martes, 23 de abril de 2013

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Nº 682 - 13 de febrero de 2006
Manual de infractores, de Caballero Bonald  
     
  Las infracciones liberadoras
Por Josu Montalbán
En su próximo cumpleaños va a cumplir ochenta años el autor del Manual de infractores, que es un libro de poemas tan bellos como subversivos. Caballero Bonald se define como un “anarquista con gustos de burgués”, y es cierto que su obra saca conclusiones de sus viajes y aventuras, de sus vivencias a lo largo y ancho del Mundo y de la vida. Tanto ha degustado los placeres de los lupanares gaditanos como las visiones de los crepúsculos en las Islas Galápagos, tanto le han marcado las conversaciones con sus amigos en los cafés de Bogotá como la observación de la monótona lluvia en la lucerna de un cuarto triste de París. Así ha sido como este poeta de Jerez de la Frontera ha ido forjando este manual que se convierte en un libro de pensamiento porque pone más énfasis en denunciar que en relatar y, aunque en ningún momento renuncia a lo bello, opta por lo estricto y lo eficaz. Él es el infractor, es decir que todo lo que va escribiendo, –que culmina en cada poema con una máxima o una sugerente exhortación–, forma parte de su vida, es el meollo de la utopía que le llevó a la resistencia antifranquista junto a esa que algunos llaman “generación del 50” aunque él prefiera no llamarla de ese modo.
No incita a la infracción como violación de las leyes, sino como inobservancia, trasgresión o desobediencia. Frente a la falsa sabiduría del refrán “donde fueres haz lo que vieres”, plantea ese sano desorden de quien hace lo que desea, si bien desde un compromiso social y solidario. Frente a quienes entronizan como verdad absoluta aquello que se repite cómodamente en el comportamiento de las personas, sólo por el hecho de la reiteración, propone la autenticidad. “¿Sólo podrá alcanzar a conocerse/ quien descrea de todas las verdades?”, se pregunta en el colofón de uno de los poemas.
Ningún tiempo como éste para descreer, para provocar incertidumbres en nuestras propias vidas, porque el sistema (que es un dragón que nos devora y aniquila mientras, en muchas ocasiones, creemos que nos protege) sólo desea gentes sumisas. Acierta el poeta Caballero Bonald en su poema Necios contiguos: “A chorros vociferan, declaman,/ abominan del rango de infractores, gustan/ del sonsonete atroz de las tertulias,/ consisten en ser sólo lo que son:/ el eco triste de otros tristes ecos”. Así es. Hay que decir lo que dicen para que las palabras no disuenen, y respetar las normas y los usos y costumbres con la misma fidelidad con que se respetan las leyes. En realidad se respetan las leyes porque no hacerlo conlleva sanciones y castigos, pero no respetar la lógica fatal de las costumbres conlleva la postergación y el abandono, que son penas que no se cumplen en cárceles sino que se sufren en la calle, entre la gente o al borde de la gente, en esos espacios reservados a los excluidos y los proscritos.
Caballero Bonald ha dicho en una entrevista que el primer libro que leyó fue uno de Emilio Salgari. Como casi todos los muchachos que leían libros en su tiempo. Y ha dicho que nunca fue un gran luchador social hasta que acudió al Servicio Militar y, entre otras cosas, leyó un consejo que, desde un cartel, presidía una de las estancias: “Quien manda más sabe más y siempre tiene la razón”. Para un “aventurero frustrado”, que así se autodefine, esa frase es una agresión intelectual y formal. De ahí que la deriva lógica le llevara a adoptar una actitud moral frente a la dictadura. Y fue, según ha afirmado después, esta actitud moral la que le unió a los poetas y escritores de los años 50, estructurados alrededor de tertulias literarias, revistas y proyectos editoriales, alejados de su patria raptada por Franco y sus mentecatos adláteres.
Pero, ¡ay!, también son posibles las dictaduras no dirigidas por dictadores concretos. La dictadura de las costumbres admitidas por miedo o por comodidad es tan cruel como la administrada a golpe de sable. Al fin y al cabo ambas suelen ir encadenadas. Se fraguan de modo diferente porque surgen de fenómenos distintos pero, a la postre, las dos generan gregarios y sojuzgados. Dice Caballero Bonald que la utopía fue, en tiempos del franquismo, como una “esperanza aplazada”. Ciertamente que a aquella esperanza le vencieron todos los plazos cuando advino la democracia, pero a aquel aplazamiento ha sucedido otro para la utopía de los hombres libres capaces de desobedecer a tantos poderes desautorizados tácitamente por los espurios intereses que persiguen. Es en esta sublevación ante el poder de quienes imponen, donde anida la virtud de los que descreen e infringen: “...líbrame/ de desoír al infractor/ con quien pacto de grado cada noche”. Sólo en el acuerdo entre infractores podemos depositar la confianza para derrotar a este sistema que adocena al que lo acepta y excluye a quien lo cuestiona. El sistema solo quiere adeptos y gregarios, gentes que parecen seguras de todo lo que hacen aunque se muevan como dirigidos por impulsos de Pavlov. Contra ellos también arremete en otro de sus poemas: “Materia oscura, líbrame/ de lo indudable y lo clarividente,/ sálvame del irreprochable y sus acólitos”.
La persona alcanza su auténtica dimensión cuando pregona sus imperfecciones, cuando se reprocha a sí mismo las conductas propias sin preocuparse en exceso de las ajenas. “Soy aquel que se jacta de haberse equivocado/ cuando con más facilidad pudo impedirlo”. Proliferan los que convierten en modelos a imitar sus errores sólo para no doblegar el pescuezo y pedir las pertinentes disculpas. El Mundo está siendo gobernado por servidores de un orden jerárquico en el que ellos ocupan el vértice de la pirámide, pero lo hacen con la aquiescencia cómplice de quienes se apoyan en la base, apretándose unos a otros, para defenderse de los empujones que les pueden sacar de la pirámide. Ciertamente, el tiempo constituye una de las grandes amenazas porque el hoy en que vivimos trasciende del ayer y nos introduce en el miasma del mañana, al que tememos tanto porque tanto huele a aroma de plenitud como a restos de náusea. En el fondo la vida es demasiado breve para quien disfruta lo bueno y demasiado larga para quien sufre la adversidad. El “infractor” no ha de supeditarse a ese tiempo efímero que ocupa las dos efemérides más importantes de nuestras vidas: los días del nacimiento y del fallecimiento. Caballero Bonald descarga la meta atosigada del posible infractor: “Aún es la vida y ya es la muerte”, parece narrar ese instante más o menos largo que es nuestra existencia. E incluso, en su afán por quitar importancia al tiempo, se sumerge en la inmensidad de aquel verso de Cernuda que tan bien explica esa dimensión intangible de nuestra existencia: “Donde habite el olvido/ también se habrá zanjado/ la pugna del ayer con el mañana./ Ya sólo duras por lo que recuerdas”.
Este libro que adorna esa figura, por siempre abominada por los “virtuosos de pacotilla”, que es la infracción, en modo alguno escurre el bulto. Puede que la poesía tenga algunas limitaciones para expresar la contundencia, pero en este poemario cada martillazo golpea con precisión el clavo del inconformismo. Con motivo de la consecución del Premio Nacional de las Letras, Caballero Bonald ha participado en tertulias y entrevistas. También ha sido atacado, vilipendiado, precisamente por quienes creen que toda infracción es un delito y no una forma de rebelión o un modelo de resistencia frente a unas normas sólo lógicas por asumidas y extendidas, aunque no por razonables. Quizás las mayores críticas, reaccionarias y fascistas, hayan sido las que han querido rebatir sin ideas estas certeras afirmaciones del poeta: “(Este libro) va contra la estupidez de los estúpidos. Contra los gregarios. Esos que van a las manifestaciones contra el divorcio, contra los homosexuales, contra la LOE. Contra los españoles sumisos. Ese millón de españoles que ya eran así con el franquismo. Siempre hay un franquismo latente y ahora lo alienta la FAES del señor Aznar”. Pues bien, los “neofranquistas” tienen derecho a criticarle, pero la trayectoria de Caballero Bonald, rebelándose en los tiempos del miedo, la intransigencia y la barbarie, avala su posición y le convierte en un contundente infractor al servicio de los demás: infractores o sumisos. ¡Esa es su grandeza!
Se pregunta en uno de los poemas “a quién le pediremos cuentas” de esa eterna querella que se propaga por los atolladeros de la historia. Ved y leed, estimados lectores, los dos poemas extractados del libro. En Rasgos Marginales queda patente el agradecimiento y la complicidad con otros infractores. En Secta expresa la rabia que le invade ante los sumisos y adictos al poder.