miércoles, 22 de febrero de 2012

DESIGUALDAD Y POBREZA


De un plumazo han caído en mis manos dos publicaciones de frecuencia mensual que inciden en el asunto que da título a este artículo. Una de ellas subraya que estamos inmersos en una nueva época que bien puede calificarse como la de la desigualdad. La otra tiene un título más escueto pero no menos concreto: “Los nuevos pobres”. Sin embargo, ambas contienen datos y opiniones que permiten concluir que nuestra sociedad es cada vez más injusta, y que el desarrollo y el progreso, con haber sido evidentes en las cifras globales que atestiguan ciertos avances sociales, no están siendo disfrutados en la misma medida por todos. La desigualdad es un signo claro de injusticia, la pobreza es un signo de inmoralidad para la sociedad que la provoca y la soporta. El dato esclarecedor, suministrado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) es el siguiente: la renta media del grupo de 10% más rico es aproximadamente nueve veces a correspondiente a la del 10% más pobre. Esta cifra, que constituye la media entre dicha relación en Eslovenia (4,8 veces) y Chile (27,5 veces), contiene datos igualmente esclarecedores, por ejemplo que en España es de casi 12 veces la proporción, o que en EEUU es de casi 15 veces.

Esta es la realidad que soportamos, pero las alarmas que se han encendido y golpean en nuestras conciencias apenas han alertado a los Gobiernos del Mundo en pos d e nuevos tiempos más justos y saludables para todos. Peor aún, la crisis que corre pareja a este tiempo ha cegado a la gran mayoría de los gobernantes, y también a los dirigentes de las Agencias y Organismos Internacionales sometiéndoles a la voracidad de la Economía y haciendo caso omiso a las llamadas de la Ética. Porque la elite de los ricos es cada vez más rica a costa de que la franja de los más pobres es cada vez más menesterosa. Los poderes públicos se han plegado a reglas y conceptos que bien poco tienen que ver con la Democracia, y mucho menos con ninguna ideología mínimamente progresista. Los llamados Mercados han impuesto sus reglas y sus vicios con tal impiedad que no parecen dispuestos a tener en cuenta a las víctimas de sus propias fechorías, es decir, a los que se empobrecen para siempre. Los Estados, en manos ya de tecnócratas despiadados o, como mucho, de políticos sometidos al dictado de tecnócratas y plutócratas, se están apartando de su función protectora de los ciudadanos, obsesionados por conceptos como déficit o deuda, que previamente ya han sido demonizados.

Eliminar el déficit de las cifras presupuestarias debería ser una decisión vedada a quienes no tienen la función y responsabilidad de elaborarlos y ejecutarlos. Cuando los mandamases europeos, a instancias de Angela Merkel, imponen sus normas antidéficit recurriendo a la modificación de los Tratados europeos (el de Lisboa con solo dos años de rodaje: ¿no estaba ya presente la actual crisis cuando entró en vigor?) parecen estar matando moscas a cañonazos, pero sobre todo están infligiendo a la población unas dosis de miedo excesivas e insoportables. Puede ser que algunas cifras relacionadas con el déficit o la deuda relativas a los 27 países de la UE requieran análisis pormenorizados, pero leamos las correspondientes a la todopoderosa Alemania, donde el crecimiento del PIB es bastante inferior al del déficit, mientras soporta una deuda pública del 83,2% del PIB (22 puntos por encima de España), ¿a qué vienen las declaraciones de Merkel, posteriores al Consejo último, intentando airear las condiciones españolas como altamente problemáticas? A todos nos preocupa la situación española, pero ha de impacientarnos en su justa medida, y mucho más por sus repercusiones en el empleo que por otras cosas.

Pero no nos vayamos del asunto. Cada vez que se intenta relacionar desigualdad y pobreza con desarrollo económico, corremos el riesgo de escapar del meollo porque cada vez más la Economía nos somete a su regla puramente especuladora y mercantilista, obligándonos a alejarnos del auténtico objetivo suyo, que no debiera ser otro que la consecución del bienestar y la felicidad de los ciudadanos. No es necesario ser un marxista irredento, ni siquiera un tibio socialdemócrata, para darse cuenta de la amenaza que constituye el ultraliberalismo económico que nos domina. Incluso Obama ha alertado con palabras certeras: “Nuestro éxito no ha radicado en la supervivencia de los más fuertes, sino en la construcción de una sociedad en la que todos salimos ganando”. Y luego, en alusión a la desigualdad imperante en EEUU, -un 0,1% de la población tiene unos ingresos anuales de 27 millones de dólares, y el ejecutivo promedio que hace una década ganaba treinta veces más que sus trabajadores, hoy recibe 110 veces más-, ha dicho que “esa clase de desigualdad nos perjudica porque la clase media ya no es capaz de comprar los bienes que producimos,…esa desigualdad distorsiona nuestra democracia porque le da una representación desproporcionada a unos pocos,…esa clase de desigualdad viola la promesa que radica en el corazón de América: que este es el país en que, si lo intentas, puedes triunfar”. No está mal esta autoinculpación de Obama, aunque si de lo que se trata es exclusivamente de triunfar, bien pueden considerarse triunfadores (y no injustos acaparadores) los de ese 0,1% de los norteamericanos de la elite.

Otra vez nos hemos alejado del asunto. Lo cierto es que la brecha entre ricos y pobres está en el nivel más alto de los últimos 30 años, aunque no se puede decir que durante esos años no hayan tenido lugar algunas crisis como la actual. En todo caso, la actual desigualdad es la consecuencia de una economía decadente que ha corrido al lado de unas políticas de reducción de impuestos a las rentas más altas, de una moderación salarial muy excesiva para las clases más bajas, y un boom financiero especulativo que se inició con una eclosión de los créditos para los más humildes y un rigor brutal contra quienes, posteriormente, no han podido hacer frente a los pagos derivados de dichos créditos.

Sí, se han reducido impuestos a los más ricos y se han rebajado o eliminado los impuestos que constituían muestras de opulencia y riqueza de quienes anteriormente los pagaban: con un gobierno progresista España rebajó el Impuesto de Sociedades, eliminó el de Patrimonio y redujo el IRPF. (Bajar impuestos es de izquierdas, ¿recuerdan?). El impuesto que ahora se pretende imponer a las grandes fortunas tiene un carácter eminentemente recaudatorio que en modo alguno va dirigido a la redistribución de la riqueza por la vía impositiva. Hace tiempo que se renunció a ese sentido distribuidor que debe ser inherente a cualquier política impositiva. Ahora, cada vez que se anuncia un posible impuesto nuevo se sitúa al lado la cantidad de dinero que se espera recaudar con él, para justificarlo, pero como no se concreta su destino, no está garantizado que vayan a ser los ciudadanos más pobres los que se aprovechen de ello, pues bien puede ser destinado a ayudas para las propias empresas de los opulentos o a cubrir la deuda pública a mayor velocidad que la normal, en obediente respuesta a los Mercados y a Angela Merkel.

La perpetuación de la desigualdad también incide en la intensificación de la pobreza. Hay pobres en la medida que hay ricos, y viceversa. Y los hay muy pobres en la medida que los hay muy ricos. El nivel de desigualdad es el que define la riqueza y la pobreza de un lugar con mayor fidelidad que como lo hacen las medias promedio del capital acumulado. Quienes reivindicamos una menor desigualdad, que es la versión piadosa de la igualdad, estamos pidiendo una mayor justicia y, sobre todo, una dignidad más firme para todos. No nos mueven ni la envidia ni el rencor, por otra parte lógicos cuando se trata de valorar derechos básicos de las personas conculcados. De  modo que resulta abominable la teoría por la que, garantizada la supervivencia y evitada la miseria extrema, la desigualdad no tiene porqué ser juzgada como perniciosa. Resulta malvado en grado sumo que no se llegue a comprender el sentimiento de rechazo de quienes, aunque ven mejorar sus ingresos, protestan porque los ricos aumenten su riqueza de modo grosero y desmesurado. Este sentimiento, que Feldstein ha llamado de “igualitarismo rencoroso” es tan humano como el afán de superación y el ansia de triunfo, aunque mucho más ético.

Es tan grande ya la brecha entre los ricos y los pobres que urge una solución para que no llegue a aflorar el rencor. La envidia, según el catecismo de mi infancia, es un pecado capital, un pecado mundano y como tal comprensible. Al final, la desmesurada riqueza de los opulentos está basada casi siempre en la avaricia, y genera, las más de las veces, soberbia; la extrema riqueza es lujuriosa, facilita el ejercicio de la gula y llega a propiciar, con mucha frecuencia, la pereza. Para la desmesurada y excesiva pobreza solo quedan dos propensiones: la envidia ante la desventaja de la desigualdad, y la ira de quienes se sienten desheredados y defraudados por la falta de decencia y moralidad de los opulentos.

Fdo.  JOSU  MONTALBAN