El consejero Azkarraga nos ha acusado a los socialistas vascos de “ser más españoles que el botijo”. Es verdad que después ha añadido la coletilla “sin ser peyorativo para los españoles”. Este tipo de coletillas hacen más absurdas y torpes las aseveraciones. Recuerdo una trifulca a la que asistí, ciertamente brutal, que se inició con la frase “sin ánimo de ofender”, pero es que, sin ánimo de ofender, alguien acusó a otro de los presentes de no ser hijo de su padre. Así que la afirmación de Azkarraga, si no pretendía ser peyorativa con los españoles, -cosa que dudo-, debía pretender lo con los socialistas vascos. Y bien, el intento de ofender de Azkarraga se va a quedar en nada porque sólo algún necio, -que haberlos haylos, incluso entre sus compañeros de formación-, puede cabrearse con tamaña estupidez, toda vez que se nace donde la casualidad quiere, donde ha querido que se encontraran nuestras madres en el momento húmedo de la ruptura de aguas que antecede a los partos.
A
mí lo que más me ha dolido de la frase del consejero ha sido que haya hablado
del botijo con esa ligereza, porque el botijo ha formado parte del paisaje de
mi infancia como lo ha sido del de todas las infancias. Su sitio, a la derecha
del fogón y a la izquierda del fregadero, era uno de los lugares más exclusivos
y dignos de la cocina de mis primeros años. En cualquier otro lugar podían
verse objetos diversos, pero allí, justamente entre el calor y el crepitar de
los leños y la vocación higiénica del fregadero, estaba el botijo. Tan humilde
como majestuoso, tan imprescindible como sencillo.
Recuerdo
aquellas tardes de verano, cuando el angosto camino que pasaba frente a mi casa
se llenaba de niños, muchachos, jóvenes y ancianos, cada cual con su botijo, en
dirección a la fuente de Castigarrero, que aún chorrea en su profunda soledad,
porque un gran cartel la ha convertido en no potable. Allí, bajo dos robles
gigantes, los botijos esperaban su turno hasta que el chorro de agua fresca
franqueaba su invisible puerta e invadía la intimidad de su orondo vientre de
paredes de arcilla. Nadie, o casi nadie, sabía cuál era el proceso que tenía
lugar en el interior del botijo para que el agua conservara su frescura aunque
pasara el tiempo, normalmente cálido, de la primavera y el verano. Nadie sabía
que en el interior de aquel artilugio de arcilla se producía constantemente un
fenómeno de filtración del agua por los poros de la arcilla hasta que se
evaporaba en contacto con el exterior, lo que provocaba el enfriamiento.
Ciertamente, este proceso podría ser explicado de forma más compleja, lo cual
añadiría importancia al asunto, hasta tal punto de haber abortado el afán
ofensivo de Azkarraga.
Pero
no, no se trata de eso. Se trata de devolver al botijo la dignidad que el
consejero Azkarraga ha pretendido hurtarle. El botijo, que ahora está siendo
relegado como consecuencia de la proliferación infinita de neveras y
frigoríficos, data de hace más de 700 años. (Yo estoy seguro de que el botijo
es tan antiguo como la sed en la mente del Hombre). La “buttícula”, antecesora
del botijo, aparece por aquellas fechas en la obra “Gran Conquista de
Ultramar”. Entonces se usaba para llevar indistintamente el agua o los licores
en los navíos. El botijo también está presente en las Crónicas de Indias del
siglo XVI. Y en la Pragmática de Tasas de 1680. Y en múltiples obras literarias
muy antiguas: lo nombra Agustín de Moreto en el siglo XVII, y Sebastián de
Covarrubias en el año 1611, y tantos otros cronistas antiguos. Tal ha sido el
devenir, siempre ilustre, del botijo, que en todas las partes de España y del
Mundo ha sido utilizado del mismo modo aunque haya sido nombrado de muy
diversas maneras: Botijo, barril, búcaro, cantir, piche, pipo, piporro, rayo,
sillo, sillonet, botixo, botijo de relo, barrila, barril de pitón, porrón,
cantarillo de pitorro, cantarilla de pipote, etc.
No
sé por qué estoy aportando tantos datos cuando la presencia del botijo en
nuestras vidas ha sido tan notable. Los he visto en los fogones, en las
alacenas de los zaguanes, en los umbrales de las puertas. El botijo ha sido
compañero leal de labradores, de pescadores que se hacen a la mar de madrugada,
de peones de la construcción, de horneros, de cantores, de molineros...Recuerdo
aquellos burros engalanados, cargados de paja para que los botijos, las
barrilas y los barreños no rozaran entre sí y se dañaran. Llegaban al comienzo
de la primavera de la mano de un botijero cantarín, de manos áridas y semblante
complaciente. Aquellos hombres y aquellos burros también forman parte del bello
paisaje de mi infancia.
Pero,
¿A qué viene, señor Azkarraga, conferir el carácter de español al botijo?
¿Acaso no ha visto botijos en el norte de Africa, o en todos los países
mediterráneos, o en cualquier lugar del Mundo donde el calor es excesivo y la
sed arrecia, y el trabajo se hace más penoso a causa de las altas
temperaturas?. Pocos utensilios son tan universales y tan prácticos. ¿Ha visto
acaso algún caserío vasco donde un hubiera un diligente botijo esperando saciar
la sed del casero? ¿No ha visto, acaso, nunca al casero sentado sobre el poyo
de piedra, a un lado de la puerta, enarbolar el botijo para beber a gollete la
fresca y cristalina agua? ¿No sabe de la dulce compañía que el botijo ha
dispensado a los pastores vascos? Recuerdo los rebaños de ovejas, y al pastor
con el botijo colgado a la espalda, del mismo modo que recuerdo al pastor
tendido al borde de los pastos, el botijo a su lado, y la mano del zagal
apoyada en el vientre de arcilla, quizás pensando si aquel vientre de barro
fuera como el vientre de carne de su amada.
Por
eso, Señor Azkarraga, aunque no se disculpe ante los españoles ni ante los
socialistas vascos, hágalo ante el botijo. Por cierto, estoy seguro de que en
su casa principal, o en su casa de veraneo, o en su choco, o en la sociedad
gastronómica a la que acude a comer y beber con sus amigos, hay algún botijo,
ahora menos práctico quizás, pero fiel recordatorio del tiempo en que el agua
sólo se conservaba fría en sus entrañas.