viernes, 18 de mayo de 2012


¡BASTA  YA!


No se me ocurre otra frase. Las gentes salen a la calle. Gritan airadas. Estrujan sus neuronas para encontrar un dicho sugerente, un slogan que llame la atención. Los más armónicos inventan canciones y los poetas componen poesías que se entonan o recitan en las plazas públicas. Como no es tiempo de armas se arman de osadía, se disfrazan de lo que sea menester  para que la gente les mire y, de paso, lea el cartel que llevan en las manos. Elaborarlo les ha llevado un tiempo, pero tiempo es lo que les sobra. Les falta trabajo y les falta ocio, porque el trabajo escasea y el ocio es costoso, por eso les sobra hastío y les empieza a sobrar rabia y enfado. Tanto les sobra que eso de gritar en las calles se les hace imprescindible para liberar sus tensiones internas y para agotar una de las escasas medidas revolucionarias que aún quedan a los humildes: la reivindicación. Las calles están furiosas. Cierto que están llenas de gente, pero de gentes que no van a ningún sitio concreto, que gritan sin descanso y dicen sus miedos, sus desdichas y sus deseos, pero que una vez acabada la manifestación, cuando retornan a sus casas, encuentran la misma imagen en su televisor: por un lado la imagen de la creciente desolación y por el otro la imagen del Gobierno más descarado e insaciable.

Se sientan, cansados, ante esa televisión que, de tanto mostrar rostros hieráticos e impasibles, comienza a ser un motivo de discordia en las casas, ahora que las chirigotas y los chascarrillos de los programas de telebasura son más soportables, y menos agresivos,  que los informativos, los reportajes y los documentales de actualidad. Han Llegado de reclamar la dignidad que el Gobierno les está robando con la disculpa de que la auténtica dignidad les llegará a raudales, pero “mañana”. Han llegado de vocear palabras bellas, de esas que siempre vemos escritas en la lejanía del horizonte. Pero ese horizonte que siempre está a la vista, que nos seduce mostrándose a nuestro alcance, siempre está en el último confín al que tan difícilmente se llega. En cambio, el televisor siempre está presente y cercano y, de pronto, el recién llegado a su casa se ve en una imagen tomada a la multitud que se ha manifestado, y reclama la atención de sus familiares para que le vean con el puño en alto y portando en la otra mano un cartel en que intenta denunciar con dos palabras las razones que le atemorizan.

Porfían por el éxito de la manifestación, que siempre está basado en el número de los manifestantes. Nunca son suficientes para enternecer a este endiablado Gobierno del PP, porque no cuentan a todos, porque unos son los que acuden a esas llamadas con vocación y pretensión de multitudinarias, pero son muchos más los que protestan en las reuniones de vecinos, en las reuniones de trabajadores de las empresas o de los tajos, en los centros sociales, en los corrillos que se forman en las aldeas al atardecer, en las plazas de los pueblos, en los parques de las grandes ciudades, en las aceras de la avenidas, en las barras de los bares, en los pasillos de los supermercados, en las salas de espera de los servicios públicos, en la intimidad de las alcobas, en… Nunca son suficientes para este Gobierno tan insensible ante los humildes como servil ante los poderosos.

Si fueran humanos serían algo más discretos en sus interpretaciones de la realidad, sobre todo en el modo de expresarlas, pero les sobra la altanería y la soberbia de quienes se creen infalibles, de quienes se sienten signados por el dios de la abundancia. No les basta lo suficiente. Quieren competir para acaparar, pues bien saben que en esa competición brutal que es la vida unos van sobre bólidos sofisticados y otros sobre la débil suela de sus zapatos, cuando no van descalzos. Por eso nunca les parecen suficientes los que acuden a las manifestaciones. Debieran sumar también como manifestantes a los niños a los que esquilman su formación y su educación; a los mayores a los que les amenazan con disminuir sus prestaciones sanitarias, o les recortan las pensiones a través de amañadas medidas, o les cobran los medicamentos que toman para sobrevivir; a los enfermos crónicos que temen que su precariedad se acreciente; a los parados que ven pasar el tiempo y desean que el futuro no llegue nunca porque se les puede hacer demasiado largo en sus condiciones; a los excluidos a los que casi nadie quiere incluir; a los inmigrantes que cuidan a los hijos y a los padres de los poderosos por una limosna escasa, pues tal es la costumbre de los poderosos.

“¿Había mucha gente?”, le preguntan sus hijos al recién llegado mientras sigue informando el televisor. Y él, que ha llegado exhausto y ronco pero entusiasmado, les responde: “Muchísimos,… estábamos todos”. Así lo cree, porque iba rodeado por todos los lados, y por todos los lados escuchaba voces y consignas que él repetía. “Estábamos todos”, les repite alborozado. Pero en el televisor aparece el rostro circunspecto de Rajoy, el semblante inhóspito de De Guindos, el irrespetuoso rictus de Montoso,  la fisonomía despreciativa como de oveja que mira al tren de Ana Mato, el ultrasatisfecho gesto de Fátima Báñez, el rasgo de tahúr al acecho de Gallardón, el rostro de lobo con piel de cordero de Pert, la cara de vicepresidenta repipi de Soraya Sáenz, … Y todos entonan a coro que el mal viene de tiempos pasados y que, para mejorar la situación, todo debe aún ir a peor para poder remontar el vuelo. Así dicen y piensan ellos que ya están en las alturas y, desde ellas, miran a la tierra en la que tienen sus posesiones para que los más humildes las hagan prósperas. Por si fuera poco , el jefe del tinglado muestra su inflexibilidad: “Cada viernes se hará público un nuevo ajuste” (Rajoy dixit).

Así que cuando los hijos interpelan de nuevo al recién llegado a su casa, a él solo le queda responder: “Son unos desalmados. A mí no me va a parar ni dios”. Y se levanta, y sale del salón, y vuelve en unos segundos con la pancarta que ha llevado en la manifestación, y la coloca sobre el televisor. En la pantalla, Rajoy continúa con sus amenazas ”tan imprescindibles” mientras la pancarta clama a gritos: “¡Basta ya!”.

Fdo.  JOSU  MONTALBAN