viernes, 1 de noviembre de 2013

LOS  “SIN”
Lo peor acontece cuando tras la identidad de uno las autoridades abren un paréntesis en el que definen su auténtica situación empezando con la palabra “sin”. Quienes son “sin” molestan con su presencia a quienes son “con”. La acción política, que debería ocuparse en mitigar las carencias de los que no tienen, pasa de puntillas sobre la realidad y, todo lo más, intenta ponerle freno legislando en contra de quienes no tienen, en lugar de atajar la auténtica raíz. La ética con que valoramos la tragedia de los “sin” choca con la desidia de quienes deberían recurrir a ella para gobernar el Mundo y resolver los problemas que acucian a una gran parte de la Humanidad.
Han coincidido en el tiempo dos hechos que muestran la profunda degradación humana que nos asiste. El gobierno de Hungría, -y también el de Benidorm, que está más cerca de aquí, y el Ayuntamiento de Madrid, que es la capital del Estado-, ha aprobado a través de su Parlamento nacional una ley que castiga a los que viven en la calle, es decir, a los “sin techo”, como si ese modo de vida correspondiera a algún estilo licencioso o peligroso para la comunidad. La bárbara medida, que impide mendigar e impone multas de hasta 500 euros y hasta la pena de cárcel, será de muy difícil aplicación, en todo caso requerirá ejercer la violencia con quienes, normalmente, viven en los centros de las ciudades dejando pasar el tiempo, alimentándose más de los rayos del sol que de cualquier alimento, soñando que un día, casi sin darse cuenta, sientan que no volverá a amanecer para ellos. En el afán privatizador de casi todo hay gobiernos que están dispuestos a privatizar los espacios que siempre se han caracterizado por ser públicos. El Presidente húngaro, el conservador Orbán, ha dicho que su Ley tiene por objeto “asegurar el orden de los espacios públicos e incrementar la seguridad”. Poco ha observado este dirigente si teme que un pacífico mendigo puede desordenar la calle o suponer un riesgo para quienes por ella discurren.
Más bien se trata de separar a los pobres de los ricos, a los “sin” de los “con”. Según se desprende del texto loa ayuntamientos señalarán las calles reservadas a los pobres y las otras calles, que se dedicarán a actividades más “provechosas”. Inventarán una señalización ad hoc que conminará con un “¡pobres no!” a quienes no han cometido otro delito que “no tener”. No tener comida, no tener dinero, no tener casa, no tener un techo para guarecerse, no tener esperanza, no tener futuro. Peor aún, estas personas que la autoridad está dispuesta a marginar en el espacio público podrá ser castigada con la realización de trabajos en beneficio de la comunidad. Curiosa paradoja: la misma comunidad que les relega, que les abandona en las afueras, se aprovechará de su trabajo. Y bien, se han levantado voces en defensa de los “sin techo”, pero urge que los que realmente creen en la ciudadanía como modo de pertenencia digna al género humano, destierren de una vez por todas a este tipo de gobernantes que creen que la calle es suya, tan suya que su procacidad les lleva a elegir o rechazar a quienes no cometen otro delito que ser pobres y no tener otro techo que un cartón humedecido por el rocío de la noche.
Casi a la vez otros “sin” han sufrido otro fatal percance bien cerca de las costas italianas. Han muerto al menos 200 inmigrantes africanos, y han desaparecido otros 150 frente a las costas de Lampedusa. Los doscientos descansarán en ese cementerio terrible de la isla que provocó la fatal pregunta de su alcaldesa, dirigida a la UE en Febrero: “¿Cuán grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”. Los desaparecidos, esos 150 más, habrán descendido al fondo del mar y allí, olvidados del desalmado mundo, servirán de pasto para los peces menos escrupulosos y más salvajes. Los quinientos tripulantes que llenaban la gran barcaza estaban ya a solo mil metros de la costa de su tierra prometida. Eran eritreos, o libios, o somalíes, qué más da, y habían dejado el infierno a sus espaldas. Ya no miraban hacia atrás, al menos desde que habían divisado a lo lejos el lomo abultado de la isla, la tierra que constituía su destino. Todos habían sonreído con ese gesto cómplice de quienes comparten la meta a alcanzar. Las mujeres embarazadas que formaban parte del pasaje soñaban con un paraíso para sus hijos aún no nacidos. Los niños también soñaban con un mañana más halagüeño mientras balanceaban su candidez al ritmo de las olas. Pero el destino les tenía reservada una sorpresa brutal y diabólica.
Sí, el destino, pero no solo el destino. Nada es solamente achacable al azar aunque sea el azar el que se utiliza como vana explicación de cuanto nos atormenta. La lectura de lo acontecido frente a las costas de la isla de Lampedusa no puede hacerse desde el escaso rigor de la casualidad. El hambre, la sed, la excesiva pobreza y los conflictos bélicos y tribales provocan éxodos masivos desde el tercer mundo africano hasta las accesibles costas del Sur de Europa. Los africanos se desplazan en busca de la vida que les niegan sus tierras de origen. Más de quince millones de ellos viven refugiados en países vecinos, y casi veintinueve millones viven desplazados de sus poblaciones de residencia. Se mueven en familia, al menos eso cabe concluir del hecho de que sean un 52% los hombres desplazados y un 48% las mujeres. Igualmente el 46% son menores de 18 años. Las áreas de conflicto están claramente delimitadas, pero la huida resulta harto complicada, porque incluso donde buscan la protección también están teniendo lugar los conflictos.
Pero no nos vayamos de Lampedusa. Sí, la solidaridad se produce cuando un barco lleno de moribundos llega a las costas, pero han sido varios días de travesía en unas condiciones difíciles, en medio de un gran desierto de agua y sal que en todos los instantes les ha ido mostrando las fauces de la muerte. Pero, ¿qué pensaban quienes se cruzaban con ellos en medio de los mares? Al menos tres barcos pesqueros vieron a la barcaza en apuros, zozobrando o, lo que es peor, hundiéndose. La vieron arder sobre las aguas porque sus tripulantes decidieron arriesgar y convertirse en teas en demanda de auxilio, pero… A estos “sin papeles” tampoco se les puede socorrer sin arriesgarse a que las autoridades italianas les consideren cómplices de la inmigración clandestina. De modo que los doscientos muertos y los ciento cincuenta desaparecidos son muy poco más que un número porque eran hombres, mujeres y niños “sin”. Sin nombre, sin apellidos, sin papeles.
Tendremos que recuperar la cordura y la dimensión ética y moral de nuestras percepciones si no queremos perder nuestra condición de humanos, corresponsables todos de hacer del Mundo un hábitat soportable. Nuestro aislamiento personal, que responde al comportamiento cobarde de quien cree que los otros no son iguales a los unos, puede convertir el Mundo en una Lampedusa infinita. Los “con” desean reducir a los “sin”, conminarlos a que vivan en reductos y parajes apestados de riesgos. De ese modo, tal como ha adelantado el Papa Francisco, ellos también se convierten en unos “sin”: unos sin-vergüenzas.
NOTA: En el tiempo transcurrido entre la escritura de este artículo y su publicación se ha producido otra noticia en el mismo sentido de cuanto critico, respecto a lo acontecido en Hungría con los “sin” techo, pero esta vez mucho más cerca de nosotros, en Madrid. El Ayuntamiento de la capital de España ha anunciado una Ordenanza en el mismo sentido que lo aprobado en Hungría y en Benidorm. No es necesario añadir nada nuevo porque en realidad solo son nuevos párrafos del mismo relato. La sociedad se desliza fatalmente por el camino de la insolidaridad más absoluta.
FDO.  JOSU  MONTALBAN