jueves, 26 de enero de 2012

Capitán de Cadin

Los capitanes de altura de la ciudad de Trieste tenían fama de aguerridos marinos, hombres valientes y arriesgados que, a bordo de barcos no demasiado ataviados, emprendían larguísimas travesías. Su extraordinaria valentía les llevó en muchos casos a la altanería y la soberbia, que desembocaron en que consideraran capitanes de segundo orden o menores a los que sólo hacían viajes cortos entre Trieste e Istria, o entre Fiume y las islas del Quarnero, atravesando un golfo extenso, de aguas mansas, en el que el bóreas, aunque solo fuera en ocasiones aisladas, también provocaba tempestades. Pero los capitanes de altura, orgullosos de su valor, llamaban a estos “capitanes de cadin” o de palangana.

Esta anécdota es recogida por Claudio Magris en su libro “El infinito viajar”, que recoge sus reflexiones como consecuencia de buena parte de sus viajes a lo largo y ancho del Mundo. En su auxilio acuden la historia, la geografía, los testimonios, las costumbres arraigadas a través de los tiempos, las devociones religiosas y los meros anecdotarios recogidos en libros y archivos de mayor o menor credibilidad. El testimonio alusivo a los “capitanes de cadin”, o de palangana, va en el preámbulo del libro y tiene una finalidad concreta: establece que no son necesarias travesías larguísimas ni aventuras espeluznantes para que los viajes sean bellos, interesantes y suscitadores de reflexiones y enseñanzas. De alguna manera establece que aquellos capitanes de cadin que en muchos casos jamás perdieron de vista sus casas, -a las que dirigían en ocasiones sus catalejos para verlas enhiestas o, incluso, para ver a sus mujeres asomadas a las ventanas en horas previamente convenidas-, a pesar del gran número de travesías que emprendían en sus vidas, también tenían cosas que contar, y que cualquier viaje, por pequeño que sea, nos suministra sorpresas y sobresaltos que incorporamos a nuestro acerbo cultural, a nuestras experiencias de vida.

Inmediatamente revisé mi memoria viajera con minuciosidad suficiente para encontrar las vivencias más inolvidables, las que dejaron huella en mi vida posterior, que hubieran acontecido en alguna de mis travesías, ya fueran recreativas o meramente vitales. Y las encontré perdidas ya en el tiempo de mi niñez en que fui un capitán, no ya de palangana sino de orinal, que emprendía cada noche la aventura desde el puerto de salida que era la cocina de la casa en que vivía, hasta el puerto de destino que era la alcoba en que dormía junto a mis dos hermanos. Ciertamente éste viaje apenas merece reseña si no fuera porque la casa de mi niñez, lejos de ser una construcción simple, -asimilable en sencillez a la bahía de Trieste-, era una casa grande en la que se habían improvisado tres viviendas, con un zaguán húmedo al que se accedía mediante un portón chirriante, con unas escaleras de madera apolillada y un gran desván en el que el viento que entraba a través del tejado aireaba polvo y hacía revolotear papeles y telas de arpillera que habían sido utilizadas para separar las diferentes zonas reservadas a guardar trastos, cosechas, y un palomar en el que las palomas, con sus zureos, interpretaban cada noche una sinfonía tétrica. Aquella casa de mi niñez bien pudiera asimilarse a una casa de fantasmas si no hubiera sido por la firmeza y resolución de mi padre, y la ternura de mi madre, que me hacían olvidar el miedo.

Lo cierto es que cada noche, después de cenar en la cocina y besar a mis padres, tenía que coger el orinal y adentrarme en la húmeda oscuridad del zaguán y buscar el vano de las escaleras de madera. Iniciaba así la travesía de la noche, de cada noche, en busca de la alcoba, de la cama, de los sueños. Mi puerto de destino estaba en algún punto invisible, en el centro de aquella espesa oscuridad. Había aprendido a subir aquellas escaleras, peldaño a peldaño, sin tener que mirarlas. Mi mirada se perdía en la negrura, ansiosa por no encontrar nada. Mi escaso peso era suficiente para hacer crujir las tablas a mi paso. Los clavos roñosos cedían provocando golpeteos puntuales y amenazadores. Eran dieciséis peldaños, dieciséis pasos dados a ciegas hasta que la puerta del salón de la casa, en el primer piso, me ofreciera el ojo de la cerradura para que yo, tras varios intentos, lograra enjaretar una llave que habiendo mostrado frialdad cuando la tomaba en la mano por primera vez, llegaba al primer piso casi candente, porque mis manos se aferraban a ella durante la travesía creyendo de ese modo estar a salvo de todo.

Al encender la luz tornaba la serenidad. Ya no me asustaba ni el correteo de algún ratoncillo hasta su guarida, ni el bufido de alguna mosca espoleada por la luz. Entrar allí era como depositarme en una caja fuerte, cerrada herméticamente, de la que solo los dos que más me amaban –mis padres-, conocían la clave. Desde aquel salón se accedía a una habitación destinada para las visitas de algunos familiares que venían a vernos en diferentes fiestas y épocas del año. Tenía los muebles muy bien conservados y una colcha fruncida en los bordes y bien acoplada al colchón. Me llamaba la atención el despilfarro de conservar la habitación mejor ataviada para solamente ser usada cuatro noches en todo el año. En el lado opuesto del salón estaba la puerta que daba acceso a la habitación en que dormían mis padres. Yo debía cruzarla para llegar a mi cuarto. La alcoba de mis padres era humilde, así que creo que no sólo mi hogar de nacimiento fue humilde sino que también lo fueron el lecho en que fui engendrado y las sábanas que acariciaron el amor que provocó mi engendro. Por el cuarto de mis padres pasaba rápido, entre otras cosas porque siempre estaba la cama vacía. Recuerdo que estaba cubierta con una colcha que hacía juego con una cortina que cubría la puerta de mi cuarto. Entre los dos cuartos no había puerta de material sólido, había una cortina que en los días de vendaval ondeaba como si fuera una bandera o como si fuera la sábana de un fantasma. Por fin llegaba a mi cuarto.

Era mi puerto de destino. Más aún, el dique en que amarraba mi barco y le exponía a todas las vicisitudes y tempestades. Mi cuarto era demasiado pequeño. Hasta que tuve seis o siete años compartí cama con mis dos hermanos. Después, mi padre hizo una cama que, no sé bien por qué razón, llamaba “cama turca”. Era poco más que un jergón con cuatro patas, sobre el que había un colchón de lana tosca. Apenas había sitio para nada más que las dos camas: un armario viejo en el que se agolpaba media docena de baldes y latas que servían para recoger el agua de las goteras cuando llovía, y la máquina de coser de mi madre. Por mi cuarto pasaba la chimenea que estaba oscurecida y parda por el calor y el humo que transportaba. Cuando la lluvia era copiosa las goteras interpretaban una especie de sinfonía con los baldes y las latas usados a modo de timbales. Aquella habitación tenía cierto regusto a humedad aunque no hubiera llovido. A través del techo se veían las arpilleras del camarote tremoladas por el viento. Mi puerto era un lugar acogedor y caliente en el que daba rienda suelta a mi sueño y a mis sueños. Llegar a aquel lugar requería emprender y culminar aquella travesía corta pero accidentada.

Yo era un “capitán de cadin” cada noche de mi infancia. Y mi casa era como la bahía de Trieste para los capitanes de los que habla Magris. En medio de aquella oscuridad nadie pudo ver mis zozobras ni mis miedos, pero aquellos viajes que me alejaban del último beso y abrazo de mis padres y me llevaban a lecho de mis sueños requerían un capitán aguerrido y valiente. Como aquellos capitanes italianos yo también combatí y derroté a todos los bóreas que soplaban en aquel portal y aquellas escaleras tenebrosas. Aunque abría los ojos hasta que me dolían los párpados, jamás llegué a ver al dios Bóreas que, según me habían contado, tenía serpientes en lugar de pies.

Fdo.  Josu Montalbán