lunes, 13 de febrero de 2012

REFLEXIONES EN NUEZ DE ALISTE

En Nuez de Aliste reflexiono sobre los miles y miles de españoles que se vieron, y aún hoy se ven, obligados a emigrar en busca de la vida. Haciéndolo, también estoy reflexionando sobre los viejos y viejas que quedaron en tantos y tantos pueblos desparramados en España después de ver partir a sus hijos a buscarse la comida, la educación y el bienestar en las ciudades más cercanas, o en las metrópolis más alejadas, o en las zonas industrializadas, tras la llamada, en muchos casos, de quienes habían abandonado el pueblo antes que ellos.

Nuez de Aliste es un pueblo zamorano que está situado muy cerca de la frontera de Portugal. En la mañana de Abril soplaban rachas de viento que tumbaban las hierbas, rallaban los rostros y llamaban a cerrar los cuellos de las camisas, a pesar de que el sol también calentaba la testuz a nada que uno se protegiese del ímpetu del viento. Las calles estrechas estaban llenas de coches, más lujosos que el pueblo la mayoría, poco acomodados a las condiciones del pueblo, probablemente propiedad de los hijos de los escasos vecinos de Nuez, que habían acudido a la casa de sus padres a pasar la Semana Santa. En la Iglesia, -como ocurre siempre, el edificio más procaz y altivo del pueblo-, las mujeres jóvenes llegadas de visita, adornaban los altares con flores por doquier. Las imágenes habían sido desempolvadas y abrillantadas. Jesucristo, en contraste con el resto del año, refulgía desde su figura derrotada de cómplice de su propia crucifixión. Habían llegado los más jóvenes, habían dispersado a sus hijos por las callejas y se habían empeñado, como todos los años, en reconquistar y reconstruir temporalmente su pueblo. Era la Semana Santa, luego vendrán la Navidad, algún puente laboral, alguna fecha muy señalada y una pequeña dosis de las vacaciones veraniegas, igualmente tiempos de reconquista y adecentamiento.

En Nuez de Aliste apenas quedan ya casas antiguas. Nada de adobe y ya poca madera a pesar de que los montes críen árboles con profusión. La reconquista ha incluido cemento y nuevas construcciones más modernas a las que, en su momento, fueron trasladados los viejos y viejas de Nuez, a regañadientes, porque ellos ya tenían marcadas sus huellas en los bancos de madera, alrededor de las chimeneas “candongas”, y se habían acostumbrado a aquellas paredes curvas y rugosas en las que esperaban morir, al lado de sus hijos y nietos. Pero los hijos tuvieron que salir cuando las tierras dejaron de ser generosas y producir lo suficiente, y cuando las vacas dejaron de ser rentables, y cuando Europa se empeñó en regular crías y cultivos, y cuando la explosión tecnológica y la información mostraban las halagüeñas consecuencias del Progreso que llenaba las pantallas de los televisores de fábricas y coches y locales de diversión…

En Nuez de Aliste el bienestar está oculto en las casas. Los folletos turísticos la muestran como una reliquia del pasado más recóndito: sus chimeneas (que han dejado su sitio vacío de humo tras la invasión de las cocinas de última generación), sus tejas verdecidas por líquenes viejos, sus aleros de madera surcada por la lluvia del tiempo y la nieve de años y años de espera y de esperanza. Todo sirve para atraer a turistas que, además, toman la cámara fotográfica cada vez que un viejo de rostro curtido se muestra a la concurrencia sentado en el inevitable poyo de piedra, obligado centinela ante cada casa; o cada vez que una vieja de barbilla afilada sale a la calle con su bata negra, con sus medias negras de lana o tejido burdo, con su pañuelo negro protegiendo su rostro enjuto del rigor del viento o la brisa racheada. Y de allí se van los viejos y las viejas, arrebujados en las cámaras de fotos hacia lugares a los que ellos nunca viajarán, para ser mostrados en las reuniones de amigos o en las tertulias familiares, en las ciudades, en la civilización, como si fueran reliquias de un tiempo igualmente viejo que muchos añoran y desearían repetir a pesar de vivir presos y entregados a las mieles (no alcanzables para todos) del Progreso. “Hoy los tiempos adelantan que es una barbaridad”, decía la zarzuela, pero el ocio lo empleamos, muchas veces, en buscar espacios de sosiego, recuerdos de lo que fue y ya no podrá volver a ser.

En Nuez de Aliste también se vive esa especie de nacionalismo identitario cada vez que los hijos llegados de ciudades alejadas se empeñan en proclamar las virtudes inigualables de su pueblo, que abandonaron. Y son los viejos, los resistentes, los “gritos” del mundo rural, los depositarios de la cultura vieja y las costumbres ancestrales, los que pregonan la memoria sin necesidad de voces ni palabras, sólo con su presencia. Por eso es tan necesario proteger esa memoria y convertir los recuerdos en signos indelebles que nos muestren que las vidas de los antepasados, del tiempo arcaico y viejo, en los vestigios del presente.

En Nuez de Aliste, -que muy bien puede representar al sinfín de pueblos y aldeas abandonados a lo largo y ancho de la geografía española-, recuerdo el poema de Salvador Espriu, y pongo sus versos en las manos de los viejos y viejas que reposan ante sus casas (digo en las manos y no en la voz porque, quizás, algunos de ellos tendrían dificultades para leerlos y recitarlos). Habrán de ser sus hijos los que los lean y los proclamen a los vientos: “Por eso, cuando alguien / de tarde en tarde viene / y con gesto severo / nos pregunta: / ¿Porqué os quedáis aquí, / en este país áspero y seco, / lleno de sangre? / No es ciertamente ésta / la mejor tierra que encontrabais / a lo largo del ancho / tiempo de prueba / de la Golah, / nosotros, con una leve sonrisa / que nos trae el recuerdo / de los abuelos y los padres, / respondemos sólo: / -En nuestro sueño sí.”

Quizás con un hondo respingo de pena.


Fdo. JOSU MONTALBAN