Miralles es el viejo, -así le nombro porque así se nombra
él-, que protagoniza los últimos pasajes de la película “Soldados de Salamina”,
que reproduce aquella realidad de la Guerra
Civil española. Concretamente el hombre que, siendo miliciano
que apoyaba al gobierno legal, perdonó la vida al falangista Sánchez Mazas. ¿Se
la perdonó? No. Tal como relata la película
(y el libro de igual título de Javier Cercas), el miliciano Miralles iba
por el bosque impartiendo justicia, -que en tiempo de guerra es lo mismo que
matando-, a sus enemigos. Y vio entre unas jaras a Sánchez Mazas y no le
disparó, incluso cuando fue requerido por sus compañeros, “¿hay alguien por
ahí?”, respondió con un “no, aquí no hay nadie”. He dicho que no le perdonó la
vida, porque haberle matado en aquella situación hubiera sido un abuso, una
miseria moral, una atrocidad. La importancia de aquella actitud de Miralles
está basada en su gesto virtuoso, producido en medio de una guerra que siempre
es un abuso, una miseria, una inmoralidad y una atrocidad.
En mitad del absurdo debate en torno a la llamada “memoria
histórica” es importante resaltar cuanto tiene de noble esta actitud de
Miralles, porque da la impresión de que ni los partidarios ni los adversarios
de tal memoria están actuando con nobleza y generosidad.
Miralles es nombrado en muchas ocasiones a lo largo de la
película, pero la figura aviejada aparece en los últimos diez minutos, con la
misión de contar cómo fue aquel momento en que dos enemigos se miran a los ojos
y sienten conmiseración. Pero el tiempo real ha pasado y la conmiseración de
aquel instante en que Miralles no quiere matar a su “enemigo” Sánchez Mazas se
ha convertido en indiferencia. Cuando Miralles ya se siente viejo y, por eso,
no persigue gloria ninguna la guerra ha acabado, la vida ha continuado y no hay
odio ni ansias de venganza en su interior. Cuando Ariadna Gil, que es una
escritora empeñada en descifrar la vieja memoria, pregunta a Miralles que “por
qué no le mató”, refiriéndose a Sánchez Mazas, él le responde con un “¿y por
qué iba a matarle?”.
Con esta frase sentencia la irracionalidad de aquella guerra
en la que murieron más de un millón de españoles, en la que, pasado el tiempo
no encuentra ni una sola razón para matar. Nada, ni el amor desenfrenado a su
patria, que mostraba bailando el pasodoble “Suspiros de España” abrazado a su
fusil y vestido de miliciano, justificaba aquella guerra tras el paso del
tiempo y su arribada a la sabia vejez.
Ninguna guerra parece justificada después de que el paso del
tiempo la condene al olvido, o la obstinación de la memoria la rinda a los
recuerdos. Quizás por eso sea necesario aceptar los hechos con la naturalidad
del tiempo pasado. Quizás por eso sea bueno diagnosticar lo ya pasado desde la
experiencia desapasionada de la grandeza de ánimo. En esto nadie podrá superar
al Miralles de los “Soldados de Salamina”.
La escritora ha ido a buscar su testimonio a Dijon, la bella
villa francesa donde vive Miralles en una residencia de ancianos. Tiene el pelo
blanco, largo en exceso para su edad, y se apoya en una muleta para desplazarse
por los paseos, bajo los álamos altos en cuyas ramas entonan sus melodías los
estorninos. La escritora espera que aquel viejo le cuente los pasajes del
resentimiento, de la fatiga, con la voz de los derrotados, pero Miralles ya
solo es un viejo que ve pasar la vida, un existencialista que sentencia: “lo
único importante es estar vivo”, mientras observa a un enjambre de niños que
juegan sobre la hierba. Nada más importa que estar vivo. Nada importa más que
estar vivo.
Miralles ha abandonado sus anhelos de victoria, ya no le
encandilan ni el poder ni la gloria. Espera que el tiempo pase y desea que
nunca deje de pasar. Quiere vivir cuanto más, que es lo mismo que querer morir
cuanto menos, en suma, no desea morir nunca. Aquel asilo se ha convertido en su
baluarte. En él ha ido olvidando casi todo y, aunque mira a la escritora que le
interroga con cierta curiosidad, no desea narrar absolutamente nada de cuanto
aconteció en aquella dolorosa contienda entre hermanos. Espera que llegue la
muerte, la siente cercana cuando se la relata a la curiosa escritora, -“el olor
a verdura hervida, a medicinas, a viejo enfermo; el olor de la muerte, el
puñetero olor de la muerte”-, pero quiere llevarse consigo todos sus secretos.
“Qué cree usted que pensó”, pregunta la escritora refiriéndose a Sánchez Mazas
cuando él evitó matarle. “Nada, nada”, responde él como queriendo decir que
pensó “todo” lo que puede ser pensado en una situación tan extrema.
Miralles nos muestra un tierno ejemplo de la atribulada alma
de los perdedores de la guerra civil. Tristes, melancólicos, derrotados, la
mayoría de ellos prefirieron olvidar aunque se hallaran exiliados o
perseguidos. Miralles era uno de aquellos que añoraban el abrazo de sus
familiares o de sus paisanos: el abrazo de la reconciliación. Cuando la
escritora le recuerda el pasaje de aquel miliciano que bailaba el pasodoble
“Suspiros de España” agarrado a su fusil y le conmina con un tierno
interrogante “¿era usted?”, sus ojos cansados se ocultan tras un velo de
lágrimas. Después se planta ante ella y afirma con tristeza: “Hace más de un
año que no abrazo a nadie”. Arroja a un lado la muleta y la abraza con efusión.
Afloran entonces la Historia y la Memoria , que son dos diosas inseparables. Nada se
echan en cara, nada se reprochan, porque no pueden existir la una sin la otra.
Quien no olvida conoce la
Historia del mismo modo que quien conoce la Historia la acepta con
tanta naturalidad que no está dispuesto, ni predispuesto, a olvidarla.
Miralles, que no quiere hablar de la Guerra
Civil es en “Soldados de Salamina” la memoria viva de aquella
guerra. Javier Cercas y David Trueba han bordado con hilos de oro esos diez
minutos ejemplares e inolvidables.
FDO. Josu Montalbán