jueves, 19 de enero de 2017

FÚTBOL (DEIA, 19 - 01 - 2017)




FÚTBOL

Hablemos de fútbol, amigos. Es imposible sustraerse a hacerlo porque ocupa demasiado tiempo en nuestras vidas. No solo como espectáculo o entretenimiento, también es un deporte, y una competición, y una actividad de masas, y un juego, y sobre todo un negocio. Además está sirviendo para que hablemos tanto de él que apenas nos queda tiempo para hablar de otra cosa. Las pantallas de las televisiones que presiden los espacios públicos retransmiten constantemente partidos, siempre para ofrecer divertimiento a enfervorizados hinchas que no ven lo que está aconteciendo realmente sino lo que les gustaría que aconteciera. Pero el fútbol no es lo que debiera ser. Convertido en un revulsivo de la economía y de ciertos negocios que muy bien pueden ser asimilados al tráfico de humanos, lo que menos aprecian los espectadores es la belleza del juego, ni la fortaleza y habilidad de quienes lo protagonizan, ni la conjugación del equipo que convierte a los once componentes en piezas de un engranaje, de una máquina compleja a la que se opone otra máquina igualmente compleja.

El fútbol necesita que todo cuanto forma parte del espectáculo funcione al unísono, y que cada elemento cumpla su cometido a la perfección. Cuando esto no ocurre el fútbol deja de ser un arte para convertirse en una serie de movimientos alrededor de un punto, el balón, que se mueve impulsado por quienes, virtuosos o no, lo practican desde la obsesión sana de conseguir la victoria. Pero el “match” que se desarrolla en el estadio también tiene lugar en otros ámbitos: en las calles, principalmente en las que rodean al estadio, en las gradas en las que se agolpan los hinchas ataviados con bufandas coloreadas y fetiches, en las páginas deportivas de los diarios en donde los comentaristas no exhiben tanto la imparcialidad como el forofismo, en las tertulias radiofónicas en las que los especialistas intentan ejercer de hinchas y los hinchas de especialistas, en los corrillos que forman los jubilados en las plazas y parques,… en cualquier insospechado lugar el fútbol llena todos los espacios, incluso llena los sueños.

Dice Eduardo Galeano en su libro “El Fútbol a Sol y Sombra” que “la historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber”. Los futbolistas, cuando eran niños, “jugaban” al fútbol, más bien jugaban con una pelota, o con cualquier bulto esférico o similar al que se pudiera patear dirigiéndolo hacia un objetivo en el que finalizaban su utilidad y su trayectoria. Pero el fútbol deja de ser un juego demasiado pronto para convertirse en un compromiso formal, en un deber que supedita las vidas y convierte su práctica en una añagaza para los jóvenes que empiezan a verle no ya como un “modus vivendi” sino como la forma más rápida de enriquecerse. Pero, ¡ay!, los cuerpos fornidos y atléticos de los futbolistas comienzan su declive demasiado pronto víctimas del “envejecimiento”, y de las lesiones sufridas, que someten a los deportistas a terapias que curan aquí y deterioran allá. Todo esto convierte el proyecto de vida de los futbolistas en una carrera muy apresurada de no más de doce años en los que tienen que conseguir un capital suficiente para vivir más de la mitad de sus vidas.

Y bien, ya nadie piensa que el fútbol sea un juego, ni siquiera un deporte, sino un negocio que mueve millones y millones de divisas por el Mundo. Para ello ha sido necesario invertir importantes cantidades de dinero en su divulgación y en la propaganda publicitaria que utiliza los acontecimientos y los estadios como soportes. El fútbol actual reúne a sus protagonistas principales, los jugadores, con los espectadores, distribuidos en categorías, como hinchas, forofos, partidarios o meros curiosos alertados por la belleza y la espectacularidad que afloran en los estadios. Sin deportistas, sin futbolistas y sin espectadores no habría fútbol, al menos no habría fútbol-espectáculo. Y es más que probable que tampoco habría fútbol-juego. En el caso del fútbol, y también en otras actividades deportivas, la condición de espectáculo y negocio, a partes iguales, es la que prevalece. Salvo honrosas excepciones, -nuestro Athletic, Real Madrid, Barcelona…-, los equipos de la Primera División española se han visto invadidos por magnates orientales y adinerados con ansia de riqueza que han puesto casi todo su esfuerzo en sacar el máximo provecho a su inversión dineraria sin que el deporte les importara un bledo. A ellos no les obsesionan, ni siquiera les inquieta, el deporte, sólo el negocio. Del traspaso de sus jugadores obtienen dinero, pero se desentienden inmediatamente del futuro de quienes son traspasados, salvo que lleguen a la gloria y el éxito, en ese caso hacen alarde de que conquistaron tal éxito gracias también a sus esfuerzos.

Sin embargo conviene subrayar que no es oro todo lo que reluce en el fútbol tal como ahora forma parte de nuestras vidas. ¿A quién hemos de adjudicar su responsabilidad? Veamos de qué modo se presenta el espectáculo, y veamos de qué modo se desarrollan los acontecimientos. Los multimillonarios futbolistas salen al terreno de juego cogiendo la mano de niños de menos de doce años, entusiasmados ellos, principalmente los niños, y de sus infantiles manos llegan hasta el centro del campo, allí se desentienden de la infantil compañía para dar cumplida presencia y fe al espectáculo. Suenan los himnos, si es menester, y muestran sus parabienes los contendientes y el juez que tendrá la sublime misión de arbitrar la contienda conforme a los pertinentes reglamentos. Las reglas que rigen la contienda futbolística no solo las conoce el árbitro, sino que también las conocen los futbolistas, de modo que la figura del árbitro debiera ser la más innecesaria, porque unos futbolistas honrados evitarían cometer faltas e incurrir en incorrecciones que deberían aparejar sanciones. El árbitro, por tanto, solo debería interpretar aquellas actuaciones trasgresoras y valorar las intenciones de sus artífices.

Tras el pitido inicial que da comienzo a la “pelea” –que curiosamente se llama “encuentro” de fútbol- el espectáculo se abre a todo tipo de especulaciones. Es verdad que no son pocas las acciones virtuosas que provocan aplausos y ayes de elogio en el graderío, que se producen situaciones que provocan tanta sorpresa como admiración, que la pasión llena los pechos de aire presto a inflar gritos de ánimo para los propios y pitos airados para los contrarios, que la fortaleza, la resistencia y la habilidad componen escenarios en los que los magos del balón construyen la gloria realizando goles dignos del máximo elogio… sí, es verdad. Pero en medio de las virtudes afloran los vicios: los insultos sin razón, las brusquedades de los contendientes, la violencia excesiva, los desaires que se administran unos a otros sin advertir ni admitir que son colegas de oficio que mañana pueden ser compañeros de equipo, las silumaciones e imitaciones que buscan engañar al juez y árbitro de la contienda…

Y todos los empeños de los futbolistas para engañar a todos, provocando favores del árbitro y ánimo improcedente de sus forofos, terminan por convertir el noble deporte del Fútbol en una reunión de previsibles reaccionarios incapaces de valorar desde la imparcialidad y la neutralidad ese juego sublime que es el Fútbol, en el que la habilidad, la fortaleza, la rapidez y la nobleza han de ponerse de acuerdo para llevar el balón a la cesta, que es la portería, donde un cancerbero se la ve y desea para que los forofos nunca lleguen a gritar “¡goool!”.

FDO.  JOSU MONTALBÁN