martes, 30 de septiembre de 2014

VER PASAR LA VIDA ( DEIA, 30 de Septiembre de 2014 )

VER  PASAR  LA  VIDA  o LA IRRESISTIBLE  PASIÓN  DE  LOS  POETAS
(En torno al libro de Joan Margarit “Nuevas cartas a un joven poeta”)

Me gusta releer algunos libros. Incluso me gusta “rereleerlos”,… y más prefijos “re” encadenados aún.
Muchas veces he leído, -por tanto, tantas menos una le he releído-, el libro de Joan Magarit “Nuevas cartas a un joven poeta”. En él Joan rememora y revisa un libro anterior al suyo, “Cartas a un joven poeta” de Rainer María Rilke. Yo no había leído el libro de Rilke cuando compré el libro de Joan Margarit, pero recién terminé de leer el libro de Margarit compré el de Rilke y lo leí. Ahora resulta que tengo un dulce recuerdo e impresión de los dos y, aunque no sé bien cómo relatarlos, debo afirmar que han confirmado mi condición de poeta: una condición sencilla aplicable a quien escribe poesía.
Me une a la poesía un vínculo difícil de explicar pero fácil de vivir en él una vez que le he percibido y aceptado. Dice Joan que “el límite de la poesía es el de la emoción”. Sí, yo también siento una fuerza interior, una especie de satisfacción cuando leo la poesía que he escrito unos instantes antes y, una vez sosegada la mente, me balanceo en sus contenidos. Porque, como a Joan Margarit, “no me interesa el poema que no contribuya a hacerme mejor persona, a procurarme un mayor equilibrio interior, a consolarme, a dejarme un poco más cerca de la felicidad”.
Cuando me apresto a escribir un poema la idea ya ha anidado en mi mente, ya es imposible que el poema no surja como un polluelo que surge del huevo, y no sé bien si es el poema el que rompe la cáscara desde el interior o soy yo el que, aprisionado en mi inquietud y ávido de libertad y de libertinaje, la rompo para que surja mi hijo del alma. Ya no me importa que a los ociosos se les tache de modo despectivo de “vivir de la poesía”. Frente a quien lo diga yo le contrarresto con esos versos de Celaya: “La poesía es un arma cargada de futuro”.
Mucho se ha dicho de la poesía y más se ha dicho de los poetas. No todo bueno, incluso en algún tiempo a los que llevaban los cabellos largos y desgreñados se les confundía con arruinados poetas. Tal ha sido considerada la poesía, una práctica común y sencilla, asequible para todos. ¿Quién no es capaz de escribir un poema? Sin embargo, ser poeta es una manera de ser o de estar en el mundo, como decía Heidegger. Si “poeta” fuera una profesión o un oficio habría escuelas en las que aprendieran los jóvenes a escribir los poemas, manuales en los que se enseñara a completar un soneto o una décima, una poesía épica o una lírica, un romance o una fábula. Y los poetas se especializarían en alguna de las disciplinas; tal vez dejarían de ser escuetamente poetas para adornar su currículo con la pertinente especialidad.
Hay quien se empeña en minusvalorar la poesía, o más bien en despreciar la obra de los poetas como algo inservible. Hay quien siempre tiene un verso en la punta de la lengua, o un poema en la punta de los dedos, pero nunca tienen tiempo suficiente para declamar o escribir versos porque “no tienen tiempo para perder” o “no tienen tiempo para nada”, como si la poesía fuera nada y el tiempo empleado en crearla fuera perdido. Al poeta le distingue, siguiendo a Rilke, el inevitable destino de manar versos, de verter el agua que calma la sed continuamente, como si de un manantial se tratara.
El poeta dice, pregunta, calla, exhorta, duda,… pero siempre estalla y siembra en el ambiente cuanto le sobresalta y le oprime la conciencia, sea alegre o triste, sea bello u horrendo. Eso sí, busca que la palabra escrita o escuchada golpee en lo más íntimo. Atrae hacia el universo, casi siempre poco convencional, en que se provocan debates internos, es decir, atrae hacia universos abigarrados, profundamente interiores. Mueve el ánimo y determina comportamientos. Excita e incita. Recluye para provocar la reflexión, pero luego se expande sin medida y sin discreción.
Dice Joan Margarit que quien escribe poesía se conoce bien a sí mismo. Dice también que “a veces el poeta no se da cuenta de que vive su propio engaño”. Y bien, ¿cuántos, de vida prosaica, se sienten orgullosos de virtudes que no poseen y las vocean con estrépito sin apercibirse de que quizás no sean tan virtuosos o quizás no posean tales virtudes? Y sin embargo el poeta ha de ser valiente porque cada verso del poema ha de tener vida propia, ha de decir incluso cuando se muestre desamparado de los otros versos del poema.
Cuando escribo un poema ni siquiera imagino cómo será quien se decida a leerlo, no sé si acariciará las pastas del libro mientras lo lee ni sé si su predisposición vendrá determinada por las impresiones que yo les haya podido causar. El poema tiene vida y tiene vocación. Puede ser que tenga ansias de posteridad pero siempre lleva implícita su vocación de servicio: servicio a la ética y servicio a la estética.
El poeta es valiente porque la sociedad sigue denostando a la Poesía. Siempre ha sido despreciado lo difícil cuando es enjuiciado por la gente común. Margarit dice que “hay que ser osado a la hora de escribir el poema”. Osado porque hay que decir todo lo que se quiere decir, con un límite de palabras y con el límite que imponen las reglas poéticas, pero dice también Joan que “(hay que ser) humilde antes y después de escribirlo”, porque la búsqueda de la palabra precisa en su significado tal vez no coincida con la precisa en su métrica y acentuación. Hay que evitar que la humildad y la osadía del poeta se conviertan en soberbia e ignorancia que, como afirma Margarit, conforman una mezcla que da los peores poemas imaginables.
Decía Fernando Pessoa que “el poeta es un fingidor”. Tal vez tuviera razón, pero se finge lo que se desea fingir, aquello que no se tiene pero se persigue con denuedo. Porque el poeta sueña con un mundo mejor y más justo, e imprime amor en casi todo lo que escribe. No sólo los poemas de amor contienen ternura. Lo mismo que el amor se convierte en un territorio casi místico en el que se mueven los enamorados, el poema se constituye en la fortaleza que defiende ese territorio. La poesía ha de ser ambiciosa: con poco, solo con las palabras, ha de invadir todo el espacio, “buscar con la palabra la verdad sin caer en el engaño que siempre espera dentro del brillo más verdadero” (Margarit). Esa es su misión, a ese empeño sirve.
La poesía no es un hobby. A veces se desacredita a la poesía a partir de la marginación de los poetas: “Un poeta da miedo por la verdad que busca y por al soledad que trae” (J.M.). El poeta no es un trabajador que produce poemas, no administra una máquina (ni siquiera de escribir, pues escribe en cualquier lado, en lo que tiene a mano en cada momento), no elabora tablas ni audita cuentas para saber la prosperidad de su negocio. Más bien, a la vista de los demás, vive en el ocio, como dejando pasar el tiempo, pero su entrega a los sentimientos más exigentes, que le hace buscar la soledad para recluirse en ella, le exige una responsabilidad especial, le obliga a soportar el dolor y el sufrimiento como pasajes ineluctables de quienes buscan la soledad para sobrellevar el suplicio de vivir en sociedad. También para esto, considera Joan Margarit, es necesaria la poesía, “porque ni siquiera el amor se entiende sin la experiencia del sufrimiento”.
He dejado lo anecdótico para el final. Compré el libro de Joan Margarit en una caseta ubicada en la calle Recoletos, en Madrid. Conocía al autor porque había sido Premio Nacional de Poesía en el 2008, y había aparecido muchas veces en los diarios. Pero compré el libro como quien compra un armario, abrí sus pastas y vi que era de fácil lectura. Calculé cuánto tiempo tardaría el leerle y lo contrasté con el tiempo que tenía libre en aquel momento. Me salió la cuenta. Fui al Café Gijón, que estaba al lado, y me senté al lado de una jarra de cerveza que no se separó de mí hasta que no llegué a la última página del libro.
Desde entonces, entero o a trozos, le he leído bastantes veces. Empiezo a pensar que es este libro, -junto a algunos otros que conservo con especial mimo-, el que sigue empujándome hacia la poesía como instrumento solidario, ético y estético. Tampoco renuncio a ella como entretenimiento o como mera manera de ocupar el tiempo, pero la siento tan íntima como útil. Al salir del Café Gijón vi el armario, aún lleno de los más variados artículos, que fue digno acompañante de Alfonso, el “cerillero del Café”, ya fallecido. En sus anaqueles de madera rezaba sobre un cartel blanco y escrito con escuetas letras negras: “Aquí vendió tabaco, y vio pasar la vida, Alfonso, cerillero y anarquista”.
Como poco, la poesía es una forma muy saludable, útil y comprometida de “ver pasar la vida”.
FDO.  JOSU  MONTALBAN