sábado, 24 de marzo de 2012

AREILZA Y UNAMUNO EN EL ÁGORA BILBAINA


Que el Doctor Areilza fuera un eminente cirujano es algo que no debe extrañar. Había cursado sus estudios de Medicina en Valladolid, que era una universidad prestigiosa, y había completado el doctorado en París, donde se codeaba con destacados compañeros y afamados profesores. Por si fuera poco había sido llamado a dirigir uno de los primeros Hospitales Mineros de España, el de Triano, donde había podido aplicar todos sus conocimientos, así como las experiencias que había ido adquiriendo, aquí y allá, en todos los lugares del mundo a los que había viajado, aunque sus viajes hubieran respondido de inicio a sus deseos de conocer otros lugares y culturas.

Sin embargo, -tal como queda recogido en mi libro “El Doctor Areilza: Médico de los Mineros”-, la celebridad del Doctor Areilza trascendió su profesión. Quienes han escrito sobre él antes de hacerlo yo lo han expresado de diversos modos. En unos casos recurriendo a su compromiso social y político, y en otros casos subrayando su amplio bagaje intelectual que le llevó a promocionar actividades, crear foros y participar en tertulias que terminaron por convertir el Bilbao de su tiempo en una especie de Grecia antigua. Como afirma Fernández de la Sota, “sin ser en puridad un liberal fue, no obstante, un vivo ejemplo de liberalismo en su acepción más noble”. El liberalismo del Doctor Areilza era, además de una actitud o una posición ideológica, un compromiso inconfundible con la sociedad de su tiempo, después de que los carlistas, algunos de ellos mudados en nacionalistas, y buena parte de los propios liberales, conformasen la oligarquía vasca que, en palabras del Doctor, era tan simple que se entusiasmaba adornando a sus hijas con ropas nuevas cada domingo y comprando los votos en las elecciones.

El Bilbao del primer cuarto del siglo XX que Areilza vivió, tras su reclusión en Triano, era un hervidero. Ya no se podía decir que lo dominante entonces fuera un liberalismo real porque la burguesía vizcaína se había ido apoderando de casi todos sus resortes económicos. Sólo un manojo de intelectuales debatía a todas horas preguntándose si habían merecido la pena los muertos y las destrucciones producidas en las sucesivas guerras civiles. Areilza se fue convirtiendo en un “dinamizador cultural” de aquel Bilbao. Sus contactos tanto le acercaron al patrono por antonomasia, el “león” Víctor Chavarri, como al agitador más activo en aquellos ambientes, la “serpiente” Perezagua. Sus inquietudes ante la situación se las refiere en una carta a su amigo Pedro Jiménez con motivo de la muerte de Chavarri: “El país está ya amansado para vivir sumiso y obediente al látigo y se resignará, mejor dicho exigirá que se reparta el botín entre media docena de caciquillas”. Parecida inquietud le produjo la disputa entre las familias socialistas que culminó con el abandono de Perezagua para formar el partido comunista y el triunfo de Indalecio Prieto, con quien llegó a congeniar mejor que con su antecesor.

Su celebridad en Bilbao se fraguó tras la creación de varias tertulias que tenían lugar en los cafés más céntricos de la villa, y que tenían su antecedente, curiosamente, en su “Universidad de Gallarta”, una pequeña ágora instalada en dependencias de la fonda de Ángela Arrien, donde se hospedaba cuando ejercía como Director del Hospital. Allí, tanto se declamaban poesías como se enseñaba a prevenir el tifus o a sanar las pústulas infectadas de los mineros.

Empezó participando en una que se celebraba en el Café Suizo de la Plaza Nueva, de donde pasó a la del Café Boulevard. Se trasladó posteriormente al Café García en el número 8 de la Gran Vía para instalarse definitivamente en el Lion d’Or, donde “siguió tejiendo con gentes nuevas y viejas las crónicas de la Villa, a veces proyectándolas sobre temas de interés universal”, según palabras de Juan de la Encina. En aquella tertulia participaba activamente el Doctor Areilza, bajo la dirección de Pedro Eguillor, que era quien dirigía los debates. El nivel de las discusiones tenía que ver con la importante intelectualidad de quienes participaban en ellos, entre otros, Ramón Olascoaga, Lequerica, Juan de la Cruz, Elizondo, Sánchez Mazas, Ramón Basterra, Zuazagoitia, José María Salaverría, Luis Díez, Quadra Salcedo, Ricardo Mestre, Luis Elizalde, Luis Antonio de Vega, Aureliano López Becerra, Manolo Aranaz Castellanos, Calle Iturrino, Wakoning, y también Mourlane Michelena, Esteban Bilbao, Balparda, Guiard y Unamuno. De todos los debates eran especialmente ilustrativos los que mantuvieron el Doctor Areilza y Unamuno, que concentraban una mayor afluencia de espectadores que los demás.

La personalidad del Doctor chocó en no pocas ocasiones con el carácter indómito, aunque voluble, del Rector Unamuno. Por eso es preciso dedicar un apartado a aquella relación que tuvieron, continuamente sembrada de rivalidades y desencuentros, aunque tales no fueran suficientes como para negar la peculiar amistad que les unió.



AREILZA Y UNAMUNO


Su relación fue entre dos personas que se admiraban mutuamente, pero que eran incapaces de proclamar sus admiraciones. Su amistad había sido forjada en los más tiernos años de la infancia. Los dos habían estudiado en el Instituto Central de Bilbao, habían vivido aquellos años del Sitio de la Villa y habían visto entrar en formación a los liberales triunfantes, encaramados en sendos bancos del Arenal bilbaino. Era lógico, pues, que rivalizaran el quijotismo unamuniano con aquel otro pragmatismo de Areilza, mucho más pegado al suelo.

Fueron buenos compañeros de viaje por las tierras españolas. No se aburrían sus acompañantes cuando los dos se sumergían en debates y discusiones interminables relativos a los monumentos que admiraban, las tierras que atravesaban y que habían sido escenarios de batallas y gestas gloriosas. Se profesaban un respeto mutuo especial, mucho más basado en el recelo y el miedo que ambos se tenían. El Doctor Areilza esperaba con avidez que Unamuno hiciera declaraciones estridentes cada vez que cambiaba su ubicación filosófica e ideológica: del liberalismo al nacionalismo, o al socialismo, o incluso al franquismo, con el cual llegó a flirtear. En ambos era patente la pasión por España como patria de todas las patrias, pero en ambos lo era desde una visión crítica y revisionista. Unamuno escribía, pontificaba desde los atriles de la Universidad y desde las mesas de caoba de los Ateneos y las Sociedades culturales. Areilza no acudía a aquellos foros comprometidos. Sus aportaciones públicas llegaban al círculo de sus más allegados, de sus amigos, por medio de cartas que en la mayoría de las ocasiones no llegaban a oídos del mismo Unamuno.

Compartieron en la edad adulta buena parte de sus proyectos. Un día llegó Unamuno a los Hospitales Mineros de Triano. Había sido invitado por el Doctor, sabedor de que se encontraba escribiendo el libro Paz en la Guerra. Recorrieron juntos las campas de Triano donde había tenido lugar la guerra civil. Deambularon por las calles de los poblados mineros hablando con los obreros desarrapados.  Miguel llenaba cuartillas con cuanto le decían los lugareños. Cuando culminó su obra el Doctor no dudó en ensalzar su esfuerzo al acudir al lugar de los hechos, en contraposición al trabajo de Blasco Ibáñez en El Intruso, a pesar de que hubiera culminado en una novela laudatoria para el Doctor.

La magnanimidad de ambos se hizo patente en varias ocasiones. Sirvan de muestra estos dos episodios. Cuando Enrique Areilza visitó, acompañado de su hijo, a Miguel de Unamuno en su destierro de Hendaya, quedaron boquiabiertos tras la entrevista. Como quiera que Areilza fuera interrogado por su hijo, le respondió: “Hay que saber escuchar. La primera condición del hombre civilizado es tolerar la opinión del prójimo. Las violencias de don Miguel son injustas y exageradas, pero explicables en parte. Hay que oírle en sus quejas, aunque luego no se le siga en sus propósitos”.

Un año después de esta visita murió el Doctor Areilza. A su fallecimiento Unamuno escribió una carta a su viuda para mostrar su sentimiento ante la muerte: “No sabe usted bien, señora y amiga, el desconcierto de corazón que me ha dejado el tránsito de su Enrique, de nuestro Enrique. Era tan estrecha la comunión y comunidad de íntimos anhelos entre él y yo. ¡Nos unía el mismo fervor ante el misterio que él ha traspuesto, en mi pueblo, en nuestro pueblo, en nuestro Bilbao, y qué culto le rendíamos ambos! Era aquel en quien más me oía a mí mismo. Sobre su recuerdo pasan por mi alma las horas más llenas, más eternas de mi vida. (...) Fue, sí, un hombre inteligente, pero sobre todo bueno. (...) Le quise como sabemos querer ahí y él me quiso. Me dio las pruebas más exquisitas de su cariño. Y hoy me parece que me han arrancado algo de muy dentro. (...) Dígale a su hijo que uno de los mejores amigos que tuvo su padre, uno de los que más apreciaron su corazón inteligente, su inteligencia cordial, le repite lo que él, lo que su padre le dijo, y es que sólo el trabajo desinteresado, el trabajo como religión, puede consolarnos de haber nacido a morir. Que su padre trabajó para ganarse la vida, pero la íntima, la espiritual, la que no pasa, para ganarse el pan del divino consuelo, trabajó para darse a los demás, para hacerse un alma eterna”.

Muchas más veces se refirieron el uno al otro, pero sirvan estas dos para comprender el profundo respeto que les llevó a aceptarse tal como eran. Su amistad, basada en la rivalidad, bien podría servir de modelo para tantos hombres y mujeres públicos de los que hoy pueblan los foros y las ágoras.


Fdo.  JOSU MONTALBAN