lunes, 13 de febrero de 2012

DESCUBRIMIENTOS DESDE EL TREN HULLERO

Viví mi infancia en Zalla, a escasos metros de la vía por la que circulaba el tren que, procedente de la Robla, me llevaba a Bilbao. En el viajaba al menos dos veces al año. Era un tren de vagones de madera tirados por una máquina de vapor, tiznada por el polvo de carbón, que despedía bocanadas de humo, blanco a veces y a veces negruzco, por una chimenea cilíndrica que dejaba también salir pavesas encendidas y pequeñas pizcas de carbonilla.

El Jefe de la Estación era hombre de escasa estatura que trajinaba por el andén, tocado con una gorra de color rojo con adornos negros o dorados. Se hacía ayudar por un guarda que administraba las agujas, -unos aparatos pesados, de hierro, que modificaban el uso de las vías y fijaba la dirección que debían tomar los trenes-, y abría y cerraba una barreras, siempre desengrasadas, que velaban por la convivencia tranquila de la carretera y las vías que se cruzaban entre sí. Si el Jefe de Estación merecía todo mi respeto porque incluso su vestimenta me parecía honorable, el guarda solo me producía miedo, porque siempre iba acompañado por un perro, ladrador en exceso y revoltoso por demás, que siempre llevaba el pelo empolvado por el carbón. Más aún, aquel guarda empleaba su tiempo libre en vender carbón por quintales, que trasladaba a las casas en un carro destartalado del que tiraba una burra tan hacendosa como escuchimizada, a la que el guarda animaba con grito famoso entre los vecinos: “¡Con aire Leona!”.

Circulaban dos trenes de pasajeros cada día en dirección a Bilbao y otros tantos en dirección a La Robla. A las nueve de la mañana y a las seis de la tarde. Durante el resto del día pasaban los trenes de transporte de mercancías: larguísimos convoyes que nos facilitaban una disculpa a los niños que jugueteábamos apostando en torno al número de vagones del convoy. Generalmente el premio de la apuesta era el chocolate de la merienda o una rodaja de chorizo que sacábamos de la hendidura del pan con harto dolor de nuestro corazón cuando perdíamos la apuesta. Algunas tardes acudíamos a un descampado por cuyos bordes marchaba el tren y agitábamos los brazos para que el maquinista de cara carbonizada, sobre la que los labios resaltaban su rojez con desvergüenza, nos arrojara una briqueta de carbón que arrastrábamos hasta nuestra casa para alegría de nuestros padres.

Viajar en aquellos trenes constituía una aventura inigualable. La adquisición del billete tenía lugar en una sala de paredes frías en las que el Jefe de Estación había colocado anuncios, avisos y prohibiciones. Cada billete suministrado era extraído de un armario con tantos compartimentos como estaciones de la línea férrea. Para fecharlos usaba una especie de machete mecánico que hacía un ruido que siempre me recordó al de la guillotina. Cuando el tren accedía a los andenes yo sentía admiración por los factores o picabilletes que se tiraban del tren antes de que hubiera parado del todo y volvían a subirse a él algunos segundos después de que el tren hubiera iniciado su marcha. Después de más de seis horas de andadura desde La Robla el tren parecía cansado: el aire estaba ya viciado por el calor de los cuerpos, los vahos procedentes de los sudores corporales y el humo de los cigarros consumidos. Los bancos de madera crujían y los vidrios de las ventanas tintineaban como si fueran campanillas. De pronto caía una ventana o se abría una puerta y, a su través, accedía al vagón el controlador que picaba los billetes, que se movía hacia delante o atrás por un pescante estrecho que recorría los dos laterales de los vagones.

Había en todo el trayecto entre Zalla y Bilbao un lugar emblemático para mí. Recuerdo con nitidez cómo se producía el evento. Mi madre nos acomodaba en los asientos de la izquierda, a través de cuyas ventanas se veía una gran chimenea aún en construcción. Conforme nos íbamos acercando iba ganando en evidencia la figura de un hombre que agitaba sus brazos en lo más alto de la chimenea. Era un héroe, o quizás un demente con ansias de epatar o de agradar. Era mi padre que nos saludaba. Si hubiéramos dispuesto de unos catalejos potentes hubiéramos visto la emoción en su rostro; y si él los hubiera tenido habría visto en los nuestros la ilusión propia de los niños que no valoran los riesgos y la preocupación de mi madre que presagiaba que aquella efusión de mi padre a aquella altura suponía un riesgo evidente. Quizás fuera esa la razón por la que mi madre nos ponía sus manos ante nuestros ojos y aplacaba todas nuestras muestras de entusiasmo y, si nuestras mentes infantiles hubieran observado las consecuencias, habrían percibido el respingo de alivio con que mi madre recibía el pitido del Jefe de Estación ordenando que el tren prosiguiese la marcha.

El tren continuaba su andadura, de pueblo en pueblo. El cansancio, los efluvios procedentes de los animales transportados o de los manjares que habían sido degustados, -auténtica feria de productos típicos-, el humo de la máquina que se incrustaba por las grietas y dejaba suspendidas en el aire pequeñas briznas de carbonilla, provocaba mareo. Era el tiempo de asomar suavemente la cabeza por la ventana para tomar aire fresco, cuidándonos de que ninguna zarza nos rozase la cara. Y siempre mirando hacia atrás, sobre todo para evitar que la carbonilla se instalase en nuestros ojos.

Cuando el tren llegaba a las inmediaciones de Bilbao el paisaje cambiaba como si de pronto estuviéramos en otro lugar. La entrada en Bilbao no podía ser más majestuosa. Paralelamente discurrían el tren, la carretera y la Ría (cierto que la Ría salía de Bilbao al ritmo de sus aguas, pero los barcos tanto accedían a Bilbao como salían de él). Y fue en esos trayectos en los que me admiraba ver a los marineros plantados en la quilla de aquellos grandes barcos, o a los gabarreros que transportaban carbón en sus naves planas, o a los simples boteros que cruzaban a las gentes de un lado al otro de la Ría suplantando la utilidad de los puentes. Desde nuestra atalaya privilegiada veíamos Bilbao, donde convivían casas, palacios, almacenes y fábricas. Llegábamos al destino, como el tren lo hacía, con paso acompasado y cansino.

El último trance de aquellos viajes también me dejó huellas. A la última estación se llegaba a través de un túnel largo. La oscuridad se hacía agobiante. Las luces del tren eran mortecinas y creaban un ambiente tétrico en el que los rostros de los viajeros se tornaban expectantes, como si no tuvieran demasiado claro que aquel túnel tuviera al final una salida. Algunas veces no se encendían las luces del vagón y en aquella oscuridad terrible me agarraba al brazo de mi madre que conocía con detalle, y sentía cómo su mano se posaba sobre mi pierna para que me sintiera acompañado, o cogía mi mano para que me sintiera protegido. Al final del túnel se abrían lateralmente unas aspilleras que producían en la oscuridad destellos de esperanza: entonces la mirada de mi madre y la mía confluían en aquel reducto de complicidad en el que yo suplicaba su amparo y ella me prestaba su fuerza y su ternura. Quince destellos de luz y, por fin, los amplios andenes, con el gran ventanal abierto al Arriaga, al otro lado de la Ría, en esa estación de nombre tan encomiable: Concordia.

Ya no es necesario continuar con el relato porque allí, en La Concordia, comenzaba otra aventura que ya no tenía que ver con los trenes. Bilbao no tenía nada que ver con Zalla, les separaban algo más de veinte kilómetros, un tren de madera, una máquina de vapor y un buen manojo de vivencias.


Fdo. Josu Montalbán