CHOQUE GENERACIONAL
(Este artículo fue escrito en el año 1997, pero creo que aún está
vigente)
Remigia Fuentes vive asiduamente en una casita baja, de una sola
planta, situada en un pueblo de la Margen Izquierda que, antaño, tuvo hondas
raíces mineras. Nacida en un pueblo pequeño de Andalucía, llegó al País vasco
recién casada, huyendo del hambre y la estrechez económica. Apenas era capaz de
firmar y, tal vez por eso, deseaba que sus hijos supieran hacerlo con soltura
y, además, que firmaran muchas veces pues, como solía decir, “los importantes
son los que firman”. Actualmente ocupa la cama X de la misma habitación que
ocupa mi madre en el Hospital de Bilbao.
José Antonio González Fuentes vive asiduamente en una vivienda
amplia de una urbanización situada en la Margen Derecha. Es hijo de Remigia.
Gracias al esfuerzo de Remigia y su marido, -peón de albañil que murió de
anciano mal conservado hace pocos años-, terminó sus estudios de Titulado
Superior en Informática y se colocó a trabajar, sin dificultades importantes,
en una multinacional poderosa. Justo es que José Antonio también sea poderoso y
haya logrado satisfacer los deseos de Remigia “firmando mucho”. Actualmente, en
horas de visita, acude a visitar a la enferma de la cama X de la misma habitación
que ocupa mi madre en el Hospital de Bilbao.
Markel González Prado Fuentes Iribarren vive con sus padres y
hermana en una vivienda de una urbanización ubicada en la Margen Derecha. Es
hijo de José Antonio y nieto de Remigia. Su padre no ha tenido que esforzarse
demasiado para que estudie hasta el COU en un colegio de élite. El curso
siguiente lo emprenderá ya en la Universidad y, a pesar de la insistencia de su
padre para que estudie lo mismo que él y aproveche las influencia suyas, él se
ha matriculado en Sociología, disciplina que su padre considera “poco útil”
tanto para la sociedad como para el sociólogo. Actualmente, en horas de visita
pero con menos asiduidad que su padre, acude a visitar a la enferma de la cama
X de la misma habitación que ocupa mi madre en el Hospital de Bilbao.
Y ocurrió una tarde en esa habitación que ocupaba mi madre junto a
Remigia, que coincidieron padre e hijo, -José Antonio y Markel-, ambos
cumpliendo la noble obra de misericordia, además de obligación socio-familiar,
de “visitar a los enfermos”. A pesar del calor José Antonio traía apretado su
cuello con una corbata (quizás de Hermes) que hacía juego con una finísima raya
de color azulado que, muy tenuemente, se abría paso entre los hilos grises de
su traje (quizás de H. Zegna), perfectamente asentado sobre el brillante cuero
negro de unos zapatos de diseño (quizás Clark). Markel, por el contrario,
combatía el calor con la desidia: zapatillas deportivas con los cordones
desordenados, vaqueros agrietados y deshilachados, camiseta desajustada
mostrando una lengua larguísima en la región torácica anterior y gorra tipo
visera con el ala protectora dirigida hacia atrás.
Ante los ojos entusiasmados de su abuela y los ojos inquisidores
de su padre, Markel tarareaba con cierto gracejo unas coplillas del grupo
Ketama: “... no estamos locos,/que sabemos lo que queremos,/vive la vida/igual
que si fuera un sueño...”. Parecía ajeno a aquel paisaje familiar en el que
cada especie obedecía a un tiempo, a una concepción social, a una situación
concreta y a una ilusión. Remigia era la supervivencia, José Antonio la
estabilidad y Markel la ilusionada improvisación.
Que los cordones de las zapatillas estuvieran desatados colgando
hacia el suelo era para Markel una consecuencia de su deseo de comodidad; para
José Antonio era síntoma del desaliño de su hijo y del desorden que aqueja a
todos los jóvenes; para la abuela no tenía importancia porque aunque pisara los
cordones al caminar, no iba a caerse (“estos chavales están ágiles como
ardillas”).
Que llevase los pantalones agrietados y deshilachados era para
Markel, además de una moda, un sistema rudimentario de ventilación corporal;
para su padre era, además de una cochinada, una forma de llamar la atención
enseñando las carnes; para Remigia no tenía demasiada importancia porque, según
apostillaba, “no van a estar las madres todo el día cosiendo y trabajando si
ahora los chicos van contentes de esa forma tan graciosa”.
Que la camiseta fuese tres tallas más grande que la que le
correspondía era para el joven una interpretación laxa de lo que es la
libertad; para José Antonio era la consecuencia inevitable de las zapatillas y
los pantalones, es decir, desidia, haraganería y “así vamos a resolver los
problemas”; para la abuela Remigia, una vez más, la cosa no tenía importancia,
en todo caso, se trataba de algo útil pues el nieto aún era joven y debía
crecer y anchar, con lo que la camiseta le iba a servir para mucho más tiempo.
Que llevase la gorra negra con la visera dirigida hacia atrás era
para Markel una mezcla de personalidad y ahorro energético pues ya todos sus
amigos le identificaban con ese estilo y, además, bastaba con girarla para que
la visera sirviera para proteger sus ojos del sol, con el mínimo movimiento y
con el mínimo esfuerzo; para José Antonio era simplemente ridículo y
“antiestético, ¡cojones!”; para la abuela era un detalle muy gracioso, como
algunos ciclistas antiguos pero “es que, además, mi nieto esta precioso con
cualquier cosa que se ponga”.
Unos minutos mas tarde Markel preguntó la hora a alguno de los
presentes en la habitación y le entraron las prisas de repente. Tomó impulso y
se levantó de un salto entrecruzando los pies al caer ente su padre. Hurgó en
el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un teléfono móvil en el que marcó un
número al son de la canción de Ketama. “Koky, cinco minutos y estoy en la
escalera de Kachi... vienen Sonia y Mar la cometodo... llama a Roky..., dijo”.
Depositó el teléfono, sin cerrar, sobre la cama y besó a la abuela al mismo
tiempo que la viejilla empezaba a vocear la belleza del nieto, y antes de que
José Antonio terminara de decir “adónde vas” ya había recibido una mocha de su
hijo Markel acompañada de un beso real aunque imperceptible.
FDO. JOSU MONTALBAN