Noche del nueve de Agosto. Desde
la almohada sobre la que descanso, a través de la ventana abierta, se ve la
Luna Llena. No soy lunático, únicamente me gusta la Luna cuando está llena,
preñada de claridad, como si deseara que la noche no fuera tal. Tiene la Luna
Llena un misterio que hace que en las noches que paso con ella me acompañen más
los sueños que el sueño. Viajo, me pierdo en parajes desconocidos aunque
siempre bellos, sale a mi encuentro una náyade de tez de caoba que luego rehuye
mi compañía, vuelo con dos alas gigantes desplegadas, y recuerdo. Siempre
recuerdo.
A las seis y media, de amanecida,
comienza a cantar un gallo. Recuerdo los gallos de mi infancia. Terio Soto fue
uno de mis mejores amigos de la juventud. Cuando tuve que desplazarme a Bilbao,
desde mi Zalla natal, para seguir mis estudios, Terio Soto fue mi mejor amigo.
Cierto día, cuando pasábamos ante el escaparate de una carnicería, nos
sorprendió un gallo de plumaje pedrés que yacía colgado. “Como ese tengo uno en
la casa de Zalla”, le dije. Y como me extendiera en mis explicaciones él mostró
curiosidad. Me confesó que jamás había visto un gallo vivo, así que le fui
contando anécdotas de gallos.
Le conté que los gallos anuncian
el nuevo día, que de ellos es la madrugada, que durante mucho tiempo a mí me
habían despertado los gallos y que unos se contestaban a los otros como si
estuvieran compitiendo en un concurso de canto. Que en todos los gallineros
alargaban sus cuellos, erizaban sus plumas y afilaban sus picos para lanzar
kikirikís hacia lo alto. Le conté que me produjo mucha pena cuando mi padre
mató a un gallo negro muy arisco que tenía la brutal costumbre de picar en la
cara a los niños del barrio. También le conté, simulando los gestos de mi
padre, que cuando estaba en la cárcel, por las noches, los fascistas sacaban a
los presos para matarlos, y que los presos (mi padre lo había sido durante tres
años) descansaban cuando oían el primer canto de los gallos porque durante el
día no sacaban a nadie para fusilarle.
Un día le conté cómo a mi vecina
Anita se le escapó un gallo que tenía cogido por las patas. Lo estaba matando
para comerlo el día del patrón del barrio con todos sus hijos que eran muchos.
Primero le asestó un hachazo que le dejó el pescuezo al garete, entonces el
gallo aleteó y comenzó a dar vueltas por el corral. Sus primeros kikirikís
fueron muy punzantes, poco a poco su canto se fue enronqueciendo. Kikirikí,
kikiri, kiki, ki…y se quedó tendido sin hacer ningún ruido, con los ojos
abiertos, dejando que su altivez se quedara en nada. (No sé si llegaron a comer
aquel gallo tras aquel ajusticiamiento tan poco decoroso).
Hablábamos de animales diversos
que él no había visto más que en los grabados de los libros, pero sobre todo
hablábamos de gallos. Un día en que le estaba enumerando cuántas figuras
componían el belén de mi tío Cipriano, el gallo fue el gran protagonista. Había
ocho gallinas y un gallo en el belén hasta que el gallo cayó al suelo y se le
rompió la cabeza. El asunto se resolvió poniéndole al cuerpo que quedó una
cabeza moldeada de jabón. A mí me gustaba manosear las figuritas. Todos los
días las cambiaba de lugar o de posición, y ocurrió una mañana que lo hice con
las manos mojadas y la cabeza del gallo se derritió. Fue la última vez que el
gallo estuvo en el belén. “¡Qué más da, afirmó Terio, a última hora los gallos
no ponen huevos y no sirven para nada!”. Yo les veía encaramarse sobre las
gallinas y picarlas a la altura de la cresta, pero mi tía María me decía que
estaban jugando. Supe que no era un juego cuando, imitando al gallo, me tendí
sobre mi vecina Marimar y le apreté el pecho y la mordí en la coronilla: “eso
no se hace”, me reprendió mi tía María.
Este amanecer de Agosto, cuando he
oído el canto del gallo anunciando el nuevo día, he recordado la última vez que
vi a Terio Soto. Me llamó para contarme lo que le había pasado tras más de
veinte años sin vernos. Llegó con su perro Orestes y nos dimos un abrazo. Me
contó que un accidente le había dejado ciego. Conservaba los ojos abiertos, algo
aclaradas las pupilas, y parecía como si siguieran a los míos cuando miraban
hacia los lados. Me dijo: “de pronto se hizo de noche y no ha habido más
amaneceres”. Había decidido ir a vivir al campo para escuchar al viento
sacudiendo las ramas de los árboles. De tropezón en tropezón, decía, aprendí el
caminar que había olvidado. Y me dijo que, además del servicial Orestes, tenía
un gallo deambulando por los alrededores de la casa. “Para contar los días que
pasan, me dijo, le oigo cantar e imagino la luz del nuevo día. “¿Recuerdas
cuando te dije que los gallos no ponían huevos y no servían para nada?, me
preguntó para responderse después, pues lo retiro”.
Con estas vivencias me he
encontrado en pleno despertar tras esta noche de Luna Llena de Agosto. Ciertamente
la vida tiene muchas formas de mostrar sus infinitos significados. Ahora mismo,
lo que más deseo es que no se muera nunca el gallo de mi amigo Terio Soto.
Fdo. JOSU MONTALBAN .