lunes, 5 de diciembre de 2016

¡MIERDA! ( DEIA, 05 - 12 - 2016 )




“MIERDA!”  (Gabriel García Márquez)

(Los últimos acontecimientos vividos en mi formación política (PSOE) han tenido demasiado ocupado mi pensamiento. En los últimos días tomé la decisión de huir, al menos durante unas horas, para solazarme en la lectura del libro que suelo usar para descender a la realidad cuando algunas impresiones fatuas e irreales me ascienden a volar sobre las nubes provisto de dos alas gigantescas de algodón blanco y deslumbrante. Ese libro es “El coronel no tiene quien le escriba”, de Gabriel García Márquez).

El coronel había sido, como todos los de su gremio, un hombre valeroso al que no le amedrentaban los riesgos derivados de la guerra. Tuvo la suerte de sobrevivir a todas las contiendas en que participó, pero tras sentir la enorme grandeza de su supervivencia empezó a sentir los rigores de su declive y su miseria.

En la casa de aquel coronel jubilado, que guardaba entre sus recuerdos las hazañas protagonizadas y las victorias conseguidas, quedaban pocas cosas de valor y, en todo caso, no de valor suficiente ni siquiera para mantener con dignidad y en buen uso sus condecoraciones, sus gorras de campaña, sus correajes o sus jarreteras. Menos aún sus botas de caña, que había ido acomodando a sus necesidades pero no habían resistido al tiempo, a los quince años que llevaba jubilado, recluido en su casa junto a su esposa, y junto a un gallo de pelea que estaba destinado a prevenirle de la miseria.

Desde la primera línea del libro (“El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más que una cucharadita”), hasta la última (“-Mierda”), el texto está lleno de esperanza, aunque también contenga pasajes en los que aflora una fe falta de convencimientos. Al coronel le bastan las señales aunque se le muestren faltas de consistencia, pero su esposa ve la realidad con toda su crudeza y vive las vicisitudes en toda su dimensión. Bien cabe pensar que el coronel aun siente un poder tan efímero como es el del guerrero al que la valentía le llega por el contacto con las armas. Pero se ve igualmente que vive resignado, sin otra esperanza que la del tiempo que pasa inexorable, apenas unos meses, hasta que el gallo de pelea empiece a competir y le saque de la miseria. Hasta que eso ocurra, a hurtadillas para que su esposa no le vea, el coronel raspa el fondo del tarro para sacar de él las últimas raspaduras del polvo del café. Mientras hurga en su propia miseria le asiste la esperanza de ese gallo que duerme a los pies de la cama todas las noches, debidamente atado, para que nadie le pueda desposeer de él.

Su esposa sí pisa la tierra. Una y otra vez responde a las ilusiones del coronel contrastándolas con sus desilusiones, mucho más cercanas a la realidad. Mientras el coronel espera su esposa desespera. El coronel solo ve virtudes en el gallo, y detrás de tales virtudes ve gloria, y ve dinero, y ve como el gallo les va a cambiar la vida a los dos. Ella, desde su visión práctica, le pregunta al coronel sobre lo que comentan los hombres en la cantina respecto del gallo, y el da rienda suelta a su ilusión: “Están entusiasmados, todos están ahorrando para apostarle al gallo”. Pero ella intenta devolverle a la realidad, en todo caso al ápice de duda inherente a la esencia de nuestras vidas: “No sé qué le han visto a ese gallo tan feo: tiene la cabeza muy chiquita para las patas”.

A la esposa, dotada de una practicidad mucho mejor asentada que la ilusionada ficción de su esposo, no le caben dudas. El coronel no para de hacer cábalas sobre el futuro en que el gallo les dará las alegrías de los triunfos y les sacará de la miseria (“Ya vale como cincuenta pesos”), pero la esposa no cesa en su empeño de hacer aterrizar al coronel en la realidad a pesar de que el gallo sea una especie de reliquia que recuerda a ambos que tuvieron un hijo, el que administraba al gallo, que había sido acribillado a balazos por distribuir información clandestina. Ni siquiera aquel recuerdo ablanda a la esposa del coronel, que considera excesivamente cara aquella ilusión que relaciona al escuálido gallo con la memoria de su hijo asesinado. La esposa es práctica: “Cuando se acabe el maíz tendremos que alimentarlo con nuestros hígados”.

El coronel vive aferrado a sus recuerdos, como todos los milicianos. De pronto su esposa le sorprende ensimismado, enterrado en sus propias y viejas vivencias. Y él le cuenta cómo ocurrió todo, de qué modo acontecieron las cosas, cuáles fueron los errores cometidos, qué deberían haber hecho para que el resultado hubiera sido otro. Su esposa le retorna a aquella realidad angustiosa porque el futuro halagüeño, que dependerá de los logros del gallo cuando pelee, no está asegurado. "Es “pecado quitarnos el pan de la boca para echárselo al gallo”, le espeta la esposa. Y mientras tanto el coronel la consuela: “Nadie se muere en tres meses”. Pero insiste la esposa: “Y mientras tanto qué comemos”. Y, por fin, la complacencia del coronel, como todas las complacencias, infundada: “Si nos fuéramos a morir de hambre ya nos hubiéramos muerto”.

El coronel acude a la oficina de correos asiduamente para ver si ha llegado la carta en la que le notifican la concesión de la pensión vitalicia que le han prometido los organismos oficiales. Lo viene haciendo desde los quince años anteriores, un tiempo suficiente para haberse hecho anciano. Y siempre vuelve sin nada en la mano, convencido que ha de ser el gallo enrabietado el que le permitirá vivir con suficiencia. Apenas van a ser unos meses hasta que empiecen a programarse las peleas, pero durante esos meses el gallo tiene que comer, lo que le obliga a vender un viejo reloj de época y una máquina de coser… Ninguna buena venta, ninguna venta ventajosa ha tenido su inicio en la desesperación, de modo que cuando el coronel comprueba que su reloj no suscitaba demasiadas adhesiones brillaron sus pupilas y se armó de responsabilidad. “Te propongo una cosa”, ofrece el coronel a el posible comprador del reloj que regatea con él por el precio: “Le regalo el gallo… desde hace días tengo la impresión de que ese animal se está muriendo”. Pero al fin prima lo sentimental cuando la visión del gallo le recuerda a su hijo muerto a balazos: “Dese cuenta de las cosas coronel, -le dice-, lo importante es que sea usted quien ponga en la gallera el gallo de Agustín (su hijo)”.

El gallo se convierte en la gran razón de la vida del coronel. Cuando algunos caritativos se comprometen a alimentar al gallo saben que el coronel y su esposa compartirán mantel con el gallo. La esposa, en una sobremesa placentera, da cuenta al coronel que disfruta saboreando un plato de mazamorra. “¿De dónde salió esta mazamorra?”, pregunta el coronel. Del gallo,…los muchachos le han traído tanto maíz que decidió compartirlo con nosotros… así es la vida”, respondió ella. Y el coronel suspira: “La vida es la cosa mejor que se ha inventado”.

Tenía razón el coronel, pero la vida no es una ficción que se ejecuta caprichosamente, sino una realidad insoslayable. Cuando la obra culmina vuelven a enfrentarse la ilusión del coronel con la realidad de su esposa. Justamente cuando se avecina la fecha en la que el gallo les puede sacar de la miseria según las especulaciones del coronel: “El veinte por ciento (del premio) lo pagan esa misma tarde”. Y otra vez la esposa realista y aguafiestas: “¿No se le ha ocurrido que el gallo pueda perder?... todavía quedan cuarenta días…”. Y otra vez le embarga la resignación cuando la esposa le espeta insistente: “Y mientras tanto qué comemos… Dime, qué comemos”. Y el coronel, por fin, se arma de insolencia, y tal como lo expresa García Márquez “se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder: ¡Mierda!

Epílogo: ¿Cuántos son los que viven hoy en día amarrados a un hilo de esperanza casi imperceptible, como si se tratara del coronel que no tiene quien le escriba? ¿Cuántos de los atenazados por la escasez, la pobreza o la miseria no tienen ni un gallo de pelea que les vocee “quiquiriquis” de esperanza?

Fdo.  JOSU  MONTALBAN