lunes, 15 de diciembre de 2014

EL NIÑO OUAMOUNO Y EL ÉBOLA EN ESPAÑA

EL NIÑO OUAMOUNO Y EL ÉBOLA EN ESPAÑA
Resulta complicado escribir sobre el Ébola, queridos lectores, porque no sé bien qué cariz darle al relato. Desde que el Ébola irrumpió en España con la repatriación del misionero español Manuel Pajares la historia del Ébola ha llegado a nosotros como una amenaza para nuestras vidas, en lugar de llegar como la realidad que ya es, que afecta a tantos millones de humanos en el continente africano, proscritos y olvidados. Pero llegó el misionero Pajares procedente de Liberia y se encendió la polémica, probablemente auspiciada por el miedo que infligió a los televidentes la parafernalia que rodeó al traslado: urnas herméticas para su aislamiento, personal (incluido el no sanitario) embozado en trajes aislantes, aislamiento completo de los aposentos que iba a ocupar el enfermo, silencio de las autoridades sanitarias españolas… Y por si fuera poco, la muerte del misionero en apenas cinco días.
El Ébola es una enfermedad pero bien parece un castigo, una plaga enviada por los dioses negros a los que los blancos no les debemos veneración ni respeto, por eso nuestro debate se ha centrado sobre todo en aspectos tangenciales. Mientras algunos científicos y médicos, -no los suficientes, principalmente vinculados a ONGs-, se empeñan en estudiar el mal con gran escasez de medios, nosotros los que nos creemos más adelantados y civilizados, vivimos enrocados en nuestra tozudez que consiste en poner barreras y edificar muros de la vergüenza para que ningún atisbo de Ébola se nos aproxime. La tragedia es allí, a muchos kilómetros de distancia, y por tanto no nos pertenece. Por eso las primeras reacciones fueron para criticar que los misioneros contagiados fueran repatriados para que murieran junto a sus paisanos y familiares. Si hubieran regresado sanos habrían recibido un homenaje en sus pueblos o ciudades como si fueran héroes, pero llegaron enfermos y la proscripción estaba cantada.
Mientras en España nos hemos enfrascado en lo más accesorio, -si las medidas de repatriación eran idóneas, si el Hospital de acogida era el adecuado, si los protocolos que se debían aplicar estaban suficientemente contrastados, etc…-, en África, en el corazón de la tragedia, se atendía a los moribundos  en unos rudimentarios hospitales de campaña donde las medidas de aislamiento más bien parecían medidas de dispersión del virus. Allá, tan lejos, según un estudio que data de 1987 (hace ya 27 años) alertaba de los primeros casos. La epidemia se ha cobrado desde entonces casi siete mil muertos de los más de 16.000 contagios, pero en Diciembre de 2013, en un poblado de Guinea retumbó la tragedia con gran estridencia.
Merece párrafo aparte, y exclusivo, el relato del periodista José Naranjo: “Ese día, un niño de dos años llamado Émile Ouamouno comenzó a tener fiebre alta, vómitos y hemorragias internas. Los epidemiólogos creen que es el paciente cero, la persona que entró en contacto con el virus, se contagió y desarrolló la enfermedad. Émile falleció el 6 de Diciembre y, en circunstancias normales, su nombre nunca hubiera sido famoso. Un niño más, como tantos otros, que muere en África de alguna enfermedad. Sin embargo, entre diciembre y enero murieron también su madre, su hermano y su abuela, a cuyo entierro asistieron numerosas personas de Dawa, el pueblo vecino. Y así, día tras día, funeral tras funeral, el virus se fue extendiendo. De Meliandou a Dawa y de allí a Guéckédou y Macenta. Lenta pero implacablemente”.
No solo allí, también en Mali, en Liberia, en Sierra Leona, en Nigeria, el Ébola fue cobrando sus tributos: unos murciélagos de características especiales iban y venían de choza en choza, de tejavana en tejavana, de poblado en poblado, transmitiendo el virus mortal. La improvisación no ha sido suficiente porque se lleva a cabo con medios precarios allí donde la pobreza es tan miserable que no alcanza ni para asegurar las más básicas y elementales condiciones higiénicas. Incluso la Organización Mundial de la Salud (OMS) anduvo remisa en sus apreciaciones y el virus del Ébola viajó a los países de los alrededores antes de que la alarma sonara de forma contundente. Fue preciso que murieran los misioneros españoles, y que se contagiaran dos médicos estadounidenses, un enfermero británico y algunos cooperantes más, todos ellos procedentes del Primer Mundo.
Volvamos a España, porque es aquí donde se han producido ciertas reacciones que requieren un análisis minucioso, no tanto por éxito o fracaso de nuestros servicios médicos o sanitarios, sino por la cadena de despropósitos acontecidos, que durante tantos días han venido llenando las páginas de los diarios. Hubo una primera noticia que llamó poderosamente mi atención: “Familiares y colegas repudian a los sanitarios que atendieron a enfermos del Ébola en Madrid”. ¿Por miedo? Tal vez, pero la actitud refleja cierta desconfianza hacia unos profesionales que son los artífices y responsables de que la Medicina española esté considerada como una de las más eficaces de Europa. Como si de una Torre de Babel se tratara. El personal sanitario se enfrascó en una pelea dialéctica absurda en la que colaboraron de forma muy importante las autoridades políticas y la enfermera Teresa Romero que, atendiendo a uno de los misioneros fallecidos, se convirtió en una de las posibles contagiadas por el virus.
Fue zafia la ministra Ana Mato que no atisbó que ella no era la persona adecuada para informar y responder a las difíciles cuestiones que se le iban a presentar, pero fue más zafio aún, -y provocador-, el Consejero de Sanidad de Madrid Javier Rodriguez que, perteneciendo al ámbito sanitario por su profesión, se permitió tachar de negligente a la enfermera Teresa Romero. A veces la Política debe dejar hablar a las voces técnicas y científicas, porque no tiene todas las soluciones, y porque su idioma debe ser el del sentido común y el rigor, y no el de los subterfugios disfrazados de infalibilidad. Cuando en un principio la Vicepresidente del Gobierno asumió la responsabilidad que Ana Mato había practicado tan zafiamente, el fracaso estaba garantizado de nuevo. Menos mal que la última decisión fue nombrar un comité que se iba a dedicar exclusivamente al Ébola, que dirige actualmente el especialista en la materia Fernando Simón, un hombre que ofrece confianza no solo por sus contrastados (al parecer) conocimientos, sino por sus actitudes sencillas y su modo de hablar por medio de palabras y términos comprensibles, que inspiran confianza.
Merece capítulo aparte cuanto ha acontecido alrededor de la enfermera Teresa Romero, su esposo y su perro Excalibur. Alguien ha comentado que los periódicos han puesto demasiado celo en buscarle cinco patas al gato cada vez que han abierto la boca. Es verdad que los diarios escritos tienen demasiadas páginas y de algún modo hay que llenarlas, pero aquello que se publica entrecomillado no ha de ponerse en duda. Si primero fue el esposo el que puso el grito en el cielo porque fuera dictaminado el sacrificio de su perro, a la salida de su “reclusión” fue Teresa la que afirmó: “¡No quiero entrevistas, lo que necesito es a mi perro!”. Sirve como atenuante el largo periodo pasado por la enfermera en su destierro brutal pero su esposo no tiene atenuante ninguno y se le debe reclamar la debida serenidad, que no se vislumbra en estas declaraciones suyas en torno a su perro: “No quiero ni pensar cómo debió sentirse mi perro al ver que pasaban las horas y ninguno de los dos llegábamos a casa”. ¡Vaya fatuidad, en quienes no tuvieron ni una palabra de recuerdo ni consideración con quienes mueren en África por la misma causa.
Después fue el razonable alborozo que siguió a las pruebas negativas que certificaban que Teresa Romero no se había contagiado. Ese alborozo se convirtió en euforia, no tanto en la enfermera como en su esposo, que desplazó a la mujer que había venido ejerciendo el papel de portavoz para erigirse en dueño y señor de la situación. Las fotos fueron bellas porque el rostro aún convaleciente de Teresa aparecía rodeado de los rostros sonrientes de los médicos y sanitarios que la habían atendido con éxito. En la foto también estaba su esposo, pero ya no estaba quien había hecho de portavoz en varias ocasiones. ¿Por qué? Yo no soy quien para afirmarlo a machamartillo, pero bien creo que el nuevo tiempo ya había sido diseñado como el idóneo para reclamar, no ya responsabilidades, sino dinero. La noticia más espectacular desde entonces fue que “Teresa Romero reclama 300.000 euros para limpiar su honor y por el sacrificio de su perro”. Lo que, al parecer, no le importó tanto fue que “cuatro de los seis médicos que tratan a los enfermos de Ébola son eventuales”. ¿No hubiera sido más honorable  ponerse al frente de esa posible reivindicación, incluso propiciar algún tipo de organización que trabajara en el campo de investigación de la enfermedad, en lugar de reclamar dinero a título individual que, según apuntó, quizás fuera destinado todo o parte a una asociación de defensa de los animales?
Porque el Ébola sigue siendo una amenaza aquí, pero es una herida abierta que supura muertos en África; que deja a padres sin hijos y, por tanto, sin futuro ni esperanza; que deja a niños huérfanos, y faltos de protección y cariño; que deja a aquellos países inermes de brazos humanos. Los datos son escalofriantes porque los afectados aumentan (58% en un mes) a pesar de que antes aumentaran en mayor medida. Porque aunque las necesidades dinerarias se han cuantificado en 1.000 millones por Naciones Unidas, solo han sido aportados 600 hasta ahora. Porque las cifras de afectados e infectados asustan a quienes estamos tan lejos del epicentro de la epidemia, ¿qué no asustará a quienes ven pasar los cadáveres ante sus humildes guaridas? Los países siguen enviando personal médico y sanitario al lugar en que “se celebra” la tragedia. ¿Por qué será que Cuba, que es un país pequeñito y pobre, es uno de los países que más profesionales ha enviado? ¿Será que los cubanos tienen menos miedo al contagio, o será que ha fomentado con más ahínco la solidaridad internacional?
Siento la mayor pena por la muerte del niño Émile Ouamouno. También me da pena cuando se mata a un perro, pero lo de Excalibur es un sainete inadmisible.
Fdo.  JOSU  MONTALBAN