro a mis
personas y personajes más admirados.
Fdo. JOSU MONTALBAN