En las Elecciones Generales de
2008 fui elegido Diputado de las Cortes Españolas por el Partido Socialista.
Tenía entonces 56 años, una edad más que razonable para acceder, -desde mi
pueblo de algo más de 8.000 habitantes llamado Zalla, de la provincia de
Bizkaia-, al órgano constitucional que reúne a los representantes del pueblo
español, que ejercen la potestad legislativa del Estado y son inviolables, tal
como reza la Constitución
Española. Mi nueva encomienda era digna de ser tenida en
cuenta, y más, se presentaba ante mí como una empresa difícil y comprometida,
como una responsabilidad llamada a culminar mi trayectoria política dada mi
edad madura.
Llegué a Madrid como un
aventurero de provincias, a descubrir la Corte.
A primera hora de la mañana, cuando el Paseo de la Castellana se
despertaba, me apeteció caminar entre la estación del Metro de los Nuevos
Ministerios y la Carrera
de San Jerónimo. Nada me distraía de mis pensamientos que desmenuzaban todos
los pasajes de mi vida política y pública desde que inicié mis primeros
escarceos como concejal en el Ayuntamiento de mi pueblo. Debió ser cosa del
azar, -y de los sufragios de los ciudadanos-, que llegara a ser Diputado Foral
en Bizkaia y poco después Portavoz del Grupo Socialista en el Parlamento
provincial que, solemnemente, se llama Juntas Generales. Lo cierto es que las
Cortes, ese edificio majestuoso cuyas puertas están flanqueadas por sendos
leones, se mostraba en mis anhelos como una fortaleza inexpugnable a la que
tendría que acceder con mucha cautela, con la discreción del inexperto y la
decisión de quien se sabe elegido. Así pensaba yo que debería obrar mientras
caminaba Paseo de la
Castellana abajo. Hice un descanso en el Café Gijón para
tomar café, aligerar la vejiga y recordar algún poema escrito allí cuando, en
alguno de mis viajes a la capital acudí a ver escritores e intelectuales que
solían pulular por aquel lugar. A las diez de la mañana pasé ante un Policía
Nacional mostrando mi DNI y un documento que había recibido de las Cortes que
certificaba mi nueva ocupación, trabajo o responsabilidad.
Acabaron mis recelos en aquel
instante, porque lo demás no fue muy diferente a cualquier gestión más o menos
complicada que se realice ante un Organismo Público. Luego fue el
reconocimiento del espacio, el apoderamiento del cargo y la encarnación de
aquella responsabilidad sublime.
Me puse en pie, se encendió la
luz que anunciaba que el micrófono que tenía frente a mí funcionaba y respondí
al Presidente Bono con un “sí, prometo” que me hizo temblar en el instante. Lo
nuevo asusta, pensé para tranquilizarme, y aunque fingí estar por encima de las
parafernalias ante los demás, no era la imagen a la que yo estaba acostumbrado
la que reflejaban de mí los espejos. En varios de ellos vi aquella imagen
expectante y dubitativa y me fui sintiendo cada vez mejor hasta que crucé la
puerta de mi estrecho y recogido despacho y la cerré a mis espaldas. También
allí había un cristal oscuro que me reflejaba. Me miré en él, giré el mentón,
me mesé suavemente los cabellos y la barba y me planté con rotundidad. “Con dos
cojones”, me dije, no sé si para ahuyentar el miedo o para armarme de valor,
que aunque parecen significar lo mismo constituyen dos pasajes bien diferentes
del mismo trance.
En los momentos más íntimos
dibujaba mis pretensiones y todo, absolutamente todo, me hacía presagiar que mi
nueva obligación me obligaría (valga la redundancia) a extremar mi respeto,
ejercer mi educación con la máxima delicadeza y a aportar a los debates y
acciones toda mi sabiduría y experiencia. La madera noble del Hemiciclo
reclamaba mi nobleza. Los rostros y semblantes hieráticos de los cuadros y las
estatuas me exigían seriedad. El rojo de las alfombras mullidas y el púrpura de
los tapices reclamaban responsabilidad y sinceridad. A todo tenía que responder
poniendo todo mi empeño en que la
Democracia , conquistada tras una guerra y una dictadura,
mostrara su rostro más generoso a los españoles que tenían depositada su
esperanza en ella. Yo, como su representante, tenía la obligación de preservar
el debate de la violencia verbal, de proteger el lenguaje de las groserías, de
convertir las “verdades” que de allí saliesen en consignas comprensibles y
susceptibles de ser obedecidas con mansa voluntad. Con esas premisas inicié mi
andadura parlamentaria, convencido de que de ese modo me sería difícil salir en
las páginas de los periódicos, pero igualmente seguro de que no podía obrar de
otro modo teniendo en cuenta mi condición socialista.
En los ratos libres empecé a
descubrir el entorno. En el Barrio de las Letras hay demasiados lugares que
llaman la atención. Cada calle soporta su leyenda; cada casa sostiene su lápida
escrita con nombres insignes y fechas; cada taberna encierra costumbres y
recuerdos de quienes las visitaron, y exhiben a sus clientes más peculiares. A
no más de trescientos metros lineales de mi despacho en las Cortes, en la calle
Echegaray, está la Venencia.
¿Una tasca, un bar, una taberna? Dejémoslo en un lugar indefinible.
Profundamente bello. Se sirven pocas cosas: vinos olorosos, mojama, embutidos,
aceitunas y no muchas cosas más. ¡Para qué más!
No creo que la selecta clientela
vaya solamente para comer o beber, más bien creo que va a alimentarse
espiritualmente. Allí las estanterías son viejas, como los cuadros y los
carteles que cubren las paredes; las botellas están cubiertas de polvo, la luz
es mortecina y las paredes desprenden un color amarronado. Hay alusiones a la
vieja República que Franco ahogó y hay alusiones a los viejos tiempos. No hay
música para que puedan haber voces comedidas, para que las palabras sirvan para
dialogar. Hay allí gentes curiosas y hay quienes curiosean, porque las gentes
curiosas visten y van aviados a su manera, la mayoría alejados de las modas y
los figurines, y quienes curiosean cuchichean sobre las excentricidades y
particularidades de cada cual. Hay una gata negra que pasea entre los pies de
los clientes, y sobre las mesas, entre las copas larguiruchas. Allí hay
libertad y el ambiente tiene que ver con la variada sociedad española compuesta
por gentes que filosofan mientras sufren, que encuentran soluciones a los
problemas cotidianos y ahogan en vinos aromáticos las dudas y perversiones que
les llegan, amenazantes, desde los centros en los que se administra el poder.
Ya han pasado tres años.
Suficiente para hacer balance y sacar algunas conclusiones. Allí donde debe ser
requerida u obligada una actitud responsable y constructiva se exhibe la
desvergüenza de quienes se han empeñado en convertir el Congreso de los
Diputados en un Patio de Monipodio. Allí son las reyertas, las voces
destempladas, las puñaladas traperas y las medias verdades esgrimidas para
desbancar a quienes gobiernan, con el único objetivo de invadir todas las sedes
del poder para ejercerlo sin compasión ni generosidad. No es el Gobierno lo que
persiguen, porque si así fuera dejarían que el gobierno socialista cayera por
la ineficacia de que le acusan, y no a causa del su irresponsable asedio.
Mientras se empeñan en culpabilizarle de todo, no prestan ni una sola propuesta
al Gobierno porque no están dispuestos a gastar ni una sola de sus energías en
la colaboración. Se han tomado tan al pie de la letra el significado del
término “oposición” que hay situaciones tan grotescas que suponen un galimatías
en el que las contradicciones son constantes y encadenadas entre sí. Saben bien
que la sociedad que sufre los rigores de la crisis no entiende que se pasen el
día derrotando contra el capote del destino, sin arrimar el hombro para llevar
el paso de la miseria y los padecimientos al olvido. ¡Tal es su concepción de
la democracia! Desde luego que no lograrán acabar con ella porque se ha
consolidado para siempre, a su pesar, pero su actitud les delata y su
estrategia es evidente: desacreditar al sistema, desvalorizar a las ideologías,
-que solo pueden ser de izquierdas frente a los intereses de la derecha-, y
mostrar la Política
como un mero medio para que los políticos continúen viviendo. Es decir, se
trata de una forma de fascismo moderno, el único que tienen al alcance de su
mano.
Así que cada mediodía, salvo que
el programa diario me lo impida, acudo a la Venencia como quien profesa una fe y un culto
especiales. Allí me encuentro con la libertad, con el pueblo y con la democracia.
Allí encuentro el silencio, la luz grisácea y los diálogos reposados, es decir,
ese ambiente intimista que incita a compartir sabidurías y comprender
inquietudes. Allí apoyo la cabeza en mi mano abierta para recapacitar y, de
pronto, un parroquiano (que así llamaba a los clientes Cuqui la de la tasca de
Charra de mi niñez) me traslada a la sociedad real, tan variada y atribulada,
tan reservada y conformista, que resiste todos los avatares a los que la Política les condena. No
acuden muchos, apenas uno o dos, de esa derecha retrógrada que utiliza la
libertad inalienable de las Cortes para poner las instituciones públicas a su
servicio y al de sus capitales. Si acudieran más a menudo tendrían un
criterio sobre la sociedad real más
humano, más constructivo, más responsable. También serían más divertidos,
capaces de admitir que cada persona crea su propio universo sin que ello
suponga impedir otros universos diferentes. Y serían capaces de aceptar, sin
inmutarse, que una gata negra deambule pacíficamente entre sus documentos y los
papeles en que llevan escritas sus consignas.
Entre las Cortes y la Venencia discurro todos
los mediodías que puedo. Por el camino más corto, como si tuviera prisa por
llegar, y allí acomodado me pregunto por los destinatarios de tantos reproches
gratuitos como se hacen en ese Foro político que, estando llamado a congraciar
a los pueblos y las gentes de España, se convierte en un mercadillo de barrio
en que se derrochan las palabras, las voces se convierten en ruidos y los
ruidos mudan en estruendos.
Calle Echegaray adelante, no sé
porqué, tarareo con Silvio Rodríguez “¿Adónde van las palabras que no se
quedaron?”. Y me respondo con otras preguntas: “¿Acaso flotan eternas, como
prisioneras de un ventarrón? ¿O se acurrucan entre las rendijas buscando calor?
¿Acaso ruedan sobre los cristales, cual gotas de lluvia que quieren pasar?
¿Acaso nunca vuelven a ser algo? ¿Acaso se van? ¿Y a dónde van?”. El camino es
escaso y no da para más preguntas. Me acomodo y recapacito en un rincón de la Venencia , fielmente
custodiado por Lola.
La gata de la Venencia se llama Lola.
Fdo. JOSU MONTALBAN