Cuando España no existía, -es
decir, hace demasiado poco tiempo-, la cuestión nacional era la definición de
la nación soberana. El concepto de nación soberana inspiró el Decreto I de las
Cortes en 1810, y facilitó las bases a la Constitución de 1812.
El 89 francés había marcado unas líneas, de esas que ahora se llaman “rojas”,
que trascendieron sus fronteras. El término “nación” había devenido en un
concepto sagrado, según la definición del francés Sieyés “un cuerpo de asociados
que viven bajo una ley común y están representados por la misma legislatura”.
Pero el alcance del término “soberanía” precisó nuevos debates y reflexiones
por el concepto “nación”, para que ejerciera sus funciones debía definir quién
era realmente su agente activo de representación. El resumen de aquel largo
debate, que anclaba sus raíces en la Historia , solo era la disyuntiva en torno a si
tal soberanía residía en la voluntad exclusiva de las monarquías y los reyes o
si residía en los ciudadanos (el pueblo) y en las Cortes que les representaban.
Ahora, en el siglo XXI, la
cuestión nacional es muy otra. España definió sus estructuras en la última
constitución y nadie pregona en público que tal constitución deba ser revisada
ni siquiera para saber qué aspectos de ella han devenido en éxitos notables, y
cuales otros chirrían. El texto constitucional se ha convertido en un código
inviolable, -que es lo que debe ser-, aunque los ciudadanos hagan de él tantas
lecturas y tan diferentes, como les conviene a sus razones territoriales,
ideológicas, religiosas y morales. Por si fuera poco el Tribunal que tiene como
función cuidar su cumplimiento se muestra ante los ciudadanos como una jaula de
grillos en donde prima todo menos la rectitud de juicio y la imparcialidad. En
realidad, solo resuelve la situación confusa la disciplina de la sociedad
española que ha perdido la capacidad de respuesta y reivindicación, y sólo
invade las calles para sus diversiones y no para hacer explícitos sus deseos de
equidad y justicia.
El último debate público que
amenaza en convertirse en una cuestión nacional, tiene que ver con la
prohibición de las corridas de toros en Cataluña, aprobada en el Parlament
recientemente. Siendo una iniciativa surgida del corazón de los ciudadanos
mediante la recogida de casi 200.000 firmas, que incidían en la tortura y el
maltrato animal, se ha convertido en una reivindicación de independencia de
España por parte de Cataluña. La gran responsabilidad de ello la han tenido
quienes han leído los resultados de la votación sin analizarlos previamente,
porque ha habido quienes han votado al unísono siguiendo el mandato de sus
formaciones políticas, -PP a favor, ICV y ERC en contra-, y quienes han dado
libertad de voto, -PSC y CiU-, en donde se han producido todo tipo de
reacciones. Es decir, que caben varias interpretaciones de las que yo extraigo
algunas conclusiones: ha habido posicionamientos nacionalistas, catalanistas y
españolistas, que han actuado prioritariamente como tal; y ha habido posicionamientos
que han sido dictados por las conciencias libres, eso sí, influidas por los más
recónditos impulsos. ¿Porqué la consecuencia ha sido una discusión pública tan
incoherente?
Principalmente porque España y
los españoles viven hipersensibilizados, alrededor de una quimera nacionalista
de doble dirección, que ha calado en el debate político con más rotundidad
incluso que la crisis, que la conformación de una sociedad más justa y la
solución de los problemas de la convivencia diaria de los españoles. En esta
enfermiza situación vivimos sumergidos y es bueno que nos atrevamos a subrayar
a los responsables. Lo somos la clase política que no parece dispuesta a
reflexionar sobre lo esencial, y extrema la estrategia de sacar provecho a lo
accesorio, pero lo son también los medios de comunicación que no tienen en la
información neutra, imparcial y fidedigna su objetivo principal, sino que sus
estrategias tienen más que ver con aquello del “ni quito ni pongo rey pero
ayudo a mi señor”. Y cada informador parece tener su Señor.
Dos ejemplos de
irresponsabilidad: Rajoy y el PP van a presentar una Proposición de Ley para
blindar la fiesta de los toros por considerarla una “manifestación cultural” a
la que, al parecer, tienen derecho todos los españoles. Resulta curioso que la
proposición del PP se base en “el derecho de igualdad de los españoles y en el
derecho de acceso a la cultura”. Bellos derechos, sin duda, si fueran aplicados
más allá de la preservación de las corridas de toros, porque el concepto de
igualdad, aplicado aquí, solo expresa osadía. El otro ejemplo pasa por el
tratamiento que se ha dado a la información. Un diario nacional abrió edición
con una frase de significado encubierto y agresividad manifiesta: “Triunfaron
los animales”. Para colmo la información se completa con continuas
interpretaciones del acuerdo en clave nacionalista y muy escasas esquirlas
ilustrativas del desarrollo real del proceso.
Ya creo que es hora de que me
defina yo mismo sobre el asunto para que nadie me tache de ambiguo. Me gustan
los toros pero no considero que constituyan una actividad cultural. Yo no los
hubiera prohibido ni aunque no me hubieran gustado porque creo, como Caballero
Bonald, que “cualquier prohibición va en contra de la libertad de elección…el
que quiera ir a los toros, que vaya”, aunque también va en contra de esa
libertad de elección el excesivo costo de las entradas, del mismo modo que va
en contra de la igualdad que una localidad de Barrera cueste diez veces más que
una localidad de las gradas más elevadas de la plaza, o que una entrada de
Sombra valga tres veces más que una de Sol. Nada está conformado en torno al
concepto de clase social y castas como una Plaza de Toros. Considero que una
corrida de toros es un espectáculo en que se juntan un poquito de arte (mucho
on Morante y menos en Urdiales), mucho de entereza y valentía ( muchísima en
Urdiales y menos en Morante), y bastante glamour en los graderíos. Hay color,
vistosidad y leyenda. Los toros están presentes en la Leyenda y la Mitología , provocan
inspiración en los pintores, en los artistas, en los escritores, en los poetas,
pero ¡ay!, hay crueldad y sangre a raudales, y visiones tremendas, y dos
riesgos desequilibrados: uno inevitable para el toro, y otro muy dudoso para el
torero a tenor del balance anual que siempre concluye que todos los toros
mueren mientras solo se produce alguna
excepción con la muerte aislada de algún torero.
Hay pasión, hay sobresaltos, hay
pensamientos ocultos, hay sensualidad y sexualidad, hay belleza y hay
disciplina mal entendida que se expresa en la arbitrariedad (sí, arbitrariedad)
del Presidente, para administrar durante al menos dos horas el Coso con todas
las potestades en sus manos. Dicho esto, creo que los antitaurinos solo
expresan con sus acciones la crueldad que tiene lugar en las plazas, aunque me
parece una exageración hablar sobre los derechos de los animales en los
términos que ellos lo hacen, teniendo en cuenta las condiciones de desigualdad
e injusticia en que vivimos los humanos. Las corridas de toros desaparecerán,
junto al negocio taurino, cuando dejen de ser rentables o cuando las
generaciones venideras lleguen a encarnar que constituyen una inhumanidad
insoportable. Solo así.
Pero, ¿no es cierto que se ha
puesto el grito en el cielo porque la prohibición ha tenido lugar en Cataluña y
no en otro lugar? En 1991 se prohibieron en todo el territorio canario y nada
ocurrió. Barcelona se declaró antitaurina en el 2004, pero también Coslada
(Madrid) se declaró tal en el 2005. Y hay otros cuarenta pueblos catalanes
declarados antitaurinos que corresponden a los gobernados principalmente por
ERC y que fueron declarados a mediados de la década actual. ¿Por qué relacionar
con el nacionalismo catalán, exclusivamente, el pronunciamiento del Parlament?
Los Borbones, a su llegada a España en el siglo XVIII, denostaban los
espectáculos taurinos, por lo que Felipe V los prohibió en 1723. Sin embargo
los aceptó como medio para sufragar obras benéficas: hospitales, hospicios,
asilos… Las prohibiciones no fueron aceptadas por el pueblo, que siguió con sus
aficiones. En 1771, y en 1805, y en 1877, se propusieron sucesivas
prohibiciones. Los Toros han sobrevivido rodeados de dificultades y ningún
régimen las ha evitado: Primo de Rivera, la Segunda República ,
el franquismo incluso. Probablemente son estos avatares adversos los que han
venido alentando la continuidad de las corridas de toros. Así lo expresa
Jovellanos en uno de los textos más atinados sobre la Fiesta : “Así corrió la
suerte de este espectáculo, más o menos celebrado según su aparato y también
según el gusto y genio de las provincias que le adoptaron, sin que los mayores
aplausos bastasen a librarle de alguna censura eclesiástica, y menos de aquella
con que la razón y la humanidad se reunieron para condenarle. Pero el clamor de
sus censores, lejos de templar, irritó la afición de sus apasionados, y parecía
empeñarlos más y más en sostenerle, cuando el celo ilustrado del piadoso Carlos
III lo proscribió generalmente, con tanto consuelo de los espíritus como
sentimiento de los que juzgan las cosas por meras apariencias” .
Lo hace Jovellanos en un texto
mucho más amplio en que analiza la realidad y cuestiona la concepción de la
llamada Fiesta como “nacional”: “La lucha de toros no ha sido jamás una
diversión ni cotidiana ni muy frecuentada, ni de todos los pueblos de España,
ni generalmente buscada y aplaudida. En muchas provincias no se conoció jamás…Se
puede calcular que de todo el pueblo de España apenas la centésima parte habrá
visto alguna vez este espectáculo. ¿Cómo, pues, se ha pretendido darle el
título de diversión nacional?”.
La reflexión de Jovellanos tuvo
lugar con ocasión de una de las varias prohibiciones, y es por eso justamente
que puede ser aplicado con ocasión del pronunciamiento del Parlamento catalán,
porque conserva su vigencia: “Pero si tal quiere llamarse (diversión nacional)
¿quién podrá negar esta gloria a los españoles que la apetezcan? Sin embargo
creer que el arrojo y destreza de una docena de hombres, criados desde su niñez
en este oficio, familiarizados con sus riesgos y que al cabo perecen o salen
estropeados de él, se pueden presentar a la misma Europa como un argumento de
valor y de bizarría española, es un absurdo. Y sostener que en la proscripción
de estas fiestas hay el riesgo de que la nación sufra alguna pérdida real, ni
en el orden moral ni en el civil, es ciertamente un delirio de la preocupación.
Es pues claro que el Gobierno ha prohibido justamente este espectáculo y que
cuando acabe de perfeccionar tan saludable designio, aboliendo las excepciones
que aún se toleran, será muy acreedor a la estimación y a los elogios de los
buenos y sensatos patricios”.
A eso nos enfrentamos ahora
mismo. Bueno será que los ciudadanos superen la quimera del sí y del no sin
recurrir al debate viejo y absurdo que siempre acompañó a las luchas banderizas
y los delirios nacionalistas relacionados con los territorios y no con las
personas. Toros sí, toros no, es el debate. España sí, España no, es la falsa
discusión de quienes solo desean aprovecharse del río revuelto.
Fdo JOSU
MONTALBAN