miércoles, 8 de febrero de 2012

EL VIENTRE DE ROSA

Veo el vientre de Rosa, tendida, y le pongo un título al acontecimiento: “Ocho meses gestando ilusión”. Es redondo, casi esférico, tan hinchado como henchido, dulce como un melocotón que se derretirá en almíbares cuando las lunas se pongan de acuerdo en certificar que el fruto ha entrado en sazón. La piel se ha abrillantado y, aunque no se haya tornado transparente, simula el cristal de una rotunda claraboya adornada con unos visillos en su interior. Sobre el cristal las permanentes huellas de los ojos esperanzados del artífice que motivó la eclosión con que inició el embarazo. (Víctor ha encarnado sus ojos en dos palomas blancas que siempre sobrevuelan la claraboya) Y por todos los lados del cristal las huellas del dedo atolondrado del inexperto Peio, que repite como un papagayo que allí está la “tata”, la hermanita que va a llegar en apenas un mes. En eso se sintetiza el misterio de una nueva vida, el intríngulis de la gestación, el secreto de la fertilidad.

Pero, ¡ay!, esta interpretación poética ocupa una parcela demasiado limitada en nuestras vidas. Porque un hombre o una mujer nuevos han de trastocar todos los empeños de la Humanidad. Si el Mundo fuera realmente un paraíso, el vientre de Rosa sería una llamada para todos. Todos se prepararían para abrirle un hueco a quien llegara, y para facilitarle comida y abrigo. Y todos estarían dispuestos a cantar nanas para hacer agradables sus sueños. Y a evitarle los riesgos para que pudiera sentirse feliz. ¡Pero no! El paraíso es el vientre de Rosa, porque ella es cuidadosa y tiene medios suficientes para que lo sea. Cuando June salga a la luz el paraíso será una utopía, -alcanzable, como todas las utopías-, pero harto difícil de conquistar.

Los adultos, que nos empeñamos en proclamar que queremos un mundo mejor y nos afanamos en propiciarlo, apenas conservamos ni uno solo de los caracteres con que soñaban quienes nos gestaron, tal vez por eso la ilusión que nos embarga con la llegada de un hombre o una mujer nuevos la circunscribimos al espacio más inmediato a ellos: invadimos el espacio en que duermen plácidamente, idealizamos sus futuros, ponemos vistosidad en sus atuendos y convertimos el hogar en una especie de templo en cuyo altar todas las hornacinas muestran al Hombre nuevo. “Cuando nace un hombre/ siempre es amanecer aunque en la alcoba/ la noche pinte negros los cristales”, escribió Ángela Figuera. Lo escribió en un poema sencillo en el que pretende exhortar a todos los humanos a trabajar por un mundo mejor, por eso lo culmina con dos versos sencillos pero contundentes: “Cuando nace un hombre/ todos tenemos un hermano”.

Ciertamente. Quienes tienen la obligación de influir en el devenir del Mundo, de perpetuarle tal como es o de transformarle, siempre magnifican sus propuestas recordando que debemos hacer un mundo mejor, más justo y habitable, para nuestros hijos, para nuestros nietos, para nuestros descendientes. Pero muy pronto los niños son avocados a competir con otros niños, a superar cotas que no siempre están a su alcance, a sobrevivir con la suficiente holgura como para que la diosa Fortuna les permita vivir. Resulta sorprendente que haya adultos amasando fortunas excelsas a sabiendas de que hay niños que mueren en los vientres de sus ilusionadas y hambrientas madres, o recién han descubierto la luz. ¿Acaso esos no dicen obrar buscando el bien “para sus hijos, nietos y descendientes”? Tal vez ocurre que no sienten como “hermanos” a los hombres nuevos. Y ante tales injusticias, ¿cómo responden los dioses y sus mundanos representantes? ¡Exigiendo adoración y pleitesía!

Bella respuesta da a ellos Ángela Figuera en su poema “Me explico ante Dios”: “Señor, si no te canto no te enojes./ Ya ves, no tengo tiempo para nada./ Hay que vivir, andar, estar con gente;/ mirar el bosque, el mar; subir alturas,/ dolores, escaleras; bajar sótanos/ abismos minas, pozos, corazones;/ entrar en los talleres y cocinas;/ sembrar, coger, bregar, con los metales,/ labrar la roca, cepillar madera;/ sudar al sol, mojarse con la lluvia;/ abrir ventanas, mantener el fuego;/ cocer el pan, gritar por los caminos;/ dormir al niño, remendar la ropa;/ llorar por los difuntos y aprenderse/ la propia muerte un poco cada día./ Ya ves: no queda tiempo para nada”.

Y así aprendiendo la muerte en cada instante pasa la vida. Pero ahora el vientre de Rosa es efusión, es estallido y es frescura. Es una rosa abierta que lleva escritos anhelos en los pétalos. Es un misterio indescifrable, a pesar de las ecografías. Es un bosquejo de trazos idealizados pero concisos. Es una fuente inagotable de sorpresas que hace sonar el clarín de su llegada. Es una nueva voz que demanda justicia como ansía la vida; que exige igualdad como desea ser respetado; que necesita la paz y la libertad como le es imprescindible el aire. Quienes nos hemos acostumbrado ya a vivir con nuestros aires viciados, no tenemos derecho a condenar al mismo aire a los hombres y mujeres nuevos.

¿Oíd su voz y la de todos los hombres y mujeres nuevos: “Prepárame una cuna de madera inocente/ y pon bandera blanca sobre su cabecera./ Voy a nacer. Y desde ti, mi madre,/ pido la paz y pido la palabra”! (Ángela Figuera Aymerich, Bilbao 1902-1984).


Fdo. JOSU MONTALBAN