Que el Doctor Areilza fuera un eminente cirujano es algo
que no debe extrañar. Había cursado sus estudios de Medicina en Valladolid, que
era una universidad prestigiosa, y había completado el doctorado en París,
donde se codeaba con destacados compañeros y afamados profesores. Por si fuera
poco había sido llamado a dirigir uno de los primeros Hospitales Mineros de
España, el de Triano, donde había podido aplicar todos sus conocimientos, así
como las experiencias que había ido adquiriendo, aquí y allá, en todos los
lugares del mundo a los que había viajado, aunque sus viajes hubieran
respondido de inicio a sus deseos de conocer otros lugares y culturas.
Sin embargo, -tal como queda
recogido en mi libro “El Doctor Areilza: Médico de los Mineros”-, la celebridad
del Doctor Areilza trascendió su profesión. Quienes han escrito sobre él antes
de hacerlo yo lo han expresado de diversos modos. En unos casos recurriendo a
su compromiso social y político, y en otros casos subrayando su amplio bagaje
intelectual que le llevó a promocionar actividades, crear foros y participar en
tertulias que terminaron por convertir el Bilbao de su tiempo en una especie de
Grecia antigua. Como afirma Fernández de la Sota, “sin ser en puridad un
liberal fue, no obstante, un vivo ejemplo de liberalismo en su acepción más
noble”. El liberalismo del Doctor Areilza era, además de una actitud o una
posición ideológica, un compromiso inconfundible con la sociedad de su tiempo,
después de que los carlistas, algunos de ellos mudados en nacionalistas, y
buena parte de los propios liberales, conformasen la oligarquía vasca que, en
palabras del Doctor, era tan simple que se entusiasmaba adornando a sus hijas
con ropas nuevas cada domingo y comprando los votos en las elecciones.
El Bilbao del primer cuarto del
siglo XX que Areilza vivió, tras su reclusión en Triano, era un hervidero. Ya
no se podía decir que lo dominante entonces fuera un liberalismo real porque la
burguesía vizcaína se había ido apoderando de casi todos sus resortes
económicos. Sólo un manojo de intelectuales debatía a todas horas preguntándose
si habían merecido la pena los muertos y las destrucciones producidas en las
sucesivas guerras civiles. Areilza se fue convirtiendo en un “dinamizador
cultural” de aquel Bilbao. Sus contactos tanto le acercaron al patrono por
antonomasia, el “león” Víctor Chavarri, como al agitador más activo en aquellos
ambientes, la “serpiente” Perezagua. Sus inquietudes ante la situación se las
refiere en una carta a su amigo Pedro Jiménez con motivo de la muerte de
Chavarri: “El país está ya amansado para vivir sumiso y obediente al látigo y
se resignará, mejor dicho exigirá que se reparta el botín entre media docena de
caciquillas”. Parecida inquietud le produjo la disputa entre las familias
socialistas que culminó con el abandono de Perezagua para formar el partido
comunista y el triunfo de Indalecio Prieto, con quien llegó a congeniar mejor
que con su antecesor.
Su celebridad en Bilbao se fraguó
tras la creación de varias tertulias que tenían lugar en los cafés más
céntricos de la villa, y que tenían su antecedente, curiosamente, en su
“Universidad de Gallarta”, una pequeña ágora instalada en dependencias de la
fonda de Ángela Arrien, donde se hospedaba cuando ejercía como Director del
Hospital. Allí, tanto se declamaban poesías como se enseñaba a prevenir el
tifus o a sanar las pústulas infectadas de los mineros.
Empezó participando en una que se
celebraba en el Café Suizo de la Plaza Nueva, de donde pasó a la del Café
Boulevard. Se trasladó posteriormente al Café García en el número 8 de la Gran
Vía para instalarse definitivamente en el Lion d’Or, donde “siguió tejiendo con
gentes nuevas y viejas las crónicas de la Villa, a veces proyectándolas sobre temas de interés universal”, según palabras de Juan
de la Encina. En aquella tertulia participaba activamente el Doctor Areilza,
bajo la dirección de Pedro Eguillor, que era quien dirigía los debates. El
nivel de las discusiones tenía que ver con la importante intelectualidad de
quienes participaban en ellos, entre otros, Ramón Olascoaga, Lequerica, Juan de
la Cruz, Elizondo, Sánchez Mazas, Ramón Basterra, Zuazagoitia, José María
Salaverría, Luis Díez, Quadra Salcedo, Ricardo Mestre, Luis Elizalde, Luis
Antonio de Vega, Aureliano López Becerra, Manolo Aranaz Castellanos, Calle
Iturrino, Wakoning, y también Mourlane Michelena, Esteban Bilbao, Balparda,
Guiard y Unamuno. De todos los debates eran especialmente ilustrativos los que
mantuvieron el Doctor Areilza y Unamuno, que concentraban una mayor afluencia
de espectadores que los demás.
La personalidad del Doctor chocó
en no pocas ocasiones con el carácter indómito, aunque voluble, del Rector
Unamuno. Por eso es preciso dedicar un apartado a aquella relación que
tuvieron, continuamente sembrada de rivalidades y desencuentros, aunque tales
no fueran suficientes como para negar la peculiar amistad que les unió.
AREILZA Y UNAMUNO
Su relación fue entre dos personas que se admiraban
mutuamente, pero que eran incapaces de proclamar sus admiraciones. Su amistad
había sido forjada en los más tiernos años de la infancia. Los dos habían
estudiado en el Instituto Central de Bilbao, habían vivido aquellos años del
Sitio de la Villa y habían visto entrar en formación a los liberales
triunfantes, encaramados en sendos bancos del Arenal bilbaino. Era lógico,
pues, que rivalizaran el quijotismo unamuniano con aquel otro pragmatismo de
Areilza, mucho más pegado al suelo.
Fueron buenos compañeros de viaje por las tierras
españolas. No se aburrían sus acompañantes cuando los dos se sumergían en
debates y discusiones interminables relativos a los monumentos que admiraban,
las tierras que atravesaban y que habían sido escenarios de batallas y gestas
gloriosas. Se profesaban un respeto mutuo especial, mucho más basado en el
recelo y el miedo que ambos se tenían. El Doctor Areilza esperaba con avidez
que Unamuno hiciera declaraciones estridentes cada vez que cambiaba su
ubicación filosófica e ideológica: del liberalismo al nacionalismo, o al
socialismo, o incluso al franquismo, con el cual llegó a flirtear. En ambos era
patente la pasión por España como patria de todas las patrias, pero en ambos lo
era desde una visión crítica y revisionista. Unamuno escribía, pontificaba
desde los atriles de la Universidad y desde las mesas de caoba de los Ateneos y
las Sociedades culturales. Areilza no acudía a aquellos foros comprometidos.
Sus aportaciones públicas llegaban al círculo de sus más allegados, de sus amigos,
por medio de cartas que en la mayoría de las ocasiones no llegaban a oídos del
mismo Unamuno.
Compartieron en la edad adulta buena parte de sus
proyectos. Un día llegó Unamuno a los Hospitales Mineros de Triano. Había sido
invitado por el Doctor, sabedor de que se encontraba escribiendo el libro Paz
en la Guerra. Recorrieron juntos las campas de Triano donde había tenido
lugar la guerra civil. Deambularon por las calles de los poblados mineros
hablando con los obreros desarrapados.
Miguel llenaba cuartillas con cuanto le decían los lugareños. Cuando
culminó su obra el Doctor no dudó en ensalzar su esfuerzo al acudir al lugar de
los hechos, en contraposición al trabajo de Blasco Ibáñez en El Intruso,
a pesar de que hubiera culminado en una novela laudatoria para el Doctor.
La magnanimidad de ambos se hizo patente en varias
ocasiones. Sirvan de muestra estos dos episodios. Cuando Enrique Areilza
visitó, acompañado de su hijo, a Miguel de Unamuno en su destierro de Hendaya,
quedaron boquiabiertos tras la entrevista. Como quiera que Areilza fuera
interrogado por su hijo, le respondió: “Hay que saber escuchar. La primera
condición del hombre civilizado es tolerar la opinión del prójimo. Las
violencias de don Miguel son injustas y exageradas, pero explicables en parte.
Hay que oírle en sus quejas, aunque luego no se le siga en sus propósitos”.
Un año después de esta visita murió el Doctor Areilza. A
su fallecimiento Unamuno escribió una carta a su viuda para mostrar su
sentimiento ante la muerte: “No sabe usted bien, señora y amiga, el
desconcierto de corazón que me ha dejado el tránsito de su Enrique, de nuestro
Enrique. Era tan estrecha la comunión y comunidad de íntimos anhelos entre él y
yo. ¡Nos unía el mismo fervor ante el misterio que él ha traspuesto, en mi
pueblo, en nuestro pueblo, en nuestro Bilbao, y qué culto le rendíamos ambos!
Era aquel en quien más me oía a mí mismo. Sobre su recuerdo pasan por mi alma
las horas más llenas, más eternas de mi vida. (...) Fue, sí, un hombre
inteligente, pero sobre todo bueno. (...) Le quise como sabemos querer ahí y él
me quiso. Me dio las pruebas más exquisitas de su cariño. Y hoy me parece que
me han arrancado algo de muy dentro. (...) Dígale a su hijo que uno de los
mejores amigos que tuvo su padre, uno de los que más apreciaron su corazón
inteligente, su inteligencia cordial, le repite lo que él, lo que su padre le
dijo, y es que sólo el trabajo desinteresado, el trabajo como religión, puede
consolarnos de haber nacido a morir. Que su padre trabajó para ganarse la vida,
pero la íntima, la espiritual, la que no pasa, para ganarse el pan del divino
consuelo, trabajó para darse a los demás, para hacerse un alma eterna”.
Muchas más veces se refirieron el uno al otro, pero sirvan
estas dos para comprender el profundo respeto que les llevó a aceptarse tal
como eran. Su amistad, basada en la rivalidad, bien podría servir de modelo
para tantos hombres y mujeres públicos de los que hoy pueblan los foros y las
ágoras.
Fdo. JOSU
MONTALBAN