De un plumazo han caído en mis
manos dos publicaciones de frecuencia mensual que inciden en el asunto que da
título a este artículo. Una de ellas subraya que estamos inmersos en una nueva
época que bien puede calificarse como la de la desigualdad. La otra tiene un
título más escueto pero no menos concreto: “Los nuevos pobres”. Sin embargo,
ambas contienen datos y opiniones que permiten concluir que nuestra sociedad es
cada vez más injusta, y que el desarrollo y el progreso, con haber sido
evidentes en las cifras globales que atestiguan ciertos avances sociales, no
están siendo disfrutados en la misma medida por todos. La desigualdad es un
signo claro de injusticia, la pobreza es un signo de inmoralidad para la
sociedad que la provoca y la soporta. El dato esclarecedor, suministrado por la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico (OCDE) es el siguiente: la renta media del grupo de 10%
más rico es aproximadamente nueve veces a correspondiente a la del 10% más
pobre. Esta cifra, que constituye la media entre dicha relación en Eslovenia
(4,8 veces) y Chile (27,5 veces), contiene datos igualmente esclarecedores, por
ejemplo que en España es de casi 12 veces la proporción, o que en EEUU es de
casi 15 veces.
Esta es la realidad que
soportamos, pero las alarmas que se han encendido y golpean en nuestras
conciencias apenas han alertado a los Gobiernos del Mundo en pos d e nuevos
tiempos más justos y saludables para todos. Peor aún, la crisis que corre
pareja a este tiempo ha cegado a la gran mayoría de los gobernantes, y también
a los dirigentes de las Agencias y Organismos Internacionales sometiéndoles a
la voracidad de la Economía
y haciendo caso omiso a las llamadas de la Ética. Porque la elite de los ricos
es cada vez más rica a costa de que la franja de los más pobres es cada vez más
menesterosa. Los poderes públicos se han plegado a reglas y conceptos que bien
poco tienen que ver con la
Democracia , y mucho menos con ninguna ideología mínimamente
progresista. Los llamados Mercados han impuesto sus reglas y sus vicios con tal
impiedad que no parecen dispuestos a tener en cuenta a las víctimas de sus
propias fechorías, es decir, a los que se empobrecen para siempre. Los Estados,
en manos ya de tecnócratas despiadados o, como mucho, de políticos sometidos al
dictado de tecnócratas y plutócratas, se están apartando de su función
protectora de los ciudadanos, obsesionados por conceptos como déficit o deuda,
que previamente ya han sido demonizados.
Eliminar el déficit de las cifras
presupuestarias debería ser una decisión vedada a quienes no tienen la función
y responsabilidad de elaborarlos y ejecutarlos. Cuando los mandamases europeos,
a instancias de Angela Merkel, imponen sus normas antidéficit recurriendo a la
modificación de los Tratados europeos (el de Lisboa con solo dos años de
rodaje: ¿no estaba ya presente la actual crisis cuando entró en vigor?) parecen
estar matando moscas a cañonazos, pero sobre todo están infligiendo a la
población unas dosis de miedo excesivas e insoportables. Puede ser que algunas
cifras relacionadas con el déficit o la deuda relativas a los 27 países de la UE requieran análisis
pormenorizados, pero leamos las correspondientes a la todopoderosa Alemania,
donde el crecimiento del PIB es bastante inferior al del déficit, mientras
soporta una deuda pública del 83,2% del PIB (22 puntos por encima de España),
¿a qué vienen las declaraciones de Merkel, posteriores al Consejo último,
intentando airear las condiciones españolas como altamente problemáticas? A
todos nos preocupa la situación española, pero ha de impacientarnos en su justa
medida, y mucho más por sus repercusiones en el empleo que por otras cosas.
Pero no nos vayamos del asunto.
Cada vez que se intenta relacionar desigualdad y pobreza con desarrollo
económico, corremos el riesgo de escapar del meollo porque cada vez más la Economía nos somete a su
regla puramente especuladora y mercantilista, obligándonos a alejarnos del
auténtico objetivo suyo, que no debiera ser otro que la consecución del bienestar
y la felicidad de los ciudadanos. No es necesario ser un marxista irredento, ni
siquiera un tibio socialdemócrata, para darse cuenta de la amenaza que
constituye el ultraliberalismo económico que nos domina. Incluso Obama ha
alertado con palabras certeras: “Nuestro éxito no ha radicado en la
supervivencia de los más fuertes, sino en la construcción de una sociedad en la
que todos salimos ganando”. Y luego, en alusión a la desigualdad imperante en
EEUU, -un 0,1% de la población tiene unos ingresos anuales de 27 millones de
dólares, y el ejecutivo promedio que hace una década ganaba treinta veces más
que sus trabajadores, hoy recibe 110 veces más-, ha dicho que “esa clase de
desigualdad nos perjudica porque la clase media ya no es capaz de comprar los
bienes que producimos,…esa desigualdad distorsiona nuestra democracia porque le
da una representación desproporcionada a unos pocos,…esa clase de desigualdad viola
la promesa que radica en el corazón de América: que este es el país en que, si
lo intentas, puedes triunfar”. No está mal esta autoinculpación de Obama,
aunque si de lo que se trata es exclusivamente de triunfar, bien pueden
considerarse triunfadores (y no injustos acaparadores) los de ese 0,1% de los
norteamericanos de la elite.
Otra vez nos hemos alejado del
asunto. Lo cierto es que la brecha entre ricos y pobres está en el nivel más
alto de los últimos 30 años, aunque no se puede decir que durante esos años no
hayan tenido lugar algunas crisis como la actual. En todo caso, la actual
desigualdad es la consecuencia de una economía decadente que ha corrido al lado
de unas políticas de reducción de impuestos a las rentas más altas, de una
moderación salarial muy excesiva para las clases más bajas, y un boom
financiero especulativo que se inició con una eclosión de los créditos para los
más humildes y un rigor brutal contra quienes, posteriormente, no han podido
hacer frente a los pagos derivados de dichos créditos.
Sí, se han reducido impuestos a
los más ricos y se han rebajado o eliminado los impuestos que constituían
muestras de opulencia y riqueza de quienes anteriormente los pagaban: con un
gobierno progresista España rebajó el Impuesto de Sociedades, eliminó el de
Patrimonio y redujo el IRPF. (Bajar impuestos es de izquierdas, ¿recuerdan?). El
impuesto que ahora se pretende imponer a las grandes fortunas tiene un carácter
eminentemente recaudatorio que en modo alguno va dirigido a la redistribución
de la riqueza por la vía impositiva. Hace tiempo que se renunció a ese sentido
distribuidor que debe ser inherente a cualquier política impositiva. Ahora,
cada vez que se anuncia un posible impuesto nuevo se sitúa al lado la cantidad
de dinero que se espera recaudar con él, para justificarlo, pero como no se
concreta su destino, no está garantizado que vayan a ser los ciudadanos más
pobres los que se aprovechen de ello, pues bien puede ser destinado a ayudas
para las propias empresas de los opulentos o a cubrir la deuda pública a mayor
velocidad que la normal, en obediente respuesta a los Mercados y a Angela
Merkel.
La perpetuación de la desigualdad
también incide en la intensificación de la pobreza. Hay pobres en la medida que
hay ricos, y viceversa. Y los hay muy pobres en la medida que los hay muy
ricos. El nivel de desigualdad es el que define la riqueza y la pobreza de un
lugar con mayor fidelidad que como lo hacen las medias promedio del capital
acumulado. Quienes reivindicamos una menor desigualdad, que es la versión
piadosa de la igualdad, estamos pidiendo una mayor justicia y, sobre todo, una
dignidad más firme para todos. No nos mueven ni la envidia ni el rencor, por
otra parte lógicos cuando se trata de valorar derechos básicos de las personas
conculcados. De modo que resulta
abominable la teoría por la que, garantizada la supervivencia y evitada la
miseria extrema, la desigualdad no tiene porqué ser juzgada como perniciosa.
Resulta malvado en grado sumo que no se llegue a comprender el sentimiento de
rechazo de quienes, aunque ven mejorar sus ingresos, protestan porque los ricos
aumenten su riqueza de modo grosero y desmesurado. Este sentimiento, que
Feldstein ha llamado de “igualitarismo rencoroso” es tan humano como el afán de
superación y el ansia de triunfo, aunque mucho más ético.
Es tan grande ya la brecha entre
los ricos y los pobres que urge una solución para que no llegue a aflorar el
rencor. La envidia, según el catecismo de mi infancia, es un pecado capital, un
pecado mundano y como tal comprensible. Al final, la desmesurada riqueza de los
opulentos está basada casi siempre en la avaricia, y genera, las más de las
veces, soberbia; la extrema riqueza es lujuriosa, facilita el ejercicio de la
gula y llega a propiciar, con mucha frecuencia, la pereza. Para la desmesurada
y excesiva pobreza solo quedan dos propensiones: la envidia ante la desventaja
de la desigualdad, y la ira de quienes se sienten desheredados y defraudados
por la falta de decencia y moralidad de los opulentos.
Fdo. JOSU
MONTALBAN