martes, 25 de noviembre de 2014

LOS LUGARES DE LA NIÑEZ ( DEIA, 25 de Febrero de 2014 )

LOS LUGARES DE LA NIÑEZ
Luis Landero empieza el capítulo que inicia la narración de su infancia, de su libro “El Balcón en Invierno”, con este párrafo: “Salí al balcón, a ese espacio intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie ni a resguardo, y entonces me acordé de un anochecer de finales de verano de 1964”. En aquel recordado año él era un mozalbete de una docena de años que correteaba por las calles de la barriada de la Prosperidad de Madrid, y trasteaba por los campos de su Alburquerque natal en aquellos veranos de calina y calentura en que los animales y las personas convivían bajo soles abrasadores y atardeceres alumbrados por lunas benevolentes. Leyendo a Lardero he revivido los pasajes de mi niñez, igual que él, asomado a un balcón imaginario de hierros herrumbrosos del que colgaban geranios y gitanillas floridas. Supongo que la cara de un niño mostrando la alegría y la risa propias de la edad sería entonces una flor más, añadida a aquel mosaico de flores que con tanto esmero cuidaba mi madre para mostrar a todos que en aquella casa vivíamos gentes de buen gusto, cuidadosas en los detalles, limpias y decentes.
Los lugares de la niñez permanecen en nuestras retinas, pero no solo como si se tratara de un cuadro pintado que se exhibe en una de las paredes del salón, sino como espacios en los que se mueven las mismas figuras que nos acompañaban en aquel viejo tiempo. Los recuerdos permanecen allí amontonados, pero cada una de las visiones, cada uno de los pasajes, cada uno de los personajes y cada una de las vivencias corre a ocupar su lugar, el mismo que ocuparon cuando acontecieron los hechos, pero para que todo se repita, para provocar la añoranza, para emocionar o enrabietar, para distraer o ensimismar, para hacer que germine “un grano de alegría” o “un mar de olvido”, tal como culmina su obra Luis Landero.
Leyendo el libro de Luis Landero he revisado aquellos años en que mi casa era mi refugio, como una especie de bastión hasta el que corría después de haber hecho las fechorías propias de aquellos tiernos años: romper un cristal o una bombilla propinándoles certeras pedradas, robar unas piezas de fruta que esperaban su sazón aún colgadas del árbol, propinar algún empujón a algún otro niño más vulnerable que yo, hacer mofa de algún cojitranco de malas pulgas, sisar propinillas a las abuelas que ocasionalmente me utilizaban como mandadero,… Mi casa era el bastión, aunque entrar en él después de haber culminado una de mis fechorías era como meterme en la boca del lobo, porque mi rostro asustado me delataba, y mi madre ejercía unas veces de jueza y otras veces de justiciera. Algunas veces era peor el remedio que la enfermedad, porque mi madre-juez iniciaba un interrogatorio que iba adueñándose de mi aún débil voluntad, hasta tal punto que mis mentiras, por exceso de evidencia, se convertían en mi gran suplicio: una mentira contradecía a la anterior y la invalidaba, y así sucesivamente hasta que afloraban las primeras lágrimas en mis ojos, y las voces se convertían en balbuceos. Siempre había una máxima, una frase autoritaria que, acompañada por un cachete, culminaba el improvisado juicio y trasladaba de nuevo a mi madre a cumplir con sus labores (así rezaba en el apartado “profesión” de su carnet de identidad), y a mí a un rincón de la cocina donde había una banqueta en la que me sentaba hasta que las aguas se amansaran.
La niñez no fue la infancia. Eran dos cosas diferentes. Hoy, buscando la diferencia que bien sé que existe aunque no encuentre fácilmente las palabras que la pueden definir, recurro al Diccionario. Dice que la niñez es el periodo de la vida que desemboca en la adolescencia mientras que la infancia es el que desemboca en la pubertad. Yo prefiero usar el término “niñez” porque conservo en mi memoria, ya algo quebradiza, aquellas niñerías de poca importancia para los demás pero trascendentales para mi vida. En cambio, la infancia es algo mucho más hosco, porque nos deja en manos de la pubertad, y la pubertad empieza a doblegarnos y a someternos a los caprichos del pubis. Conforme he ido deambulando, de la mano de Luis Landero, por los paisajes de su niñez, he ido recordando la mía, y he ido superponiendo mis pasajes a los suyos, y viceversa, para componer esa dulce sinfonía de la Niñez, que nos sirve a todos y sirve para todos.
Yo bien sé que mi niñez no fue igual que la de otros, que no hay dos niñeces iguales, porque los protagonistas de cada niñez son bien diferentes, pero hay componentes que se repiten en todas: el cariño, la alegría, las ansias de sentir esa libertad desenfadada en que no se valora el riesgo ni se ve el peligro, la esperanza que lleva a los padres a soñar con un futuro mejor para sus hijos (niños), el deseo de proteger la debilidad de los vulnerables, la inquietud ante la sana pretensión de que quienes nos suceden sean más sabios y capaces que nosotros. En esa atmósfera (en que yo viví) caben muchas posibilidades, se agolpan las contradicciones y, en muchas ocasiones, se somete a la niñez a unos niveles de exigencia para los que no están preparados los niños. (No quiero parecer impertinente en este momento, pero me atrevo a afirmar que la niñez transcurría, en los tiempos en que yo la viví, con alicientes más potentes que los actuales: con menos instrucción académica se aprendían más cosas, y las cosas eran más útiles).
En la niñez las cosas ocurrían porque sí. “Sí o sí”, que decimos ahora para explicar lo irremediable y, a la vez, mostrar nuestra indefensión y redimirnos de ella. Todo ocurría porque sí, al menos aquello que era más importante. Asumía que la cigüeña hubiera decidido dejarme allí, donde me había dejado, y asumí que aquella mujer de pechos breves y poco copiosos en producción láctea era mi madre. Y que aquel hombre de genio prominente era mi padre. Sí, sí, pero ¿y si la cigüeña se hubiera equivocado de lugar? Entonces el lugar (o los lugares) de mi niñez hubieran sido otros. Yo siempre pensé que aquella cigüeña que me depositó en aquella casa debía parecerse a Jesús, el Cartero Manco, y que como él ella solo había leído la dirección y había aleteado hasta mi casa, hasta el primer lugar de mi niñez.
En nuestra sociedad actual, tan deshumanizada, los lugares de la niñez van perdiendo buena parte de sus encantos, porque se transforman con tanta rapidez que apenas nos dejan disfrutarlos en plenitud. Por eso ahora resultan tan importantes las reuniones amistosas, que ya no se hacen alrededor del fuego, como antaño, sino alrededor de una barbacoa en la que la carne asada es más importante (y no debiera serlo) que los visos que dibuja el fuego sobre los rostros. No importa, porque saciadas las ansias digestivas y corporales, aún queda algo de tiempo, y siquiera las brasas encendidas, para revolver en ellas y volver a aquel tiempo y a aquellos lugares de la niñez en que nuestras vidas se fueron conformando.
Igual que ha hecho Luis Landero en su libro, yo también he retornado a los lugares de mi niñez, no tan saltarina como la suya, y he descubierto esa patria común, insulsa e intranscendente, en que los niños vamos (des)aprendiendo que la vida de los adultos adultera las ilusiones que nos han hecho tan felices mientras sólo éramos niños.

NOTA: También hay niños pobres, entristecidos por la soledad, por la miseria, por la ausencia de toda alegría y de toda esperanza. Esos niños, que no sienten ni sentirán cuanto aquí intento describir, son los más importantes.
Fdo.  JOSU  MONTALBAN