MEMORIA Y
OLVIDO
Decía mi madre que “lo que bien se aprende mal se olvida”, y
para dar fe de ello me repetía una retahíla bien extensa de fechas y personajes
que, según ella, habían sido insignes e importantes. Como mi madre era una
persona muy importante para mí, incluso más que los personajes que con tanta
admiración me nombraba, conservo sus palabras como si fueran oro en paño. En
realidad aquellas palabras correspondían a un refrán que, como todos los
refranes, constituía una enseñanza y una guía para vivir de un determinado
modo. Recuerdo refranes muy atinados y dignos de respeto, conozco otros que
precisan demasiadas explicaciones para su entendimiento preciso, y conozco
refranes que me parecen abominables. Sin embargo, hace cincuenta años aproximadamente
de aquello, y los refranes ya habían sido sometidos a la censura franquista, y
los que la habían superado se convertían en auténticas normas de
comportamiento, como lo eran los mandamientos de la ley de Dios u otros
mandamientos de rango algo más inferior.
Me ha surgido esta inquietud mientras leía un bello artículo
de Muñoz Molina que trata del olvido. Apenas había leído un par de párrafos
cuando he abandonado la lectura para otro momento y he optado por escribir
este. Desde hace algún tiempo hay dos cosas que me tienen ocupado, las dos se
corresponden con excesos: el exceso de memoria y el exceso de olvido. Recurro
de nuevo a mi madre y al refranero. Solía decir que “lo poco agrada y lo mucho
cansa”, y solía decir que “en el punto medio está la virtud”. Eran tiempos en
los que era preferible ser temeroso que ser temerario. No era lo mejor ser un
adelantado de nada porque los límites los imponía el régimen en que vivíamos,
tan implacable con quien sacaba los pies de los límites marcados.
Hoy vivimos tiempos de excesos. Por una parte el invento del
término “memoria histórica”, que junta dos términos que tienen demasiadas cosas
en común porque la memoria es, quizás, el instrumento más valioso para escribir
la Historia, del mismo modo que el relato histórico es una consecuencia más o
menos afortunada de plasmar la Memoria. La Memoria Histórica ha sido en España
una especie de recapitulación que intentó poner al Franquismo en su lugar
llamando a las cosas por su nombre (sublevación, golpe de Estado, dictadura,
etc…), y ha restituido la serenidad, una vez que el horizonte se aclaró tras el
fallido intento de Tejero y sus secuaces de reimplantar el franquismo. Pero la
Memoria Histórica está también revisando la historia de Euskadi con muchos más
remilgos, como si tal Memoria no debiera ser una cosa de los historiadores sino
de los justicieros. No es ese tipo de Memoria, ni los pasajes de la historia
que la recogen, lo más importante. Prefiero, no obstante dejar a un lado la
comparación y hacer hincapié en algo que está ahora mismo a nuestro alcance,
precisamente ahora que hay políticos en España que dicen haber llegado para
sustituir a una vieja “casta” de políticos a los que les achacan ser hijos o
herederos de una Transición “incompleta”.
Tal vez sea la ignorancia, o tal vez sea la bisoñez, la que
hace que los líderes políticos emergentes (con especial virulencia Pablo
Iglesias) ignoren los años en que España se acostaba cada noche con la
incertidumbre de que el día siguiente amaneciera sumido en una Dictadura sin
dictador, es decir que Franco hubiera muerto sin haber dejado atado y bien
atado quién sería su sucesor. Estos nuevos muchachos, que en aquel tiempo
apenas estaban escolarizados, no paran de enseñarnos a todos que la Transición
fue defectuosa y respondió más a una rendición aceptada que a un
esclarecimiento y petición de cuentas exigidos. Sin embargo la Transición fue
un proceso modélico al que cabe buscarle errores y alternativas, pero al que no
cabe añadirle descalificaciones.
Por eso resulta absurdo no valorar de forma positiva el
importante papel que representaron personas como Felipe González, o Santiago
Carrillo, o Juan Ajuriaguerra, o Heribert Barrera, o el mismísimo Fraga
Iribarne, o quien llevó las riendas que fue Adolfo Suárez, quizás el menos señero
de todos ellos pero sin duda el coordinador de aquel proceso. Resulta
descorazonador que quienes en aquel tiempo solo eran (éramos) unos niños vengan
ahora reivindicando un nuevo proceso transitorio diferente a aquel que permitió
que ellos reivindiquen ahora otro mucho más exigente. Esto que ahora
reivindican los emergentes, para justificar su emergencia, no es otra cosa que
una coartada más para justificar su desidia durante el tiempo en que se
mantuvieron alejados de cualquier conflicto. Es tal su ambición de poder que
ese invento que llaman “casta” solo aglutina a quienes, por activa o por
pasiva, protagonizaron la Transición, fuera desde las izquierdas o desde la
derecha, de modo que la descalificación de dicho proceso sirva también para
descalificarles a quienes lo protagonizaron.
Quizás sea ya el tiempo de reivindicar el olvido, porque la
memoria nos lleva constantemente a la revancha o la tergiversación de los
hechos. Quienes reivindican la Memoria lo hacen en muchos casos para
manipularla o, como poco, para ponerla en tela de juicio, sin ánimo de usarla
para poner en común nuestras vivencias durante aquel tiempo en que la
intransigencia y la soberbia de los vencedores se hacía irreductible frente a
los vencidos. De aquel tiempo ya no quedan vencedores ni vencidos porque la
Democracia se ha impuesto definitivamente y ya han pasado más de cuarenta años.
Sólo si usamos la Memoria con fines nobles, y pensando en una convivencia sana
el recuerdo se convierte en venerable.
Borges dijo que “yo no hablo de venganzas ni perdones/ el
olvido es la única venganza/ y el único perdón”. Y dice Muñoz Molina en el
artículo al que he aludido, y que ha dado pie a este artículo, que “el olvido
no es la justicia”. Tiene razón Muñoz Molina, pero los versos de Borges también
son bellos para socorrernos en esos momentos en los que la Memoria se convierte
en una losa que pesa sobre nuestras mentes y nos impide razonar. En la Historia
de España que precedió a la Democracia en que vivimos actualmente, se
sucedieron razones suficientes para ejercer la venganza, pero los ciudadanos
prefirieron no ejercerla porque estaban muy cansados de tanta opresión y tantos
oprobios. Tampoco es aconsejable el olvido como razón para perdonar
sufrimientos y afrentas que tuvieron lugar hace más de cuarenta años.
Deberíamos, en todo caso, convertir la Memoria en un Museo en
el que se sucedieran los acontecimientos de confraternización, ahora que la
Dictadura se da por finiquitada, y quienes la sufrieron más brutalmente, o sus
sucesores, se muestran capaces de pasar página definitivamente. Es hora de
evitar las lecturas y valoraciones basadas en intereses espurios. Dejemos
trabajar a los historiadores, que suelen ser los que mejor y con mayor libertad
leen los hechos acaecidos compaginando los recuerdos con los olvidos. Dejemos
investigar a quienes saben hacerlo sin convertir las investigaciones en
revisiones de cuentas. Los líderes políticos tienen bastante con leer la
actualidad en cada momento, e interpretarla, y buscar las posibles soluciones a
los problemas.
Olvidar no es lo más apropiado, pero obstinarse en recordar,
sólo para agredir con tales recuerdos, no es lo más útil para nuestra
convivencia. Cualquier obsesión convierte los recuerdos en pesadillas, lo cual
no es óbice para afirmar que el olvido voluntario supone una renuncia, nunca
deseable, y que como decía mi madre con la boca casi cerrada “el que olvida lo
que ha vivido, tarde o temprano lo repite”.
Fdo. JOSU MONTALBAN