lunes, 12 de marzo de 2012



EL GALLO

Noche del nueve de Agosto. Desde la almohada sobre la que descanso, a través de la ventana abierta, se ve la Luna Llena. No soy lunático, únicamente me gusta la Luna cuando está llena, preñada de claridad, como si deseara que la noche no fuera tal. Tiene la Luna Llena un misterio que hace que en las noches que paso con ella me acompañen más los sueños que el sueño. Viajo, me pierdo en parajes desconocidos aunque siempre bellos, sale a mi encuentro una náyade de tez de caoba que luego rehuye mi compañía, vuelo con dos alas gigantes desplegadas, y recuerdo. Siempre recuerdo.

A las seis y media, de amanecida, comienza a cantar un gallo. Recuerdo los gallos de mi infancia. Terio Soto fue uno de mis mejores amigos de la juventud. Cuando tuve que desplazarme a Bilbao, desde mi Zalla natal, para seguir mis estudios, Terio Soto fue mi mejor amigo. Cierto día, cuando pasábamos ante el escaparate de una carnicería, nos sorprendió un gallo de plumaje pedrés que yacía colgado. “Como ese tengo uno en la casa de Zalla”, le dije. Y como me extendiera en mis explicaciones él mostró curiosidad. Me confesó que jamás había visto un gallo vivo, así que le fui contando anécdotas de gallos.

Le conté que los gallos anuncian el nuevo día, que de ellos es la madrugada, que durante mucho tiempo a mí me habían despertado los gallos y que unos se contestaban a los otros como si estuvieran compitiendo en un concurso de canto. Que en todos los gallineros alargaban sus cuellos, erizaban sus plumas y afilaban sus picos para lanzar kikirikís hacia lo alto. Le conté que me produjo mucha pena cuando mi padre mató a un gallo negro muy arisco que tenía la brutal costumbre de picar en la cara a los niños del barrio. También le conté, simulando los gestos de mi padre, que cuando estaba en la cárcel, por las noches, los fascistas sacaban a los presos para matarlos, y que los presos (mi padre lo había sido durante tres años) descansaban cuando oían el primer canto de los gallos porque durante el día no sacaban a nadie para fusilarle.

Un día le conté cómo a mi vecina Anita se le escapó un gallo que tenía cogido por las patas. Lo estaba matando para comerlo el día del patrón del barrio con todos sus hijos que eran muchos. Primero le asestó un hachazo que le dejó el pescuezo al garete, entonces el gallo aleteó y comenzó a dar vueltas por el corral. Sus primeros kikirikís fueron muy punzantes, poco a poco su canto se fue enronqueciendo. Kikirikí, kikiri, kiki, ki…y se quedó tendido sin hacer ningún ruido, con los ojos abiertos, dejando que su altivez se quedara en nada. (No sé si llegaron a comer aquel gallo tras aquel ajusticiamiento tan poco decoroso).

Hablábamos de animales diversos que él no había visto más que en los grabados de los libros, pero sobre todo hablábamos de gallos. Un día en que le estaba enumerando cuántas figuras componían el belén de mi tío Cipriano, el gallo fue el gran protagonista. Había ocho gallinas y un gallo en el belén hasta que el gallo cayó al suelo y se le rompió la cabeza. El asunto se resolvió poniéndole al cuerpo que quedó una cabeza moldeada de jabón. A mí me gustaba manosear las figuritas. Todos los días las cambiaba de lugar o de posición, y ocurrió una mañana que lo hice con las manos mojadas y la cabeza del gallo se derritió. Fue la última vez que el gallo estuvo en el belén. “¡Qué más da, afirmó Terio, a última hora los gallos no ponen huevos y no sirven para nada!”. Yo les veía encaramarse sobre las gallinas y picarlas a la altura de la cresta, pero mi tía María me decía que estaban jugando. Supe que no era un juego cuando, imitando al gallo, me tendí sobre mi vecina Marimar y le apreté el pecho y la mordí en la coronilla: “eso no se hace”, me reprendió mi tía María.

Este amanecer de Agosto, cuando he oído el canto del gallo anunciando el nuevo día, he recordado la última vez que vi a Terio Soto. Me llamó para contarme lo que le había pasado tras más de veinte años sin vernos. Llegó con su perro Orestes y nos dimos un abrazo. Me contó que un accidente le había dejado ciego. Conservaba los ojos abiertos, algo aclaradas las pupilas, y parecía como si siguieran a los míos cuando miraban hacia los lados. Me dijo: “de pronto se hizo de noche y no ha habido más amaneceres”. Había decidido ir a vivir al campo para escuchar al viento sacudiendo las ramas de los árboles. De tropezón en tropezón, decía, aprendí el caminar que había olvidado. Y me dijo que, además del servicial Orestes, tenía un gallo deambulando por los alrededores de la casa. “Para contar los días que pasan, me dijo, le oigo cantar e imagino la luz del nuevo día. “¿Recuerdas cuando te dije que los gallos no ponían huevos y no servían para nada?, me preguntó para responderse después, pues lo retiro”.

Con estas vivencias me he encontrado en pleno despertar tras esta noche de Luna Llena de Agosto. Ciertamente la vida tiene muchas formas de mostrar sus infinitos significados. Ahora mismo, lo que más deseo es que no se muera nunca el gallo de mi amigo Terio Soto.

Fdo.  JOSU MONTALBAN .