martes, 2 de mayo de 2017

LOS PÁJAROS Y LOS ABEDULES (DEIA, 2 - 4 - 2017)




LOS PÁJAROS Y LOS ABEDULES

(Crónica de una Expedición Vasca a Auschwitz)

He estado en Auschwitz y he nacido de nuevo, porque quien visita y contempla un Campo de Concentración y de Exterminio, como allí se pueden contemplar, no puede permanecer inerte, porque la perplejidad ante la brutalidad de tal testimonio incita a llorar, a abominar de la misma condición humana cuando sus inclinaciones son tan miserables e “inhumanas”. Allí pensé que la inhumanidad con que en determinadas ocasiones se comporta la Humanidad, o una parte importante de ella, encierra una contradicción de difícil solución. ¿Cómo puede el Hombre, cualquier hombre, ser inhumano? En Auschwitz, mientras paseaba entre los barracones, de paredes tétricas, y escuchaba las explicaciones de una guía que pronunciaba todas las palabras con la misma intensidad, yo reflexionaba en torno a los comportamientos humanos, a los perversísimos impulsos que pudieron mover a los nazis a construir aquellos espacios de reclusión y de exterminio a los que eran conducidos los judíos, los gitanos, los débiles, los diferentes, para que sus vidas fueran acabando de manera violenta, de modo que la Historia solo diera a entender que el “miedo” es un arma, un instrumento muy útil para facilitar y favorecer la sumisión de los humildes y los “normales” ante los bárbaros y “anormales”. En Auschwitz han brotado en mí estos sentimientos que, envueltos en alguna lágrima y acompañados por algún suspiro, han convertido mi paseo por los viejos caminos en una peregrinación hacia la Vida.
  
“Había estado antes allí…”

Sí. Había estado antes allí, en otro Campo de Exterminio, pero lo hice a través de una película. Aquel “niño con un pijama de rayas” me emocionó. Bruno era un niño que vivía en Oswiecim (que es el nombre de Auschwitz en polaco, e incluye también al pueblo donde viven las gentes que sobrevivieron al bombardeo y exterminio de la ciudad). Bruno conoció a un niño, uniformado con su pijama de rayas, y se miraron con ternura como solo saben mirar los niños. Separados por las alambradas jugaba con Shmuel, el niño que vivía en el Campo, dialogaba con él, y se contaban historietas propias de niños.

El padre de Bruno era un comandante del Campo de Exterminio. Bruno se disfraza con las ropas (un pijama de rayas) que Shmuel le ha proporcionado ante la brutal situación por la que Shmuel no encuentra a su padre en el Campo. Bruno y Shmuel buscan entre los prisioneros y no encuentran al padre de Shmuel, pero además ambos dos son incluidos en una columna de hombres, mujeres y niños que son destruidos en uno de los hornos crematorios. El padre de Bruno, el comandante, se desespera por la muerte de su hijo pero no sabe que su hijo Bruno murió abrazado en dulce armonía con su amigo Shmuel, un niño judío que no solo era inocente como él, sino que era un niño judío.

Así lo pensé mientras caminaba inmerso en mis pensares y sentires por aquellos caminos de tierra humedecidos por la lluvia, sumergido en mis reflexiones:

“El Silencio…”

Aquel silencio profundo permite que se escuchen los pasos, los respirares de cada cual. Nadie pisa con violencia. Los visitantes caminan de modo que el silencio no se sienta perturbado por nada ajeno a cuanto allí se muestra. Esa es una forma de tributo que pagamos quienes allí estamos a quienes allí sufrieron y murieron. Se escuchan los pasos y se escuchan las pisadas, las paredes de ladrillo reflejan los sonidos, de vez en cuando una tos que no ha podido ser reprimida ni atenuada, o la voz acompasada de las guías que informan desde una pesadumbre que entra en mis oídos e invade mi mente.

Allí, antes de que nos sea mostrado el primer barracón, escribo los primeros versos del Poema que me va a acompañar durante todo el trayecto: “¡Auschwiyz! / Atruena mis oídos / tu silencio!”. Así es, se trata de un silencio poderoso que deja escapar gemidos, sollozos, llantos, que sólo yo escucho.

El silencio me aturde, me aísla, me traslada en el tiempo hasta aquel en que un millón y medio de judíos, de gitanos, de homosexuales y de polacos fueron explotados, reducidos a la nada en aquellos hornos crematorios que hoy son mostrados, en ruinas, tapizados por una pátina de hollín y polvo negro, solo desdibujado por las rayas que marcaron las uñas de quienes eran quemados y querían salir de allí.

“El Tren…”

Hasta el Campo llegaba el tren. En largas caravanas de vagones de madera alineados llegaban los hombres, las mujeres y los niños hasta aquellos lugares en los que deberían vivir, mientras morían, víctimas de la intransigencia, de la miseria de las conciencias y de que los métodos sofisticados de matar, intentando no dejar huellas demasiado visibles, permitieran a cada uno de los artífices de aquel Holocausto parecer inocentes.

Llegaba el tren y en un vagón de madera unos médicos preparados a tal efecto desarrollaban pruebas de resistencia de los presos para que la “terapia” que les condujera a la muerte fuera la apropiada para sus condiciones vitales en aquellos momentos. Era el punto, de la separación, el lugar donde en realidad el amor era asaltado y se destruían los vínculos: los hombres abandonaban a las mujeres que amaban y a los hijos por los que se habían desvivido.

Allí se programaba la muerte.

“Las Vituallas…”

Tal vez no sea la mejor denominación porque las vituallas son las cosas necesarias, casi imprescindibles, para soportar la vida, especialmente en los ejércitos, y aunque quienes eran trasladados hasta allí no pertenecieran a ningún ejército ni estuvieran inmersos en ninguna guerra, necesitaban vituallas para vivir hasta que la muerte, siempre inminente, les asaltara y les matara.

Zapatos: Resulta estremecedor ver aquellos zapatos amontonados, como si los pasos que hubieran dado hubieran surgido, atolondrados, en pos de la libertad que anhelaban y que, llegados a aquel sitio no pudieran encontrarla.
Lentes: Aquel motrollón de lentes deformadas, en el que las patillas y los cristales formaban un amasijo indescifrable, muestran en Auschwitz de qué modo la visión de la vida se convierte en desesperación cuando la muerte, nunca deseada, nos visita.

Vasijas: Hacía calor en aquel lugar lleno de calor y de abrasamiento. Allí están las vasijas en las que almacenaron la sed y el agua que bebieron de camino hacia la muerte.

Maletas: Y en otro lugar reposan aquellas maletas de cuero que aún conservan los nombres de quienes las portaban. No hallé ninguna que mostrara mi nombre, sin embargo, sentí que todas ellas llevaban inscrita mi identidad. Quizás no fuera yo culpable de nada, pero la Historia reclamaba mi presencia para que nunca volviera a acontecer nada de aquello sin mi oposición y desprecio, pues solo un enloquecido malvado podía compartir tal barbaridad.

“Agur…”

De este modo les despedí, con esa palabra de desarraigo que reclamaba mi presencia. Nada debía ser olvidado. Cada lugar conserva su significado. Las nubes cubren, cada noche, la desvergüenza de un país que se desangró brutalmente en nombre de una luz y de una paz que solo servía para garantizar la placidez, aunque no para implantar la ternura.

Salí llorando. Incliné mi cerviz ante el mismo muro grisáceo que sirvió al Papa Francisco para humillarse y pedir perdón, y yo mismo, como movido por un impulso humano y humanitario también pedí perdón. En aquel muro habían sido sacrificados muchos de los que el Campo de Exterminio de Auschwitz conserva en la Memoria.

Os dejo, queridos lectores, lo que escribió el prisionero judío Zalman Gradowski: “Arrastramos los pies a través de un terreno empapado y fangoso, llenos de temor y sin poder más. Llegamos a nuestras nuevas tumbas, tal y como llamamos a nuestras nuevas casas. Antes de que nos arrastráramos a ese nuevo lugar, apenas habíamos tomado aliento, ya algunos de nosotros recibieron porrazos en las cabezas. Ya chorreaba la sangre de los cortes en las cabezas o de las caras heridas. Es la primera bienvenida que se da a los recién llegados. Todos están aturdidos y miran alrededor preguntándose adónde las habrán traído. Inmediatamente pasan a informarnos de que habíamos recibido una muestra de la vida del campo. Allí reina una disciplina férrea. Allí nos encontramos en un campo de la muerte. Es una isla muerta. El hombre no viene allí para vivir, sino para, tarde o temprano, encontrar su muerte. Allí no hay espacio para la vida. Es una residencia de la muerte…”

Nada más. Aún me siento emocionado. Aún recuerdo el canto de los pájaros que han regresado. Aún veo el sol tras el ramaje de los abedules. Cuando el Führer mataba y exterminaba a sus prisioneros en Auschwitz, el olor a carne humana quemada ahuyentaba a los pájaros, por eso entonces los abedules guardaban silencio.

Los abedules vivían, melancólicos, sometidos igualmente a aquella tristeza. Hoy, a pesar de todo, los abedules aún dejan que soñemos espoleados por el furor del fuego, por la prisa del lamento, por la serenidad que nos depara la paz.

¡Nunca más! ¡Trabajemos por la Paz!


Fdo.  JOSU MONTALBAN