Al atardecer el mar pardea sus aguas aunque el sol adorna lo más alto de las rocas dejando pasar unos rayos potentes que dibujan visos sobre el azul marino. No reina el silencio porque el mar ejerce su tenaz porfía con la tierra, y las olas no cejan en su empeño amenazador. Casi siempre hay viento pero no se perciben silbidos, en todo caso, el rumor del mar enguye todos los sonidos. Desde la terraza del Parador se ve llegar la noche. Mientras atardece, algún pequeño cascarón pesquero atraviesa a lo lejos, de derecha a izquierda, perdiéndose más allá: debe ser algún barco que ha salido del puerto de la Restinga, al sur, en busca de peces. También mientras atardece, las montañas ocultan por completo al sol, el horizonte del mar se dibuja como una raya nítida y las nubes se van difuminando en la espesa oscuridad. En las laderas de las montañas aparecen puntos luminosos, sólo seis, que corresponden a otras tantas casas que aún permanecen habitadas allí. Al fin la noche cae de forma inevitable. Salvo los diminutos focos de luz, solo el rumor iracundo y violento de las olas muestra que algo se mueve.
Si se mira hacia el mar se ve la boca del lobo. Si se mira hacia las montañas, uno imagina un gran mural negro. En lo más alto, casi siempre hay estrellas que horadan la profundidad. En el suelo, más nos vale que aún quede solidez sobre la que apoyarnos. La noche ha caído como suele acontecer lo inexorable. Cuando se siente su trascendencia y se pinta sobre el lienzo negro la realidad que hemos admirado durante el día, la noche se llena de misterio y la mente humana no tiene más remedio que soñar. ¿Sería eso lo que buscaba Manfred cuando se aposentó allí?.
Los sueños siempre tienen algo misterioso. Aunque solo recuerden, con algunos matices, lo que nos ha pasado en la vida real, siempre acontecen de modo misterioso y enigmático. Cuando cesan los sueños, nos abandona el sueño y donde estaba la boca del lobo comienza a hacerse la luz. El mar sigue rugiendo y, en medio de los rugidos, el lienzo negro de la noche va tiñéndose de día. La ceremonia comienza con una claridad difusa que surge sobre el lejano horizonte de las aguas. Sobre la línea recta tal vez se puede ver la silueta de un barquito que faena o regresa al puerto de la Restinga. Si la ida fue de derecha a izquierda, justo es que el regreso sea en sentido contrario, así que el barquito parece surgido de las tripas de la tierra, de la Punta de la Bonanza, para mostrarse en todas las Playas hasta llegar a la punta más sureña de la isla, donde está la Restinga. El nuevo día llega a mayor velocidad que la que lleva el cascarón pesquero que se atisba en lontananza y le deja, a plena luz, en medio de la Bahía. El primer sol se refleja sobre las aguas azules y sobre las piedras grises y negras de las playas, previamente mojadas por las olas.
Las casitas de la ladera permanecen como puntos blancos. Las gaviotas sobrevuelan las aguas emitiendo sus acompasados gritos. Las gentes abandonan el sueño (o es el sueño el que les abandona) y se recrean en los sueños interpretándolos a su antojo. Algunos queremos pasear para soñar despiertos, para hacernos preguntas y diseñar las respuestas con inteligencia. Son muchas las dudas y muchas las ilusiones. La belleza está dormida en estos parajes solitarios y recónditos que ni en sueños imaginamos cuando estamos a mucha distancia de ellos. De pronto acude a mi memoria la imagen del cartero que Skarmeta ideó para hacer llegar las cartas a la Isla Negra, donde el único destinatario era Pablo Neruda. Traslado a Mario Ruoppolo, que así se llama el cartero de la novela, a estos parajes con su rudimentaria bicicleta, aquí donde el silencio también se oye, como en la isla del poeta. Como él, busco metáforas que ayuden a expresar lo que los ojos ven y los sentidos sienten. Han de ser metáforas relacionadas con la soledad, o con el amor, o con la inconmensurabilidad de la Naturaleza. La Bahía de las Playas es una metáfora plástica en la que caben todos los signos. “Puede que acá el mundo no continúe”, puede ser una bella metáfora. O, “escenario en el que el Hombre no representa otro papel sino el de admirador”. O tal vez, “lugar en que Dios huyó de sí mismo”.
Cuando la luz ya es toda la posible, el mar continúa poniendo su bronca música al libreto, las laderas conforman una tramoya ocre y negra en la que los personajes se echan las manos a la cabeza. El atrezzo son unos puntos blancos diseminados y, en medio de ellos, un gran centro de acogida para admiradores. El argumento de la obra no ha podido ser editado y, por tanto, tampoco hay ningún osado que se atreva a dirigir a los actores. Los actores vienen, sueñan y se van. Unos pocos, como Manfred, permanecen y ya se han convertido en piezas del escenario. Por cierto, a este escenario se accede a través de un túnel con una sola dirección. El semáforo destinado a regular las entradas y salidas, hace tiempo que no funciona. No parece necesario.
Ante la casa de Manfred, una estatua de una mujer, mal pintada o ya descascarillada, da la bienvenida al visitante…También le dice adiós.