martes, 28 de enero de 2014

LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO

LOS  RESTOS  DEL  NAUFRAGIO
“Cerca ya del final de este viaje ¿habremos aprendido las dulces canciones del abordaje, los puños apretados y las miradas de esperanza que quizás nos pertenecen?” (del Poema “Un último homenaje”, incluido en el libro LOS RESTOS DEL NAUFRAGIO de Ricardo Franco).
Parece que estamos en ese punto ahora mismo, en ese instante en que todo son preguntas y casi ninguna es respuesta. Los vascos nos homenajeamos constantemente pero no sabemos por qué. En realidad, hemos asistido a un naufragio colectivo, y ahora que hemos alcanzado la costa, que estamos a salvo después de tantas vicisitudes y adversidades acaecidas tras la interminable travesía, miramos frente a nosotros y no vemos otra cosa que los restos del naufragio. Ante ellos todo triunfalismo, venga de donde venga, es una muestra de fatua soberbia. Porque este amasijo de pertrechos y despojos que tenemos ante nosotros nos deben dar a entender la miseria moral que hemos ido almacenando auspiciados por la brutal coartada de la libertad mal entendida.
Mi gran aportación al momento actual es la sencillez con que acepto, sin aires de revancha ni deseos de venganza, este nuevo tiempo, después de haber dejado en el fondo del océano llamado Euskadi un montón de cadáveres, no muertos sino asesinados. Se nos pide a los más discretos que guardemos silencio mientras los antiguos asesinos muestran en público sus rostros amparados por una Justicia que les facilita de nuevo la vida en libertad. Les miro a los ojos con toda mi buena voluntad y me obligo a no dudar cuando pienso que ya son como yo, ciudadanos libres de toda culpa y dispuestos aa convivir en paz. Pero leo los diarios y tiro de hemeroteca y aparecen de nuevo las incertidumbres porque ellos, que también forman parte de los restos del naufragio, no son suficientemente valientes. Su valentía actual bien poco tiene que ver con aquel arrojo miserable que les llevó a matar incluso a sus compañeros de fatigas y de militancia apenas sentían en más mínimo cargo de conciencia y le expresaban en público.
Hay quienes creen, y quieren creerlo a pie juntillas, que el edificio del futuro puede hacerse poniendo en su base estos restos del naufragio. Los sacan a las calles, los defienden como a abnegados héroes, los ensalzan como si se tratara de artífices de las excelencias de la raza vasca: ellos son los vascos por antonomasia, los que arriesgaron sus vidas, mientras segaban las ajenas, para mantener la llama ardiente frente a un Estado “brutal y nada democrático” llamado España. Constantemente necesitan convencerse a sí mismos de que existe alguna “sinrazón” razonable.
Escribe Caro Baroja en “El Laberinto Vasco” que “hace algo más de 40 años aquí no se oía hablar más que de buenos y de malos españoles (…) Uno no tenía más remedio que reconocer que estaba entre los segundos, porque su genio y figura o casaba con la de los primeros, pero ¡ay! Ahora estamos con los nietos, que nos hablan de los buenos y los malos vascos…”. Y parece ser que exigir a los ex terroristas que se arrepientan y pidan perdón de modo público y ostensible, puede llegar a convertirme en un “mal vasco”, si es que en algún momento he sido catalogado como “buen vasco”.
La accidentada travesía nos ha agotado. Solo queremos descansar. Ahora que no tenemos que estar alerta más que por los rigores de nuestras vidas, porque la amenaza de una muerte violenta y a destiempo no nos atemoriza, queremos descansar, y ilusionarnos con un futuro sereno, y soñar con una Arcadia posible frente a la imposible con la que nos engañaron. Y de pronto, cuando nuestros semblantes empiezan a esbozar una sonrisa de esperanza, se nos aparecen los rostros herméticos de quienes convirtieron la travesía en un brutal infierno. Ellos también son los restos del naufragio. Inservibles restos en tanto no pasen por algún centro de restauración en el que los restauradores no sean interesados conspiradores. Al fin, todos somos restos de ese naufragio colectivo aunque algunos lo seamos en contra de nuestra voluntad y otros lo sean a costa de la suya. ¿Y el futuro? ¿Cómo construir un futuro razonable que se cimente sobre tierra y rocas degradadas por la miseria de este tiempo aún reciente?
Cuestión de tiempo. Esperar con esperanza, avanzar con diligencia y compartir sin mezquindad: la nueva travesía ha de renunciar a los instrumentos que nos llevaron al naufragio. Porque tenemos que aceptar que Ítaca tal vez no existe y, si existiera, tal vez no es la que habíamos imaginado. Desde luego no la que quisieron pintar quienes llevaban el timón de nuestra gran nave de escollo en escollo; desde luego que no la que nos ofrecían quienes introducían la nave de todos en el corazón de las tormentas para poner a prueba incluso nuestra resistencia; desde luego que no la que nos mostraban quienes sembraban el fondo de la tierra de muertos ensangrentados  cuya única culpa era dudar de que el rumbo de la nave fuera el idóneo. Es verdad que el naufragio había sido anunciado: la sangre derramada no salo hace resbaladizos de tierra sino que los tiñe de ese color entre rojo y purpura que impide dar pasos sobre él. Nadie, bien nacido, quiere dar pasos sobre la tierra ensangrentada, porque tampoco los quiere dar sobre los cuerpos de los asesinados y, al fin y al cabo, la sangre forma parte del ser humano del mismo modo que la carne, que las manos, que los ojos.
Es preciso enterrar los restos del naufragio. Que no se vean, pero que no se olviden. No se trata de cobrar deudas que hayan sido pagadas del único modo que pueden ser pagadas desde que la Ley de Talión perdió toda vigencia, es decir, con la cárcel. Tampoco se trata de cerrar todas las vías de la reconciliación. Solamente las conciencias, -una por una, individualmente-, tienen derecho a la intransigencia, incluso a la venganza, pero hemos sido convocados a un nuevo tiempo que se ha de sustentar en el viejo, porque el viejo tiempo ha sido abominado por los decentes. ¡Allá los indecentes con su necrosada conciencia! Eso sí, deberemos seguir combatiendo a los indecentes que no renuncien a su indecencia estéril. Pero quiero dejar aquí, al final de este artículo, como exclamación, o pregunta, o sugerencia, o exhortación, dedicado y dirigido a quienes mataron sin ninguna piedad a tantos inocentes, y nos condenaron a todos los vascos a este brutal naufragio: ¿¡Tanto os cuesta mostrar públicamente vuestro arrepentimiento y pedir perdón!? ¿Acaso creéis que no tenéis nada de lo que arrepentiros, nada que perdonar?
Queridos Amigos, tal vez no existe Ítaca. Pero debéis seguir el texto de Kavafis: “No apresuréis el viaje y no esperéis que Ítaca os enriquezca. Ítaca os regaló el viaje y sin ella no hubierais emprendido la travesía… Ricos en saber y en vida, comprenderéis lo que significan las Ítacas”. Es preciso enterrar los restos del naufragio. Y si alguien os pregunta, como en el poema de Salvador Espriu, “¿Por qué os quedáis aquí, / en este país áspero y seco, / lleno de sangre?”. Y os incita con frases despreciativas a la desconfianza: “No es ciertamente ésta / la mejor tierra que encontrabais / a lo largo del ancho / tiempo de prueba / de la Golah”, responded con una leve sonrisa: “En nuestro sueño, sí”.
*Golah: término hebreo que se utiliza para referirse a la comunidad de la diáspora judía.
Fdo. JOSU MONTALBAN