miércoles, 23 de mayo de 2012


EXHORTACIÓN A LA CODICIA

En Miami, los pequeños cruceros que salen del puerto para dar un paseo de un par de horas a los turistas por un puñado de dólares, anuncian ostentosamente que el paseo incluye ver, aunque sea de lejos, las mansiones de los famosos multimillonarios que se han instalado en islas artificiales en medio de la gran bahía. En Monterrey, también en Estados Unidos, las excursiones incluyen veinte Kilómetros a través de una carretera privada que cuesta a millón, desde la que se ven las mansiones de los grandes jugadores de golf y otras personalidades del cine. Ya, este tipo de actitudes y costumbres están generalizadas en casi todo el mundo. Da la impresión de que la clase media, travestida de turista, cultiva la envidia y acepta la desigualdad como un mal menor, y, lo peor de todo es que lo hace porque, en el fondo, a todos les gustaría ser ocupantes de esas mansiones.

Esas formas de obrar constituyen una exhortación a la codicia, porque ¿cómo no codiciar una vivienda amplia, rodeada de vegetación, en medio de una bahía o un lago y debidamente servida por gentes humildes, bien mandadas y siempre agradecidas?. Para acrecentar la tentación, los multimillonarios o los simplemente ricos, se encargan de iluminar el entorno con arte y profusión empeñados en que la gloria y la grandeza no sólo se sientan sino que se vean. Recientemente un guía turístico, informando mecánicamente que una mansión señorial había costado a su ocupante 27 millones de dólares, provocó una interjección de admiración en lugar de una blasfemia. A mí, sólo me produjeron admiración el desinterés del guía por ilustrar el dato y la desidia de los turistas que tomaron la cifra como una simple apostilla accesoria al hecho esencial de que allí vivieran los famosos.

El capitalismo es así de cruel. De pronto, un golpe de fortuna convierte a alguien en rico o multimillonario, y ya son precisas muchas generaciones de zafios u holgazanes para que vuelva a aparecer un pobre con el mismo apellido. Este tipo de injusticias, que son admitidas y admiradas en los paraísos turísticos, comienzan a aparecer entre nosotros. Lo más grave es que las clases medianamente acomodadas, que tienen el privilegio de vivir en áreas residenciales en las afueras de nuestros pueblos, también hacen ostentación de sus posesiones con iluminaciones indirectas, escudos de linaje improcedentes y perros guardianes de cuidado pedigree.

En este panorama, ¿quién se atreve a denunciar la injusticia, los desequilibrios sociales y, hablando en plata, la desvergüenza de las clases acomodadas que afirman incluso que los pobres lo son por vagos y no por desafortunados?. ¿Quién se atreve a proclamar que la comodidad de unos se fundamenta en las estrecheces de los otros?. ¿Quién se atreve a denunciar que  a los pobres, a los sin techo y a los que mueren de hambre y miseria les corresponde, al menos, un viajecillo de los acomodados, un alero de sus casas o las migas que caen de sus mesas?.

Ese es al problema, la falta de denuncias generalizadas que culminen en la acción certera a favor de la justicia y el equilibrio social. Porque los opulentos no se sienten afortunados y, por tanto, deudores con cuantos sufren a su lado, sino que se consideran casi imprescindibles para el mantenimiento del esquema social imperante, y piden a los gobiernos que protejan sus situaciones porque sólo así podrán vivir las subclases inferiores que están a su servicio. En palabras de Galbraith: “si se alimenta al caballo generosamente con avena, algunos granos caerán al camino para los gorriones”. Esta filosofía mezquina, con la que no comulgamos ni Galbraith ni yo, terminará por consolidar lo que ya comienza a vislumbrarse: una sociedad, dividida en clases con una élite vergonzante que se exhibe de modo descarado, una clase media acomodada que admite que los poderes públicos no actúen sobre la élite vergonzante para que  tampoco ellos se vean afectados y una clase baja formada por personas de bajísima formación y características peculiares que les aleja del mercado de trabajo y los convierte en meros apéndices de la sociedad, sujetos para siempre a la beneficencia. En este último estrato terminarán integrándose quienes conforman la que se llama “subclase funcional”, en torno a quienes no pueden acceder al nivel económico ni calidad de vida de las capas más bajas de la clase media. A esta subclase funcional se irán integrando  los emigrantes, los parados de edad avanzada que no acoge el mercado de trabajo y los que encuentren empleo de forma ocasional, a través de empresas de trabajo temporal o, incluso, en la economía sumergida. Estos también aspiran y desean una casita iluminada bajo los árboles pero de momento se conforman con codiciar lo de los demás.

La codicia, aunque tiene que ver con el último de los mandamientos, dicen que lleva al infierno. Lo que les faltaba a los pobres: insatisfechos durante la vida y condenados por malos tras la muerte.

JOSU MONTALBAN